–¡Defendiendo la confesionalidad cristiana del Estado!… Ya con esto puede usted darse por perdido.
–No será para tanto. Y en todo caso, perdiendo mi vida, al afirmar una verdad negada, es como la salvo y ayudo a otros.
Nos quieren hacer creer que la confesionalidad católica de los Estados es de suyo mala, o que al menos es siempre inconveniente. Pues bien, que digan eso los enemigos de la Iglesia, se entiende. Pero que nos vengan hoy unos teólogos, unos curas, unos laicos ilustrados, unos políticos católicos malminoristas, diciendo que de suyo el Estado confesional es malo, y que encima fundamenten su herejía alegando que ésa es la enseñanza del Concilio Vaticano II, es algo que no estoy, no estamos, dispuestos a consentir. Eso equivale a condenar lo que durante quince siglos o más ha sido historia de la Iglesia y enseñanza continua del Magisterio apostólico. Argumentaré en defensa de la verdad, primero, con el apoyo de la experiencia histórica, y en seguida, con la exposición de la doctrina de la Iglesia.
La gran Europa fue construída por Reinos confesionalmente cristianos, que reconocían a Cristo como Rey. Durante el milenio de Cristiandad, más o menos entre el 500 y el 1500, se formó la cultura europea, la que había de extenderse con mayor universalidad por los cinco continentes. Bajo Reyes cristianos, que reinaban «por la gracia de Dios», se construyeron las catedrales, y sus ábsides y pórticos de entrada estaban siempre presididos por el Pantocrator, el Señor del universo, nuestro Señor Jesucristo, Rey de las naciones de la tierra. La filosofía y la teología, la vida social y el arte, el derecho, la agricultura, las ciencias, fueron floreciendo un siglo tras otro. Comparados aquellos siglos con la época moderna, hay que reconocer que fueron siglos pacíficos, incomparablemente menos bélicos y homicidas. El número crímenes, de abortos y divorcios, de enfermedades psíquicas, de adicciones a la droga y de suicidios, era incomparablemente menor.
«Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados», afirmaba León XIII con toda verdad. El milenio de la Cristiandad europea fue una realidad histórica, y no pocas de sus huellas permanecen vivas y hermosas. Ahora bien, la calidad de un árbol se juzga por sus frutos (Mt 7,16-20).
«Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su virtud divina, había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes secundada por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados. Y el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer» (1885, enc. Immortale Dei, 9).
La Europa cristiana, bajo Cristo Rey, formó los siglos más altos de la historia humana, a pesar de todas las miserias que en ella se dieron, que nunca faltarán en este valle de pecadores. En nuestra época de apostasía predominante, aunque se hayan superado ciertos males –siempre con impulsos procedentes del cristianismo–, se dan males mayores, y no se alcanzan los grandes bienes que aquellos Estados confesionalmente católicos consiguieron para la gloria de Dios y el bien común temporal y eterno de los hombres. Señalo unos pocos libros que fundamentan con datos ciertos lo que afirmo yo aquí gratuitamente:
Dom Prosper Guéranger, Jésus-Christ, Roi de l’histoire, Association Saint-Jérôme 2005; Alfredo Sáenz, S. J., La Cristiandad, una realidad histórica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005; Francisco Canals Vidal, Mundo histórico y Reino de Dios, Scire, Barcelona 2005; Thomas Woods, Jr., Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela, Madrid 2007; George Weigel, Política sin Dios. Europa y América, el cubo y la catedral, Cristiandad, Madrid 2005; Luis Suárez, La construcción de la Cristiandad europea, Homolegens, Madrid 2008.
Y recordemos que, con una u otra forma de gobierno, las naciones de Europa fueron confesionalmente cristianas desde el 380 hasta el siglo XIX, al menos. Todavía la Constitución española de 1812, la constitución liberal de Cádiz, vigente por poco tiempo entre «todos los españoles de ambos hemisferios» (Art. 1), en su Capítulo II, De la religión, establece que «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas» (Art. 12).
Un buen número de Reyes cristianos fueron santos, y al mismo tiempo fueron hombres espirituales, laboriosos y prudentes, que gobernaron sus naciones de modo excelente, ayudados por Cortes compuestas de clérigos y nobles, pueblo, gremios y representantes de regiones. Conviene que la tropa actual de políticos anticristianos y cristianos malminoristas se enteren de ello. Reyes como San Luis de Francia, San Fernando de Castilla y San Esteban de Hungría, fueron incomparablemente mejores que los más prestigiosos gobernantes de la moderna política sinDios.
Recordemos que en la Edad Media fueron muy numerosos los laicos canonizados por la Iglesia, muchos más que ahora, sobre todo si descontamos los beatificados hoy a causa del martirio. Eran laicos un 25 % de los santos canonizados en los años 1198-1304, y un 27% en 1303-1431 (A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, Paris 1981). Y señalemos también que entre ellos hay un gran número de santos y beatos que fueron reyes y nobles. Y éste es un dato de la mayor importancia, si pensamos en el influjo que en aquel tiempo tienen los príncipes sobre su pueblo.
