3.12.18

23.11.18

(521) Apocalipsis (y IV). Final grandioso: Christus vincit. Con María...

Maestro de Cesi - 1308

He de confesar que sabía yo muy poco de este libro. Ahora, al menos, sé algo.

–Por cierto: ¿cuánto tiempo lleva usted sin confesar? El Señor le llama al sacramento.

 

–La Ciudad del Diablo, Babilonia, cae vencida por Cristo

El mundo que adora maravillado a la Bestia, potenciada por el Diablo; el mundo que lleva el sello de la Bestia diabólica marcado en la frente y en la mano, es figurado en el Apocalipsis como

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13.11.18

(520) Apocalipsis (III). Los cristianos viven hoy en Babilonia. «Sal, pueblo mío»

 Vigilia pascual

–La realidad es que hoy el mundo, rechazando a Cristo, se ha degradado miserablemente.

–Y no es rara la Iglesia local descristianizada que no sabe que vive en Babilonia porque está mundanizada. Como la Iglesia de Sardes, tiene nombre como de viviente, pero está muerta (+Ap 3,1).

 

–Las pacíficas victorias de Cristo y de los suyos

Los septenarios apocalípticos de las cartas (Ap 2), de los sellos (6-7), de las trompetas (8-9), el de las copas de la ira de Dios (16), igual que el último de las visiones (17ss), afirman siempre con imágenes impresionantes en la historia de la humanidad el poder invencible de Nuestro Señor Jesucristo, el Cordero dego­llado, que está junto al trono de Dios. Pero estas victo­rias del Cristo glorioso más que ahogar en sangre a los hombres rebel­des, destruyen a la Bestia que les engaña y esclaviza, o incendian la Gran Babilonia. Es decir, reducen a cenizas la prepotencia de un orden mundano perverso, liberando así a los que por él se veían cautivados y cautivos.

Las victorias de Cristo no son crueles y destructoras, sino llenas de salvación y de mi­sericordia para los hombres. Él no ha sido enviado a condenar, sino a salvar (Jn 17). Él ha «bajado del cielo» como luz del mundo, y la luz ilumina las tinieblas, no las aniquila. Es signifi­cativo que en el Apocalipsis las victo­rias de Cristo son siempre realizadas con «la espada que sale de su boca», es decir, por la afirmación de la verdad y la negación de la mentira en el mundo (Ap 1,16; 2,16; 19,15.21; +2Tes 2,8). En efecto, las de Cristo son victorias de la verdad y de la caridad, para que «donde abundó el pecado, sobrea­bunde la gracia» (Rm 5,20).

Por eso, aunque puede le­erse como un libro de grandes combates, el Apocalipsis es prin­cipalmente un libro de gran miseri­cordia y salvación para el mundo. Las victorias de Cristo son ilumina­ción de las tinieblas, verdad que disipa mentiras, amor y bien que preva­lecen sobre males abrumadores. Eso explica que, hasta llegar a las visiones deslumbrantes de la Ciudad celeste (21-22), el Apocalipsis, a cada paso, estalla en formidables liturgias de alabanza y acción de gracias, refulgentes de luz y de victoria (4-5; 7,9-12; 8,3-4; 11,15-19; 14,1-5; 15,1-4; 16,5-7; 19,1-8).

 

–La victoria de los mártires y de los orantes

Los mártires de Cristo tienen un protagonismo indudable en todo el Apocalipsis. Ellos son los que, con el poder del Salvador, vencen al mundo. Los triunfos del Reino de Dios no son, pues, victorias obtenidas por un ejército de superhombres, que luchando como campeones invencibles, con grandes fuerzas y medios aplastantes, se impone con superioridad indiscutible a las fuerzas mundanas del mal. No, todo lo contrario: Cristo vence al mundo por la debilidad y la pobreza de sus fieles, que permanecen en la humildad (+1Cor 1,27-29; 2Cor 12,10). Cristo vence al mundo muriendo en la cruz, y ésa es tam­bién la victoria de sus apóstoles, la de los dos Testigos y la de todos los cristianos mártires (Ap 11,1-13). Así es como la Iglesia primera venció al mundo romano, al modo de San Pablo, «muriendo cada día» (1Cor 15,31). Y así es como hoy, en forma martirial, realiza Cristo por los fieles sus victorias.

