(737) Iglesias descristianizadas (21), por no predicar la penitencia (3)
Catedral de lo Ángeles, EE.UU. - Murales de John Nava (1947-)
Pido al lector… Mejor: Pido al Señor que conceda a los lectores de este artículo paciencia, esperanza y amor a la verdad, de modo que, asistidos por el Espíritu Santo, puedan leer este artículo, que tan grandes verdades de la fe contiene. Es un don que Dios quiere hacerles.
–La expiación por el pecado
Gran verdad de la fe, que hoy es apenas predicada y conocida
La necesidad de expiar por el pecado ha sido siempre comprendida por la conciencia religiosa de la humanidad, ya desde sus formas más primitivas. Pero aún ha sido mejor comprendida por los cristianos, con solamente mirar a Cristo en la cruz. «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros», por salvarnos (Rm 6,8).
«Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,19-20)
¿Dejaremos que Él solo, siendo inocente, expíe por nuestros pecados o participaremos de su crucificada expiación? El hijo pródigo, cuando vuelve con su padre, quiere ser tratado como un jornalero más (Lc 15,18-19), y Zaqueo, al convertirse, da la mitad de su bienes a los pobres, y devuelve el cuádruplo de lo que a algunos hubiera defraudado (19,8). Está claro: hay espíritu de expiación en la medida en que hay dolor por el pecado cometido. Hay deseo de suplir en la propia carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) en la medida en que hay amor a Jesús crucificado.
Es un gran honor el que Dios nos concede, dándonos la posibilidad de expiar por el pecado, gracias a Cristo, que nos ha hecho miembros de su Cuerpo. Un niño, un loco, no pueden satisfacer (satisfacere, hacer lo bastante, reparar, expiar) por sus culpas: a éstos se les perdona sin más. Pero la maravilla del amor de Dios hacia nosotros es que nos ha concedido la gracia de poder expiar con Cristo por nuestros pecados y por los de toda la humanidad.
Por supuesto que nuestra expiación de nada valdría si no se diera en conexión con la de Cristo. Pero hecha en unión a éste, tiene valor cierto, y nos configura a Él en su pasión. Como dice Trento: «Al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo» (Rm 5,10; 1Jn 2,1s), «y de quien viene toda nuestra suficiencia» (2Cor 3,5). Verdaderamente, no es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados tal que no sea por medio de Cristo Jesús, en el que satisfacemos «haciendo frutos dignos de penitencia» (Lc 3,8), que de él tienen su fuerza, por él son ofrecidos al Padre, y por medio de él son aceptados por el Padre» (Denz 1692).
–La expiación es castigo
En todo pecado hay una culpa que le hace merecer al pecador dos penalidades: una pena ontológica (se emborrachó, y al día siguiente se sintió enfermo), y una pena jurídica (se emborrachó, y al día siguiente perdió su empleo). Los cristianos al pecar contraemos muchas culpas, nos atraemos muchas penalidades, y nos hacemos deudores de no pocas penas jurídicas o castigos, que nos vendrán impuestas por Dios, por el confesor, por el prójimo o por nosotros mismos.
El bautismo quita del hombre toda culpa y toda pena temporal o eterna. Quita también la pena jurídica por completo, pero no necesariamente la pena ontológica (un borracho, bautizado, sigue con su dolencia hepática). Ahora bien, la penitencia, incluso la sacramental, borra del cristiano toda culpa, pero no necesariamente toda pena, ontológica o jurídica (STh III,67, 3 ad 3m; 69,10 ad 3m; 86,4 in c.et ad 3m). Por eso el ministro de la penitencia debe imponer al penitente una expiación, un castigo. Y por eso es bueno también que el mismo cristiano expíe, imponiéndose penas por sus pecados y los del mundo.
