La Santa Madre Iglesia, en la Liturgia de las Horas, nos da para cada día en el Oficio de Lectura una maravillosa antología de textos espirituales de todas las épocas. Hoy, domingo XIX del Tiempo Ordinario, la lectura es de Santa Catalina de Siena (1347-1380).
Caterina Benincasa, penúltima de 25 hermanos, terciaria dominica, vivió siempre en su casa familiar, que era al mismo tiempo un gran taller de tintes de pieles. Una de las más altas contemplativas de la historia de la Iglesia, estigmatizada, analfabeta, es sin embargo autora del Diálogo sobre la divina providencia, recitado por ella en su mayor parte estando en éxtasis y escrito diligentemente por algunos incaterinati –hijos suyos espirituales– hábiles en estenografía. Del Diálogo (cp. 4,13) es el texto que sigue.
[El amor de Dios providente por sus criaturas]
«Dulce Señor mío, vuelve generosamente tus ojos misericordiosos hacia este tu pueblo, al mismo tiempo que hacia el cuerpo místico de tu Iglesia; porque será mucho mayor tu gloria si te apiadas de la inmensa multitud de tus criaturas, que si sólo te compadeces de mí, miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. Y ¿cómo iba yo a poder consolarme, viéndome disfrutar de la vida al mismo tiempo que tu pueblo se hallaba sumido en la muerte, y contemplando en tu amable Esposa las tinieblas de los pecados, provocadas precisamente por mis defectos y los de tus restantes criaturas?
«Quiero, por tanto, y te pido como gracia singular, que la inestimable caridad que te impulsó a crear al hombre a tu imagen y semejanza no se vuelva atrás ante esto. ¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Pero reconozco abiertamente que a causa de la culpa del pecado perdió con toda justicia la dignidad en que la habías puesto.
«A pesar de lo cual, impulsado por este mismo amor, y con el deseo de reconciliarte de nuevo por gracia al género humano, nos entregaste la palabra de tu Hijo unigénito. Él fue efectivamente el mediador y reconciliador entre nosotros y tú, y nuestra justificación, al castigar y cargar sobre sí todas nuestras injusticias e iniquidades. El lo hizo en virtud de la obediencia que tú, Padre eterno, le impusiste, al decretar que asumiese nuestra humanidad. ¡Inmenso abismo de caridad! ¿Puede haber un corazón tan duro que pueda mantenerse entero y no partirse al contemplar el descenso de la infinita sublimidad hasta lo más hondo de la vileza, como es la de la condición humana?
«Nosotros somos tu imagen, y tú eres la nuestra, gracias a la unión que realizaste en el hombre, al ocultar tu eterna deidad bajo la miserable nube e infecta masa de la carne de Adán. Y esto, ¿por qué? No por otra causa que por tu inefable amor. Por este inmenso amor es por el que suplico humildemente a tu Majestad, con todas las fuerzas de mi alma, que te apiades con toda tu generosidad de tus miserables criaturas».
* * *
Analfabeta y Doctora de la Iglesia… Estas cosas sólo ocurren en la Iglesia Católica, en la que el Señor del cielo y de la tierra oculta su sabiduría a los sabios orgullosos y la revela a los humildes pequeños (Lc 10,21).
Conocemos muy bien la vida de Catalina porque su director espiritual, el Beato Raimundo de Capua (+1399) la escribió con sumo cuidado y precisión, como testigo de su vida exterior y conocedor perfecto de su vida interior (Santa Catalina de Siena, Ed. Hormiga de Oro, Barcelona 1993, 317 pgs.). Y también la conocemos a través de innumerables cartas suyas, en las que da altísima doctrina espiritual a personas muy diversas: frailes y monjas, madres y padres de familia, soldados, poetas, comerciantes, como también a Obispos, Cardenales, príncipes civiles o eclesiásticos (Epistolario de Santa Catalina de Siena, Ed. San Esteban, Salamanca 1982, vols. I y II, 1332 pgs.).
Analfabeta y Doctora de la Iglesia… Precisemos: analfabeta hasta pocos antes de morir, porque el Señor mismo le enseñó a escribir. Ella lo cuenta en una larga Carta a Fray Raimundo de Capua, de la Orden de Predicadores (Cta. 272: 10-11 octubre 1377). Siempre había escrito por algún un amanuense amigo.
«Esta carta la he escrito de mi mano en la localidad de la Rocca [de los Salimbeni] entre muchos suspiros y lágrimas, mientras el ojo, viendo no veía. Yo estaba admirada de mí misma y de la bondad de Dios al considerar su misericordia y providencia con las criaturas racionales. Ésta se volcaba sobre mí, ya que para consuelo me había dado y otorgado la facultad de escribir, estando privada de tal consuelo, pues yo no sabía [hacerlo] por mi ignorancia... Así durmiendo, comencé a aprender. Perdonadme el escribir demasiado, porque las manos y la lengua se hallan de acuerdo con el corazón. Jesús dulce, Jesús amor».
Estas cosas sólo ocurren en la Iglesia Católica.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.–En la portada de InfoCatólica, en el recuadro Conferencias de espiritualidad que hay en la columna derecha, pinchando en Liturgia de las Horas, se accede a todos los textos del Oficio de lectura.
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