Recordaré algunos nombres. En Bohemia, Santa Ludmila (+920) y su nieto San Wenceslao (+935). En Inglaterra, San Edgar (+975), San Eduardo (+978) y San Eduardo el Confesor (+1066). En Rusia, San Wlodimiro (+1015). En Noruega, San Olaf II (+1030). En Hungría, San Emerico (+1031), su padre San Esteban (+1038), San Ladislao (+1095), Santa Isabel (+1031), Santa Margarita (+1270) y la Beata Inés (+1283). En Germania, San Enrique (+1024) y su esposa Santa Cunegunda (+1033). En Dinamarca, San Canuto II (+1086). En España, San Fernando III (+1252). En Francia, su primo San Luis (+1270) y la hermana de éste, Beata Isabel (+1270). En Portugal, Santa Isabel (+1336). En Polonia, las beatas Cunegunda (+1292) y Yolanda (+1298), Santa Eduwigis (+1399) y San Casimiro (+1484). También son muchos los santos o beatos medievales de familias nobles: conde Gerardo de Aurillac (+999), Teobaldo de Champagne (+1066), San Jacinto de Polonia (+1257), Santa Matilde de Hackeborn (+1299), Santa Brígida de Suecia (+1373) y su hija Santa Catalina (+1381), etc.
Puede decirse, pues, que en cada siglo de la Edad Media hubo varios gobernantes cristianos realmente santos, que pudieron ser puestos por la Iglesia como ejemplos para el pueblo y para los demás príncipes seculares. Pero dejando ya la historia, vengamos a los argumentos doctrinales. Y comencemos por el Catecismo de la Iglesia Católica:
«El deber de rendir un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Ésa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (Vat. II, DH 1c). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única religión verdadera, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica. Los cristianos están llamados a ser luz del mundo. La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas [se cita aquí: León XIII, enc. Immortale Dei; Pío XI, enc. Quas primas]» (2105).
El Concilio, como vemos, expresamente, mantuvo íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades, también de los Estados, para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo. Que una nación concreta esté o no en condiciones de cumplir con ese deber moral es una cuestión histórica cambiante; y a esa situación deberá la Iglesia ajustarse prudentemente. Pero si un Estado, por su tradición y por la condición religiosa de su pueblo, está en condiciones de cumplir con ese deber, debe cumplirlo, según el Concilio, pues ciertamente favorece así el bien común temporal y espiritual de la nación.
Niega la doctrina de la Iglesia quien considera que de suyo la confesionalidad cristiana de una nación es ilícita o siempre inconveniente. Y sin embargo, muy lamentablemente, ésta es hoy la opinión más común en los católicos, pastores y fieles. Es una tesis falsa, contraria a la enseñanza del Magisterio tradicional y del Vaticano II. En el Concilio, la Comisión redactora de la declaración Dignitatis humanæ sobre la libertad religiosa, precisando a los Padres conciliares el sentido del texto que habían de votar, afirmó que: «Si la cuestión se entiende rectamente, la doctrina sobre la libertad religiosa no contradice el concepto histórico de lo que se llama Estado confesional… Y tampoco prohibe que la religión católica sea reconocida por el derecho humano público como religión de Estado» (Relatio de textu emmendatu, en Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, Typis Polyglotis Vaticanis, v. III, pars VIII, pg. 463). El Vaticano II, por tanto, no prohibe ni exige la confesionalidad del Estado, cuya conveniencia dependerá de las circunstancias religiosas de cada país.
La colaboración entre el Estado y la Iglesia debe ser verdadera y asidua. Éste es un principio fundamental de toda la doctrina católica y también del Vaticano II: «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio campo. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo» (GS 76c). Esta colaboración Iglesia-Estado puede tomar formas constitucionales muy diversas. Concretamente, “en atención a las circunstancias peculiares de los pueblos", dice el decreto conciliar Dignitatis humanæ, aunque no se llegue a la confesionalidad, puede darse “a una comunidad religiosa determinada un especial reconocimiento civil en el ordenamiento jurídico de la sociedad” (6).