Los orantes,«las oraciones de los santos», son quienes provocan las interven­ciones celestiales más poderosas en el Apocalipsis. Es la oración de todo el pueblo cristiano la que, eleván­dose a Dios por manos de los ángeles, atrae sobre todos la justicia inapelable de Cristo (Ap 5,8; 8,3-4). Los cristianos asocian a su gozosa liturgia de alabanza y a su entrega absoluta en el martirio a todos los que de verdad son hijos de Dios, es decir, a «todos sus siervos, los que le temen, peque­ños y grandes» (19,5). Es en la Ciudad santa que desciende del cielo donde se planta «la Tienda de Dios con los hom­bres», no sólo con los santos (21,3). Entonces «las naciones [antes paganas] caminarán a su luz, y los re­yes de la tierra [antes hostiles] irán a llevarle su esplendor» (21,24; +22,2).

 

–Mientras tanto, la gran Guerra invisible

El Apocalipsis es realmente el quinto Evangelio, que tantos cristianos de hoy ignoran. En esta Revelación de Jesucristo, entre el fulgor de liturgias cósmicas y celestiales, y las victorias de Dios omnipotente, se nos manifiesta e interpreta esa «dura batalla contra los poderes de las tinieblas que atra­viesa toda la historia humana, y que, ini­ciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor» (Vaticano II, GS 13b; 37b; +Catecismo 409).

Es difícil hablar con precisión inequívoca cuando se trata de temas históricos o morales. A pesar de todo, no me parecen acertadas las palabras de un buen profesor de teología, cuando en un artículo sobre los cristia­nos en la historia dice así: «La Iglesia que el Concilio Vaticano II presupone, y la que se ex­presa en sus docu­mentos, es una Iglesia que se sabe enviada por Dios al mundo y que, considerando que puede darse por clau­surado el período de confronta­ción [sic!] y de defensa que caracterizó al siglo XIX, de­cide relanzar su tarea evange­lizadora».

La confronta­ción entre la Iglesia y el mundo caracteriza todos los siglos de la historia de la Iglesia, espe­cialmente los primeros (I-III) y los más recientes (XVIII-XXI). Y la Iglesia del siglo XXI, como la de los siglos venideros, si de verdad quiere evangelizar el mundo, no puede dar por clausurado ese tiempo de confrontación «hasta que vuelva el Señor». Y creo yo que el citado pro­fesor está conven­cido de ello, aunque en esa ocasión se expresara en forma errónea.

Y en esto de los modos de hablar –dicho sea de paso– si­gamos empleando el lenguaje de la Biblia y de la Tra­dición. Si concretamente, hablando a las Iglesias, Cristo promete grandes pre­mios a los «vencedores», será porque tienen que li­brar «un buen combate» (2Tim 4,7). No le demos más vueltas: estamos viviendo el tiempo del Apoca­lipsis, y no otro tiempo inventado por nuestras ideolo­gías. Recuerden, por favor, que el libro del Apocalipsis está inspirado por Dios: forma parte de la Revelación divina de las Sagradas Escrituras, que, felizmente, hemos de acoger por la fe. Y que presenta la historia de la humanidad en el marco de una enorme guerra incesante entre los discípulos de Cristo y los siervos del Diablo.

 

–Urgente necesidad de elegir entre Cristo y la Bes­tia

Hay que elegir. Hay que elegir ya. No pode­mos seguir como ahora indefinidamente. La apostasía práctica no debe seguir encubierta, ignorada a veces hasta por los mismos apóstatas –no ir a Misa, no confesarse, anticoncepción sistemática, no ángeles ni demonios, no…–. A los cristianos que en vano renunciaron en el bautismo «a Satanás y a sus seducciones» mun­danas, hay que mostrarles la imposibilidad de seguir haciendo círculos cuadrados. No pue­den seguir tantos bautizados en una situación de adulterio crónico: o guardan fidelidad a Cristo Esposo, a sus pensamientos y caminos, o se amanceban abiertamente con la Bestia mun­dana, aceptando su marca en la frente y en la mano. O son de Cristo o son del mundo.