Santo Tomás enseña que «aunque a Dios, por parte suya, nada podemos quitarle, sin embargo el pecador, en cuanto está de su parte, algo le sustrajo al pecar. Por eso, para llevar a cabo la compensación, conviene que la satisfacción quite al pecador algo que ceda en honor de Dios. Ahora bien, la obra buena, por serlo, nada quita al sujeto que la hace, sino que más bien le perfecciona. Por tanto no puede realizarse tal substracción por medio de una obra buena a no ser que sea penal. Y por consiguiente para que una obra sea satisfactoria, es preciso que sea buena, para que honre a Dios, y que sea penal, para que algo se le quite al pecador» (STh Sppl. 15,1).
–La expiación es medicina
La contrición quita la culpa, pero la satisfacción expiatoria ha de sanar las huellas morbosas que el pecado dejó en la persona. Esta función de la penitencia tiene una gran importancia para la vida espiritual. En efecto, por medio de actos buenos penales la expiación tiene un doble efecto medicinal: 1.–sana el hábito malo, con su mala inclinación, que se vio reforzado por los pecados, y 2.–corrige aquellas circunstancias y ocasiones exteriores proclives al mal que en la vida del pecador se fueron cristalizando como efecto de sus culpas. En una palabra, la expiación ataca las raíces mismas que producen el amargo fruto del pecado (STh Sppl. 12,3 ad 1m; +III,86, 4 ad 3m). Y adviértase aquí que la misma contrición tiene virtud de expiar, pues rompe dolorosamente el corazón culpable.
La perfecta conversión del hombre requiere todos los actos propios de la penitencia. No basta, por ejemplo, que el borracho reconozca su culpa, tenga dolor de corazón por ella, y propósito de no emborracharse otra vez. La conversión (la liberación) completa de su pecado exige además que expíe por él con adecuadas obras buenas y penales (por ejemplo, dejando en absoluto de beber en Cuaresma), que le sirvan de castigo y también de medicina. Sólo así podrá destruir en sí mismo el pecado y las consecuencias dejadas por el pecado. Dicho de otro modo: Cristo salva a los pecadores de sus pecados no solamente por el reconocimiento del mismo, por la contrición y el propósito, sino también dándoles la gracia de la expiación penitencial. Por lo demás, notemos que en cualquier vicio arraigado, por ejemplo, en el que bebe en exceso, no es posible pasar del abuso al uso, sino a través de una abstinencia más o menos completa y duradera.
–El cristiano está destinado a la expiación porque es sacerdote en Cristo, y por serlo, en el sacrificio eucarístico, ofrece la sangre de Cristo en expiación por sus propios pecados y por los de todo el mundo. En efecto, Jesucristo es a un tiempo sacerdote y víctima, y en la cruz ofreció su vida «por todos, para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Y el cristiano, al participar de Cristo en todo, como miembro de su Cuerpo, participa ciertamente de este sacerdocio victimal (Lumen Gentium 10,34), y «completa» con la expiación de su propia sangre lo que falta a la pasión de Cristo para la salvación de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). En San Pablo se revela esta verdad grandiosa con grandiosa elocuencia:
«Cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, Cristo murió por los pecadores». Y así «Dios probó [demostró, garantizó] su amor por nosotros, en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros… Siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5,8-10).
Y el propio Cristo nos enseña: «Yo os he dado ejemplo para que vosotros también hagáis como yo he hecho» (Jn 13,15). Por tanto, «amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen» (Mt 5,44). Ofreced continuamente vuestras vidas como expiación por los pecados vuestros, de vuestros amigos y de vuestros enemigos.
Pío XII: Es preciso que «todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el Sacrificio Eucarístico; y eso de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, y ofrezcan con Él aquel sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan también a sí mismos. Jesucristo, en verdad, es sacerdote… y es víctima… Pues bien, aquello del Apóstol,’’tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo’’ (Flp 2,5), exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, en fin, que todos nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz junto con Jesucristo, de modo que podamos decir como S. Pablo: ‘’Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo’’ (Gál 2,19)» (enc. Mediator Dei 1947, 22).