Es cierto que hoy la confesionalidad del Estado será muy rara vez conveniente, dado el pluralismo cultural y religioso de las sociedades actuales, y los errores naturalistas y liberales que han llegado a predominar en ellas. Por eso Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Ecclesia in Europa, escribe que «la Iglesia no pide volver a formas de Estado confesional. Y al mismo tiempo deplora todo tipo de laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas» (117). En efecto, fuera de algún caso muy singular –la República de Malta, por ejemplo–, hoy la confesionalidad cristiana de un Estado sólo podría imponerse con grandes violencias morales o físicas, y no podría mantenerse: «nihil violentum durabile». Sería por tanto gravemente perjudicial tanto para la Iglesia como para la sociedad civil. Pero otras formas, en cambio, de colaboración pueden ser convenientes, como los Concordatos, los Acuerdos o las leyes que establecen ciertos privilegios en favor de la Iglesia. Y también aquí, sobre esto último, se hace preciso verificar una gran verdad negada:
Los privilegios de la Iglesia en una nación cristiana son lícitos y convenientes. Dar al privilegio un sentido siempre peyorativo es falso, es un error que procede de otro error: de la mentalidad igualitaria, que en toda diferencia ve injusticia. Privilegium significa simplemente lex privata, una ley que el Estado dispone para un sector de la sociedad. No es fácil, por otra parte, distinguir netamente entre derechos y privilegios. La misma disposición legal que en un Estado es un privilegio puede en otro Estado ser un derecho, si la ley positiva lo reconoce para todos los ciudadanos. O por ejemplo, en unos Acuerdos Iglesia-Estado, en los artículos sobre la enseñanza, puede el poder civil reconocer unos derechos a la Iglesia y concederle unos privilegios en orden al bien común, sin que en cada caso sea siempre fácil distinguir lo uno de lo otro.
En todo caso, es justo, equitativo y saludable que se concedan derechos o/y privilegios a familias numerosas, discapacitados, viudas de guerra, ciertas minorías étnicas, fundaciones y organizaciones benéficas, etc., y por supuesto, a la Iglesia. Ciertamente, los privilegios, lo mismo que las leyes comunes, pueden establecerse en formas injustas y abusivas. Pero la evitación sistemática de privilegios constituiría en sí misma una grave injusticia, porque obligaría a dar tratos iguales a personas o grupos desiguales. Reconocer derechos propios o conceder ciertos privilegios, por ejemplo, al matrimonio y la familia es justo y necesario, especialmente cuando la disminución demográfica constituye un grave peligro. Dar a la unión homosexual los mismos derechos y privilegios que al matrimonio es una patente injusticia.
Es, pues, perfectamente justo que la Iglesia disponga en el Estado de ciertos privilegios, al menos en naciones con gran número de cristianos –subvenciones, exención de algunos impuestos, ayudas para la construcción de templos, etc.–. El lema «la Iglesia no quiere privilegios; solo necesita libertad», aunque suene bien, es una enorme estupidez. Es una falsedad y una injusticia. Si todos los grupos que tienen un verdadero valor social deben ser favorecidos por el Estado, la Iglesia es en no pocas naciones la comunidad social más numerosa y más benéfica. Esto lo entiende, por ejemplo, Nicolás Sarkozy (La República, las religiones, la esperanza, Gota a gota, Madrid 2006), pero no lo entienden los políticos cristianos malminoristas, una especie a extinguir.
Por otra parte, el Concilio declara que la Iglesia «no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición» (GS 77e). Es una decisión indudablemente prudente y necesaria, considerando la situación actual de la sociedad y de las instituciones políticas. Pero que no cambia en nada la doctrina católica sobre la legitimidad y posible conveniencia de los privilegios. Sigue la Iglesia considerando que aquellos privilegios ocasionalmente renunciados, eran derechos legítimamente adquiridos, y en su tiempo positivos y fecundos. Y por supuesto, sigue creyendo que algunos de ellos también son hoy justos, necesarios y benéficos en determinadas naciones.
Los políticos católicos deberán, pues, procurar hoy para la Iglesia aquellos derechos y privilegios que en su nación sean convenientes, si es que quieren de verdad que Cristo reine sobre la nación, aunque sea en forma injustamente limitada. Han de conseguir para la Iglesia y sus miembros condiciones especialmente favorables en diversos campos –templos y otros locales apropiados, colegios y universidades privadas, asociaciones benéficas, fundaciones no lucrativas, ayuda personal y material a países pobres, actividades familiares educativas y recreativas, medios de comunicación, etc.– Un entreguismo derrotista y vergonzante lleva en ocasiones a que, por ejemplo, la Iglesia sea peor tratada por el Estado que ciertos colectivos minoritarios e ideológicos.
Cito un caso penoso y bien significativo. La Democracia Cristiana de Italia, en casi cincuenta años de gobierno, nunca encontró el momento adecuado para conseguir una ley que financiara la educación privada. Y en esta gravísima cuestión no se trataba de conseguir un privilegio, sino un mero y simple derecho de los padres a no pagar dos veces para dar enseñanza católica a sus hijos; una vez al Estado y otra al Colegio o a la Universidad de su elección. Y es que los cristianos políticos que no procuran para la Iglesia los privilegios que merece y necesita, tampoco consiguen los derechos que se le deben. Ni lo intentan.
José María Iraburu, sacerdote
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