No podemos seguir dando culto a Dios y a las riquezas (Lc 16,13), no podemos beber de la copa del Señor y de la copa de los de­monios (1Cor 10,20), no nos es lícito uncirnos en yunta desigual con los infieles (2Cor 6,14-16). Hemos de elegir entre servir al mundo o al Reino; ser del mundo o ser de Cristo. Sin más de­mora, hay que optar ya entre seguir a Cristo, en la fe y la paciencia, o seguir a la Bestia, maravillados por sus fascinantes signos mundanos. No hay un territorio neutral en el que se pueda permanecer con tranquila conciencia: si un bautizado no se decide a ser cristiano, es mundano, más o menos sujeto a los pensamientos y caminos del príncipe de este mundo, el diablo.

 

Predicación apocalíptica: o con Cristo o contra Él

En la predicación y en la acción pas­toral, en modos provocativos, es preciso sacudir la conciencia de los hombres, poniéndolos en crisis con las palabras de Cristo: Reino o mundo, vida o muerte, gracia o pecado, verdad o mentira, Cristo o el diablo, salvación o condenación.Así predicaron siempre Cristo y los apóstoles, y antes que ellos los profetas. Recuerdo sólo algunos ejemplos.

Josué.– Israel, siempre tentado por la idolatría a tener dioses visibles, como el becerro de oro, es sometido por Yavé a la larga cura espiritual del Éxodo –cuarenta años en el desierto–, aprendiendo a servir al Invisible. Pero al entrar a poseer la Tierra Prometida, de nuevo se ve tentado por el esplendor de los cultos locales. Y el problema llega a ser tan grave, que Josué reune a todos los jefes de Israel para ponerles de frente ante la al­ternativa: «Elegid hoy a quién queréis servir, si a los dioses a quienes sirvie­ron vuestros padres, o a los dioses de los amorreos… Yo y mi casa serviremos a Yavé»… El pueblo se afirma entonces en la fe de sus padres: «Serviremos a Yavé, nuestro Dios, y obedeceremos su voz». Y así rea­firmó Josué aquel día la alianza (Jos 24).

Elías.– Siguen las crisis en el pueblo de Dios. El rey Ajab «hizo el mal a los ojos de Yavé, más que todos cuantos le habían precedido» (1Re 16,30), favoreciendo la introducción de la idolatría en el pueblo de Dios. Llegan las cosas a un extremo en el que el profeta Elías, mandado por Yavé, convoca en el monte Carmelo a todo Israel, juntamente con los profetas de Baal. «¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros cojeando de un lado y de otro? Si Yavé es Dios, seguidle a él; y si lo es Baal id tras él». Pero el pueblo «no respondió nada» (18,21). Esto es lo malo, que no responda nada, ni que sí ni que no. «Volvió a de­cir Elías al pueblo: “Sólo quedo yo de los profetas de Yavé, mientras que hay cuatro­cientos cincuenta profetas de Baal”». Dispone entonces el altar sobre doce piedras, el fuego de Yavé consuma el sa­crificio, y finalmente el pueblo se reafirma en la alianza: «¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!» (18,39).

Cristo.– «El que no está conmigo, está contra mí» (Lc 11,23). «El que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30). Cuando predica Jesús el sermón eucarístico del pan de vida, muchos, al oir que su cuerpo es verda­dera comida, menean los oyentes la cabeza: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?… Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le se­guían. Y dijo Jesús a los doce: “¿Queréis iros vosotros también?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios”» (Jn 6,60-69).

No hay otra alternativa: o los cristianos siguen a Cristo o si no, más de cerca o de lejos, «siguen maravillados a la Bestia» (Ap 13,3). No existe un campo neutral donde poder quedarse ajeno a toda lucha.

 

Iglesias locales agonizantes o muertas

Hoy en Occidente ciertas Iglesias locales descristianizadas son como la de Sardes: «pare­cen estar vivas, y están muertas» (Ap 3,1). No pueden prolongar indefinida­mente su situación, pues aunque guarden las apariencias, en realidad han caído en el cisma, la herejía y el sacrilegio. Languidecen en una grave enfermedad crónica, que no puede llevar sino a la muerte. Son extraviadas por sus propios pastores sagrados, o si éstos son fieles, los agotan con sus infidelidades generalizadas: «¿qué voy a hacer yo con este pueblo?» (Ex 17,4).