–¿Cuáles son los modos fundamentales de participar de la pasión de Cristo, y de expiar con él por los pecados propios y del mundo? El modo fundamental, desde luego, es la participación en la Eucaristía. Pero además de ello, hay tres vías fundamentales: las penas de la vida, las penas sacramentales impuestas por el confesor, y las penas procuradas por uno mismo en la mortificación. Así lo enseña Trento:
«Es tan grande la largueza de la munificencia divina que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para castigar el pecado [penas de mortificación] o por las penas impuestas a juicio del sacerdote según la medida de la culpa [penas sacramentales], sino que también –lo que es máxima prueba de su amor– por los azotes temporales que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente [penas de la vida]» (Dz 1693; +1713).
–Penas de la vida
El cristiano participa de la cruz de Cristo aceptando las penas de la vida, enfermedad, sufrimientos morales, decadencia psíquica y física, problemas económicos, fatiga, prisa, trabajo duro, convivencia difícil, inseguridad, ignorancia, impotencia, muerte. Las penas de la vida son las más permanentes, desde la cuna hasta el sepulcro; las másdolorosas, mayores sin duda que cualquier penalidad asumida por iniciativa propia; las más humillantes, las que con elocuencia implacable nos muestran nuestra condición inerme de criaturas; las más providenciales, pues son inmediatamente regidas por la amorosa providencia de Dios; las másvoluntarias, aunque pueda parecer otra cosa, pues su aceptación las hace realmente nuestras, y requiere actos muy intensos de la voluntad; y en fin, las más universales, ya que todos los hombres, conozcan o no a Jesucristo, todos las llevan de uno u otro modo sobre sus hombros.
Hay grados muy diversos en la aceptación de la cruz. Pues bien, dice el Vaticano II, «recuerden todos que con el culto público y con la oración, con la penitencia y la libre aceptación de los trabajos y desgracias de la vida, con la que se asemejan a Cristo paciente (2 Cor 4,10; Col 1,24), pueden llegarse a todos los hombres y ayudar a la salvación del mundo» (AG 16g).
Así como veneramos la cruz de Cristo, la besamos y ponemos en ella la esperanza de nuestra salvación, veneremos nuestra propia cruz, y conozcamos bien la virtualidad santificante que tiene para nosotros y para el mundo. Sepamos que la cruz nuestra es cruz de Cristo, pues somos sus miembros. Veamos en cada sufrimiento –incluso en aquellos que nos los hemo echado encima culpablemente– un peldaño en la escala ascendente hacia el cielo. Oremos y esforcémonos por aceptar y ofrecertodos y cada uno de nuestros sufrimientos.
–La fe nos da aceptación y paciencia ante el dolor; nos hace reconocer que tendríamos que sufrir mucho más, y que el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10).–La esperanza nos hace sufrir con buen ánimo (Rm 8,18; 2Cor 4,17-18). Y sobre todo –la caridad nos da vivir la alegría de compartir la cruz con Cristo (Hch 5,41; Gál 6,14; Col 1,24; 1Tes 1,6; 1Pe 4,13). Los Apóstoles insisten mucho en la afirmación de esta gran verdad. Y los santos.
Santa Teresa. «Vuestra soy, para Vos nací. - ¿Qué mandáis hacer de mí? - Dadme muerte, dadme vida, - dad salud o enfermedad, - honra o deshonra me dad, -dadme guerra o paz cumplida, - flaqueza o fuerza a mi vida, - que a todo diré que sí. - ¿Qué queréis hacer de mí?