Si no se provoca entonces la crisis mediante predicaciones apocalípticas e intervenciones pastorales enérgicas–que cuanto más se demoren serán más traumáticas y más difíciles–, lo que hubiera podido ser una Gran Poda realizada por el Padre «viñador» (Jn 15,1-2), se convierte por la apostasía y el cisma en una Gran Tala. Necesitan leer el Apocalipsis, y elegir entre Cristo y la Bestia mundana potenciada por el diablo.

«El que tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2,29).

¿Y qué dice el Señor a las Iglesias?

 

–«Sal, pueblo mío»

    El primer Éxodo es el de Abraham: «Sal de tu tierra y de tu parentela, para ir a la Tierra que yo te indiaré» (Gen 12,1). El segundo es el de Moisés, saliendo de Egipto, de vuelta a la Tierra prometida. Los dos son iniciativa de Dios y obediencia de su pueblo. Por eso la Tradición cristiana siempre ha entendido que el Éxodo ilumina notablemente la vocación de la Iglesia peregrina, el nuevo pueblo de Dios. Nos dice Cristo que los cristianos, aunque estemos en el mundo, «no somos de este mundo» (Jn 15,19). No estamos en él como pez en el agua, sino, en palabras de San Pedro, estamos como «extranjeros y peregrinos» (1Pe2,11), pues en realidad somos «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20). Tenemos, pues, que realizar un éxodo del Mundo al Reino de Dios. Por tanto, de ningún modo hemos de «configurarnos a este mundo, sino que hemos de transformarnos por la renovación de la mente» en la fe (Rm 12,2). Según esto, los cristianos que se arraigan en el mundo presente, asimilando sus modos de pensar y de obrar, aceptan el sello de la Bestia en su frente y en su mano: son apóstatas, no son ciudadanos del Reino.

El Apocalipsis nos trae la voz de Cristo, que anuncia  la inminente caída de la Babilonia del mundo, y que nos «dice desde el cielo: Sal, pueblo mío, no sea que os contaminéis con sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4).

Esta «llamada a salir de la ciudad –entiende Charlier (Comprender el Apocalipsis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993, -II,92)– es apremiante, como lo era ya en Is 48,20 [«Salid de Babilonia»; +52,11], y sobre todo en Jer 51,6.45 [«Huid de Babilonia, poned vuestras vidas a salvo, no muráis por su iniquidad»]. En la ciudad, difícilmente coha­bitan Satanás, el Evangelio y sus fieles respectivos (+Ap 2,13). Llega un momento en que la conciuda­danía ya no es posible, a menos que se llegue a cier­tos compromisos. El Pueblo de Dios ha vivido desde siempre esta situación conflictiva, ponién­dole al final un término penoso, mediante una opción decisiva. Lot tuvo que salir de Sodoma, cuyo pecado re­basaba los límites (Gén 19,12-14), prefigurando así la epo­peya de Israel, que tuvo que salir del país de Egipto. La incomodidad del éxodo en relación con la seguri­dad opulenta de la ciudad es grande, pero ésta es la ley de los creyentes para el día en que el pecado de la ciudad amenace demasiado la fe en el Evangelio. El pueblo debe salir para no trocar su comunión con Dios por la comunión con el pecado (sygkoinônêo). Tiene que elegir la copa en la que quiere beber, y esta elección impone rupturas con los espejismos idolátricos, que son el po­der, el dinero y la cultura».

Fácilmente se comprende que religiosos y laicos habrán de «renunciar al mundo» –salir de Babilonia– en modos diversos. Siempre la Iglesia ha en­tendido que «hay dos maneras de vivir en el siglo: corporalmente y con el afecto» (STh II-II,188, 2 ad3m). Siempre la Iglesia ha entendido que aunque la renuncia al mundo ha de ser en religio­sos y laicos igual en la substancia, ha de ser sin duda diferente en las modalidades accidenta­les. Los religiosos renunciarán al mundo en afecto y en efecto; los laicos renunciarán a los pensamientos y caminos del mundo pecador siempre en afecto, y a veces, cuando haya ocasión de pecado o de lastre objetivo contra la ca­ridad, también en efecto; pero otras veces no. Y así unos y otros «se conservan sin mancha en este mundo» (Sant 1,27).

En todo caso el mandato de Cristo de salir de Babiloniafuga sæculi–, es decir, el mandato de diferenciarse del mundo en mentalidad y costumbres, se hace tanto más apre­miante, lógicamente, cuanto peor y más peligrosa sea la situación espiritual de la Ciudad mun­dana. Y tengamos hoy muy en cuenta que el mundo apóstata es mucho peor y peligroso que el mundo pagano.

        

–Libres del mundo, no cautivos de él           

Por eso el Cardenal Ratzinger considera que hoy «entre los deberes más urgentes del cristiano está la recupe­ración de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad postconciliar». En efecto, «al condenar en bloque y sin apelación la fuga sæculi, que ocupa un lugar central en la espirituali­dad clásica, no se ha comprendido que en aquella fuga… se huía [los religiosos] del mundo no para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determi­nados centros de espirituali­dad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por consiguiente, humana». Y esa «renuncia al mundo»  también ha de ser vivida por los laicos a su modo, como se expresa en el bautismo, en su nacimiento espiritual. Sigue Ratzinger:

«Hay algo que da que pensar: hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad nueva, comunitaria, abierta, no sacral, se­cular, solidaria con el mundo. Ahora, después de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encon­trar de nuevo un punto de contacto con la espi­ritualidad antigua, aquella de la “huída del siglo”» (Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, pg. 127).

José María Iraburu, sacerdote

Post post.–El tema «salir del mundo», sobre todo en comnidades de laicos, puede verse ampliado en: José María Iraburu, Evangelio y utopía (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1998, 164 pgs. =  The Gospel and Utopia (Amazon).

Recientemente ha sido un bestseller la obra del estadouniense Rod Dreher, The Benedict Option (Penguin Random House 2018) = Comment être chrétien dans un monde qui ne l’est plus -Le pari bénédictin (Artège Éditions). Comenta la obra Sandro Magister, San Benito en el siglo XXI. Pero «La Civiltà Cattolica» lo condena a la hoguera. En InfoCatólica, Jorge Soley publica en su blog dos artículos: ¿San Benito? ¿San Josemaría? Un debate norteamericano ; y La Opción Benito: la propuesta de la que todos hablan en Estados Unidos.

 

Índice de Reforma o apostasía

 

9.11.18

(519) Apocalipsis (II). –7 cartas, 7 trompetas y 2 Bestias

 Iglesia en Boston, EE.UU.

–Pero bueno, todo esto serán como símbolos y parábolas ¿no?

–Craso error. «Apocalipsis de Jesucristo, que para instruir a sus siervos sobre las cosas que han de suceder pronto ha dado Dios a conocer por su ángel a su siervo Juan» (Ap 1,1).

 

–Visión inicial del Cristo glorioso, Señor del cielo y de la tierra

A los que hablan de «Jesús de Nazaret», sin mencionar apenas su divinidad; a quienes ven a Jesús como un hombre tan unido a Dios que puede decirse divino, sin que sea Dios; a los que pasan ante el Sagrario como si nada tuviera dentro; a quienes son incapaces de arrodillarse ante la Eucaristía, y por supuesto a todos los cristianos, ha de abrirles los ojos la visión del Cristo glorioso que se le presentó al apóstol San Juan en la isla de Patmos hacia el año 68. Cito extractando:

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31.10.18

(518) Apocalipsis (I). «Vengo pronto» – «Nuevos cielos y nueva tierra»

 Cristo - Río de Janeiro, 1931

–Todo eso ya lo he leído en su blog.

–[Qué hombre…] En 9 años llevo más de 500 articulos, y hay varios en los que he tratado del Apocalipsis en algún subtítulo. Pero esta vez, tal como está el patio, quiero exponer más ampliamente la Revelación de Jesucristo, uno de los libros más grandiosos del N. T., y quizá el más ignorado.

    En la prensa diaria se dan sobre todo noticias malas de cosas ya pasadas,relativas a este mundo que es pasando. Resulta abrumador, deprimente, engañoso. Se entiende, pues, que León Bloy dijera: «Cuando quiero saber las últimas noticias, leo el Apocalipsis»: un libro luminoso, confortador, lleno de esperanza; hoy especialmente necesario en la Iglesia, entre tantos males y tantas falsificaciones de la verdadera realidad. Aten­damos, pues, a la invitación del ángel: «sube aquí, y te mostraré lo que va a suce­der después de esto» (Ap 4,1).