–Algunos piensan que las penas impuestas, no pueden ser voluntarias ni meritorias. Ven, por ejemplo, el mérito de un ayuno voluntario, pero no ven el posible valor de cruz de una pobreza que hace necesario el ayuno. Es un error muy grave. Identifican la acción libre, voluntaria, con la acción espontánea, realizada por propia iniciativa. Dejan así sin explotar la mina preciosísima de los sufrimientos diarios, como si fueran materia sin valor. Olvidan que la cruz de Cristo fue «una pena de la vida», «una pena impuesta», no espontáneamente decidida por él, sino aceptada con un acto absoluta y máximamente voluntario (Jn 10,17-18; 14,31).
–Algunos temen que la aceptación del dolor les lleve a una pasividad cobarde y estéril, y así justifican indirectamente su rebeldía contra la providencia de Dios, como si los males se vencieran mejor desde la amargura y el victimismo. El cristiano tiene en las penas la paz de la aceptación, y con paz y buen ánimo trabaja por superarlas. No hay en ello contradicción alguna: un enfermo, por ejemplo, con el buen ánimo de la aceptación, debe tratar de curarse. No hay contradicción… Incluso si a veces sabe que fue su voluntad culpable la que se atrajo esa pena. Y con buen ánimo se curará antes. Los médicos siempre lo dicen.
–Otros, más o menos conscientemente, ven el sufrimiento como un mal absoluto, contra el cual todo es lícito: cualquier medio –el aborto o el divorcio, el terrorismo, la guerra o la huelga salvaje– todo es lícito si, al menos a corto plazo, muestra alguna eficacia para neutralizar la cruz. Esta es una atroz negación del Evangelio. «Nunca hagamos el mal para que venga el bien», aunque venga sobre nosotros ignominia, ruina o muerte. Venzamos siempre «el mal con el bien» (Rm 3,8; 12,21).
–En fin, otros hay que aceptan las penas limpias, pero no las sucias. Es decir, están dispuestos a aceptar aquellas penas que no proceden de culpa humana –una sequía, un terremoto–; pero se rebelan contra las que vienen de pecados –injusticias, calumnias, egoísmos, abusos–. Ante males así, amargura y sufrimiento eternos. Y así sucede que el mismo que puede dormir con el ruido de la calle, queda insomne por el ruido de la casa, aunque sea menor, porque éste le indigna, y aquél no. Y la misma mujer que sufre con paciencia que su hermana no pueda ayudarle en la casa porque está enferma, se desespera si ésta no le ayuda por pereza e irresponsabilidad.
Pues bien, todos –todos– los sufrimientos de la vida, sucios o limpios, deben ser cristianamente aceptados como cruz que son de Cristo. Lo que, por supuesto, no implica rendirse ante el mal causado por Prójimo egoísta, el Banco, la Clínica , la Empresa o por lo que sea. Nuestra cruz es cruz de Cristo (Mt 25,42-45; Hch 9,1-5). Y toda cruz, limpia o sucia, debe ser tomada cada día, para seguir fielmente a Jesús (Lc 9,23; 14,27).
Ninguna cruz en la Historia ha sido tan criminal y sucia como la de Cristo, pero Él la hizo voluntariapor la aceptación, para salvar al mundo al precio de su sangre. Y ciertamente podría haberla rechazado, concretamente en la hora del prendimiento. «¿Crees tú que no puedo invocar a mi Padre y me enviaría en seguida más de doce legiones de ángeles?» (Mt 2,53).
–Penas sacramentales
El acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento «hace participar de forma especial de la infinita expiación de Cristo, y por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos» (Poenitemini 42). Por eso el confesor, al imponer la penitencia, puede añadir esta formidable oración:
«La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados y premio de vida eterna» (NRP 104). Todo ello nos indica que las penitencias sacramentales, bien aplicadas, pueden tener un influjo sumamente benéfico sobre la vida espiritual del cristiano y de sus prójimo.
Por otra parte, en el sacramento, «el objeto y la cuantía de la satisfacción deben acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare, el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo renueve la vida» (NRP 6; +Trento 1551: Dz 1692).