* * *

–De Cristo o del mundo

    El Apocalipsis de San Juan Evangelista, el último libro del Nuevo Testamento, es al mismo tiempo una profecía y una explicación de la historia de la Iglesia. No hay libro que revele más claramente cómolos cristianos se perfeccionan, se santifican en Cristo, sufriendo al mundo con fidelidad y pa­ciencia.

Ya lo dijo nuestro Señor Jesucristo: «Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os he elegido sacándoos del mundo, por esto el mundo os odia… Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,19-20; +Mt 5,11-12). Y San Pablo: «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14).

Hoy no pocos cristianos estiman que debemos hacernos amigos del mundo, conciliándonos con él, cuanto sea posible, en «pensamientos y caminos» (cf. Is 55,8). Como si fuera posible. Pero la tesis es falsa, es mentira, y por tanto, es diabólica. Nuestra fe, directamente fundamentada en la Palabra de Dios, enseña y manda justamente lo contrario: «Adúlteros… Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).

Estas doctrinas chocan de frente contra la ideología hoy predominante en gran parte de la Iglesia: ustedes lo ven hace ya décadas. Pero siguen siendo verdaderas, y eso es lo único que nos vale. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). «Sabemos que somos de Dios, mientras que el mundo todo está bajo el Maligno» (1Jn 5,19), que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44).

(Cf. José María Iraburu, De Cristo o del mundo, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2013, 3ªed., 233 pgs.)

 

–Apocalipsis de Jesucristo

    Compuesto hacia el año 68, el libro de la Revelación de Jesucristo fue escrito como libro de Consolación y de exaltación del martirio. En efecto, para confortar a las Iglesias primeras, que estaban padeciendo ya los pri­meros zarpazos de la Bestia imperial ro­mana, y animar al martirio, mostrándolo como la gran victoria de Cristo en sus fieles. Ahora bien, siendo así que el mundo perseguirá siempre a la Iglesia, el Apocalipsis fue escrito para asistir y orientar en las pruebas de la historia a todas las Iglesias del pre­sente y del futuro, también a las de hoy (+Ap 2,11; 22,16.18).

    «El Apocalipsis es claramente un Evangelio», «un quinto Evangelio» (J-P, Charlier, OP, II,131. 224). Es una Buena Noticia que a los cristianos perseguidos les da Juan, «vuestro hermano y com­pañero de la tribu­lación, del reino y de la paciencia, en Jesús» (Ap 1,9). Por eso las biena­venturanzas jalo­nan este maravilloso texto revelado.

    Son bienaventurados los que leen y guardan las palabras de este libro (1,3; 22,7), los que permane­cen vigilantes y puros (16,15), los que mue­ren por el Señor (14,13), los que son in­vitados a las bodas del Cordero (19,9), y así entran para siempre en la Ciudad celeste con limpias vestiduras limpias (22,14).

Aunque no pocos puntos de este libro misterioso tienen difícil interpretación, sus revela­ciones fundamentales son muy claras, y sumamente importantes a la hora de situarse en el mundo según la fe, buscando la santidad, la perfección evangélica, con la fuerza y alegría de la esperanza. El mensaje fundamental del «Apocalipsis de Jesucristo» (1,1) es éste:

Desde la victoria de la Cruz, hay una opo­sición permanente y durísima entre Cristo y el Dragón infernal, entre la Iglesia y la Bes­tia mundana (Vat. II, GS 13b,37b), a la que ha sido dado poder en el siglo para perse­guir  a la descendencia de la Mujer coronada de doce estrellas. No debe, sin embargo, apode­rarse de los cristianos el pánico. La victoria es ciertamente de Cristo y de aquéllos que, en la fe y la paciencia, guardan su testimo­nio, si es preciso con el martirio.

   

–La Bestia del mundo moderno

    Si los intérpretes del Apocalipsis han reconocido generalmente los rasgos de la Bestia mundana en el Im­perio romano y en otros poderes mundanos semejantes de la época o posteriores, ¿cómo los cristianos de hoy no reconoceremos la Bestia maligna en los actuales Imperios ateizantes,que se empeñan en construir la Ciudad  del mundo sin Dios y contra Cristo?