En la práctica, la aplicación de esta norma resulta difícil, sobre todo cuando el confesor no conoce personalmente a los penitentes, que es lo más frecuente: teme que una penitencia severa, enérgicamente medicinal, pueda resultar inconveniente o suscitar una reacción negativa. Por otra parte, los que necesitarían penitencias más graves suelen ser los menos capaces de asumirlas, y los que están más dispuestos, los que menos las merecen. Por eso el Episcopado Español propone que la obra penitencial expiatoria, «sin quitar nada al valor de ser impuesta por el ministro, pueda ser sugerida por el penitente o considerada por ambos» (Orientaciones 65, anexas a NRP). De este modo, además, las mortificaciones privadas pueden ser elevadas a la dignidad y eficacia de las penas sacramentales, que tienen especial fuerza para unir a la pasión de Cristo.
A veces hoy las penas sacramentales son meramente simbólicas, pues no hay proporción alguna entre la culpa y la pena, ni ésta tiene especial condición medicinal. Este proceder más cómodo es infiel a la voluntad expresa de la Iglesia. Es una deficiencia que está justificada cuando median circunstancias pastorales como las que aludíamos; pero es injustificable cuando procede de una falta de fe en el valor espiritual de la expiación.
En este sentido, las levísimas, casi inexistentes, penas que en nuestra época se imponen en el sacramento de la penitencia, contrastan notablemente con el peso y la fuerza medicinal de las penitencias aplicadas en la antigüedad, en la edad media, en el renacimiento y mantenidas por la Tradición hasta hace no mucho. Y esto hace pensar que la espiritualidad cristiana actual padece un déficit grave en la captación del misterio de la cruz y de la expiación cristiana por el pecado.
–Penas procuradas (mortificación) para expiación propia o del prójimo
El cristiano expía con Cristo por los pecados asumiendo por iniciativa propia ciertas penalidades, que afligen alma o cuerpo, es decir, «con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (Pablo VI, Poenitemini 59).
El Magisterio eclesial sobre el culto al Corazón de Jesús ha expresado en nuestro tiempo, entre otras grandes verdades, con especial fuerza esta necesidad de la mortificación voluntaria. Sin duda, «entregarse por completo a la voluntad de Dios» y «tolerar con paciencia las penalidades que sobrevinieren» lleva en sí la penitencia fundamental; pero es preciso además «castigarse espontáneamente» (Pío XI, enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20,1928, 176).
Y esa multiforme expiación espontánea implicará por ejemplo, entre otras cosas, «mortificaciones externas del cuerpo», «abstenerse, aunque cueste, de cosas agradables», «de los espectáculos, de los juegos públicos y de las delicias del cuerpo, aun de las lícitas» (enc. Caritate Christi: Pío XI, 1933). Ésta ha sido siempre, por otra parte, la doctrina de la Iglesia, y muy universalmente predicada y practicada en la Cuaresma y otros momentos penitenciales de la Iglesia.
San Agustín decía: «El pecado no puede quedar impune, no debe quedar impune, no conviene, no es justo. Por tanto, si no debe quedar impune, castígalo tú, no seas tú castigado por él» (ML 38,139). Es la doctrina de Trento (Dz 1713), la de Juan XXIII en la encíclica Pænitentiam agere (1-VII-1962), la del concilio Vaticano II sobre los laicos (SC 105a; 110a; OT 2e; AG 36c) y especialmente sobre sacerdotes y religiosos (CO 33b; PO 12, 13, 16, 17; PC 7, 12b; AG 24, 40b). Y es también la enseñanza espiritual de la Liturgia de la Iglesia, cuando, por ejemplo, en los prefacios cuaresmales, nos habla del «ayuno corporal» o de las «privaciones voluntarias».