    El Imperio romano era para los cristianos un perro de mal genio, con el que se podía con­vivir a veces, aunque en cualquier mo­mento podía morder, comparado con el tigre del Blo­que comunista o más aún con el león poderoso de los Estados occidentales após­tatas, cifra­dos en la riqueza y en una liber­tad humana sin Dios y sin Cristo, abandonada a sí misma por el liberalismo (+Ap 13,2.11). Para hacerse una idea de la ferocidad de cada una de las Bestias citadas, basta apre­ciar la fuerza histórica real que cada una de ellas ha mostrado para combatir y llevar a los cristianos a la apostasía. «Por sus frutos los conoceréis»

Es curioso. Los primeros apologistas cristianos –Justino, Atenágoras, Tertuliano–, en el mero he­cho de componer sus apologías, todavía manifiestan una cierta esperanza de que sus destinatarios, el em­perador a veces, atiendan a razones y depongan su hostilidad. Y es que los poderosos del mundo eran entonces paganos, pero no apóstatas. Los actuales, por el contrario, vienen de vuelta del cristianismo, y saben bien que gracias a que no creen o a que callan en la política su fe en Cristo, evitan la persecución y están donde están, en el poder mundano

    Hoy la Bestia mundana, comparada con sus primeras encarnaciones históricas, es in­comparablemente más poderosa y seductora, más inteligente en la persecu­ción de la Iglesia, tiene muchos más cóm­plices, también dentro de la Iglesia, y está mucho más determinada en hacer desaparecer de la tierra a los cristianos y toda huella de cristianismo.

 

–Una Bestia herida de muerte

    «¡Ay de la tierra y del mar! Porque el Diablo ha bajado a vosotras con gran furor, sa­biendo que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). En efecto, la Bestia secular, a pesar de su aparente prepotencia, está siempre conde­nada a una muerte más o menos próxima. No es Casa edificada sobre la roca, como la Iglesia en Cristo, sino sobre la arena, y está destinada por tanto a un derrumbamiento inevitable (Mt 7,26-27).

    El Cristo glorioso del Apo­calipsis se manifiesta en cambio sereno y domi­nador, siempre imponente y victorioso. Resucitado, vencedor del pecado, del mundo y del diablo, asciende al Padre, y con Él y el Espíritu Santo «vive y reina por los siglos». En la visión de Juan,

    «sus pies pa­recían como de metal precioso acrisolado en el horno; su voz como voz de grandes aguas; tenía en su mano derecha siete estre­llas [todas las Iglesias], y de su boca salía una espada aguda de dos filos» (1,15-16). En los momentos que su providencia elige, Cristo por sus ángeles o por sí mismo de­rrama las copas de la ira, hiere a los pa­ganos con la espada de su boca, captura a la Bestia, quiebra sus pies de arcilla, y la enca­dena por un tiempo, o la suelta por otro tiempo, o bien la arroja definitivamente con el falso pro­feta al lago de fuego inextinguible.

    Desde los sucesos de la Cruz y la resurrección, la Bestia diabólica, a pesar de todas sus prepotencias y prestigios mundanos, está condenada a muerte, y lo sabe: avanza inexorable­mente hacia ese abismo de absoluta condena. Sabe bien que a Cristo le «ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Y que Él, como Rey del mundo, actúa conti­nuamente como Salvador en la historia de la humanidad, obrando directamente o a través de sus ángeles y san­tos, o bien por la permisión providente de una cadena de causas malvadas, que son dejadas a su propia inercia siniestra.

 

La maldad da muerte al malvado

    En este mundo, el bien tiene ser, bondad y belleza, y por eso es durable. El mal, en cambio, a pesar de su aparato fascinante, apenas tiene ser, bondad ni au­téntica belleza, y está destinado necesariamente a la muerte: nihil violentum durabile. El mal por su propio pensamiento y paso camina a la ruina. «La maldad da muerte al mal­vado» (Sal 33,22).

    El Imperio comunista, por ejemplo, tan colosal y coherente en sí mismo, tan «irreversiblemente» instalado en el poder, tan capaz de durar para siempre y de apoderarse del mundo entero, tenía –como toda Bestia diabólica– los pies de hierro y barro, y no fue abatido a cañona­zos o por la invasión de fuerzas extranjeras o por la irrupción de ejércitos celestiales, no. Duró solamente «hasta que una piedra se desprendió, sin intervención humana, y chocó contra los pies de hierro y barro de la estatua, haciéndola pedazos» (Dan 2,33-34.41-42; +Ap 2,27). Esto sucedió en el año de gra­cia de 1989, reinando, como siempre, nuestro Señor Jesucristo. Y sin que ningún kremlinólogo lo hubiera previsto. A fines del 87, por ejemplo, invitados por Gorbachov, visitaron la Unión Soviética tanto fray Betto como Leonardo y Clovis Boff, grandiosos profetas del progresismo, que no queriendo ser los últimos cristianos, vinieron a ser los últimos marxistas. Pues bien, para los hermanos Boff aquélla era «una sociedad libre, limpia, donde uno no se siente perseguido» (sic). Si tardan un poco en salir de su pasmo admirativo y no abandonan la región, se les cae encima todo el Sis­tema comunista en su auto-derribo. Tuvieron suerte.

Lo mismo ha sucedido con todos los Imperios bes­tiales del mundo. Y lo mismo sucederá al monstruoso Le­viatán de las actuales democracias liberales, potentes propugnadoras del Nuevo Orden Mundial. Cuando la manipulación política y la permisividad liberal, cuando la confusión y el desorden de una sociedad partida en partidos, en facciones sistemáticamente hostiles entre sí; cuando el abuso, la corrupción, la destrucción del orden natural, la lujuria y la falta de hijos, lleven a ciertos límites la degradación de las na­ciones antes cristianas, y cuando a pesar de éstas y otras plagas que hoy apenas podemos imaginar, los hom­bres persistan en sus pecados y, más aún, «blasfemen contra Dios a causa de sus dolores y llagas, pero sin arrepentirse de sus obras» (Ap 16,11; +16,9.21), entonces la Gran Babilonia se verá con­sumida en el incen­dio de sus propios vicios.

Y todos los que la admiraban llorarán su ruina, eso sí, pru­dentemente, «desde lejos», llenos de estupor al ver cómo «de golpe» (18,21), «en una hora, ha sido arruinada tanta riqueza» (18,17). Allí una Bestia marxista, consumida por la miseria, se de­rrumbó en una hora; y aquí la Otra liberal y apóstata, podrida por las riquezas, la mentira y los peores vicios, que ahora son su orgullo, caerá también en una hora. Es igual. En uno y otro caso, la maldad da muerte al malvado.

 

–La victoria definitiva está próxima

    A Cristo resucitado y vencedor –que es «el que nos ama» (Ap 1,5), «el alfa y el omega, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso» (1,8)– le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, y todo está sujeto a su im­perio irresistible. No se escandalicen, pues, los fieles, despreciados y humillados por el mundo; no pierdan el ánimo ante las per­secuciones de la mala Bestia miserable, infiltrada incluso en la «Iglesia». Por el contrario, resistién­dose a la seducción de los Poderes y presti­gios mundanos, asistidos por la Santísima Trinidad y la Mujer de las doce estrellas, venzamos al mundo por la fe y la paciencia, guar­dando fielmente la Pala­bra divina y el testimonio de Jesús. Y por misericordia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, después de la muerte y de la última purificación necesaria, seremos conducidos a la Casa del Padre.

«Estos son los que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero… Ya no tendrán hambre, ni sed, ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a las fuentes de agua de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos» (7,14-17; +21,3-4). «Éstos son los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17).

La vic­toria final de Cristo está próxima. Bienaventurados, dichosos los fieles, llamados a las bodas del Cordero (19,9), pues en la Ciudad santa de Dios ya no reina la mentira y el pecado, ya no hay muerte ni llanto (21,3-4), ya que el Dios lumi­noso de la vida ha venido a ser todo en todas las cosas (1Cor 15,28).

Pronto, muy pronto, Cristo vencerá total y definitivamente al mundo. Es uno de los mensajes principales del Apocalipsis: «Revelación de Jesu­cristo… para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto» (Ap 1,1; +22,7; 2,16). «Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu co­rona» (3,12). «Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). «Sí, vengo pronto» (22,20).

«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron… Y oí una voz fuerte que decía desde el trono:… “Mira, hago nuevas todas las cosas”» (Ap 21,1.5). Es la misma voz fuerte del Señor Dios, que dijo al principio: «Hágase la luz, y hubo luz» (Gen1,3)… Sólo el Creador del mundo puede ser su Salvador.

José María Iraburu, sacerdote

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