La impugnación doctrinal de la mortificación voluntaria, hoy no infrecuente, apenas fue conocida en la antigüedad. Puede decirse que comenzó en Lutero, y en el s. XVII la continuó también, bajo otras premisas muy diversas, Miguel de Molinos:
«La cruz voluntaria de las mortificaciones es una carga pesada e infructuosa, y por tanto hay que abandonarla» (Denz2238). Trento condenó el error de los que dicen que «en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es solamente la nueva vida» (1713).
Otros hay que únicamente impugnan la mortificación corporal, como si ésta implicara un dualismo antropológico hostil al cuerpo. Quienes así piensan son, precisamente, los que en realidad se ven afectados de una mala antropología dualista, como si el hombre fuera el alma, y el cuerpo algo ajeno y accidental, que no se hubiera implicado en el pecado ni en sus consecuencias.
«La verdadera penitencia –dice Pablo VI con más verdad– no puede prescindir en ninguna época de la ascesis física; todo nuestro ser, cuerpo y alma, debe participar activamente en este acto religioso. Este ejercicio de mortificación del cuerpo –ajeno a cualquier forma de estoicismo– no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario», considera al cuerpo unido al alma, y no como objeto extraño a ésta (Poenitemini 46-48).
–Por otra parte, todos los santos se han mortificado con penas voluntarias. Cristo, al comienzo de su vida pública, se retiró al desierto cuarenta días, en oración y ayuno total (Mt 4,1-2; como lo hizo Moisés, Dt 9,18). Y el Espíritu de Jesús ha iluminado y movido a todos los santos para que hicieran mortificaciones voluntarias, a veces durísimas.
Santa Teresa comenzó a mortificarse con mucho miedo, pensando que «todo nos ha de matar y quitar la salud. Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada y sin valer nada. Vi claro que en muchas [cosas], aunque yo de hecho soy harto enferma, era tentación del demonio o flojedad mía; y que después que no estoy tan mirada y regalada, tengo mucha más salud» (Vida 13,7). Así, con grandes expiaciones penitenciales, han querido siempre vivir los santos, bien unidos a la cruz de Cristo. Y así han querido morir: San Pedro de Alcántara murió de rodillas, según nos cuenta la misma Santa (27,16-20), como también consta de San Juan de Dios. Y San Francisco de Asís quiso morir desnudo, postrado en tierra (Celano, II Vida 217). En fin, no acabaríamos si hiciéramos memoria de las penitencias de los santos cristianos. Y probablemente nuestros relatos no serían suficientes para persuadir a quienes se atreven a pensar que todos los santos estaban equivocados.
El Código de Derecho Canónico reciente afirma que «todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad, y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia» (1983, c. 1249).
La Conferencia Episcopal Española (7-VII-1984) precisó:
«A tenor del canon 1253, se retiene la práctica penitencial tradicional de los viernes del año, consistente en la abstinencia de carnes; pero puede ser sustituida, según la libre voluntad de los fieles, por cualquiera de las siguientes prácticas recomendadas por la Iglesia: lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Santa Misa, rezo del rosario, etc.) y mortificaciones corporales. En cuanto al ayuno, que ha de guardarse el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, consiste en no hacer sino una sola comida al día; pero no se prohibe tomar algo de alimento a la mañana y a la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos».
(Nota.–En la entidad común del género humano, cuando en una ley se ofrecen tantas y tan variadas posibilidades de cumplimiento, normalmente la ley desaparece. No es tenida en cuenta.)
–Oración, ayuno y limosna
La Iglesia ha visto siempre «en la tríada tradicional oración-ayuno-caridad la formas fundamental para cumplir con el precepto divino de la penitencia» (Poenitemini 60). Nuestro Señor Jesucristo enseñó en el Sermón del Monte, corazón de su evangelio, cómo hay que orar, ayunar y hacer limosna (Mt 6,1-18). Es doctrina clásica, enseñada en el Catecismo de la Iglesia (1434-1435; +2443-2449) y frecuente en las oraciones de la Liturgia:
«Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que nos otorgas remedio para nuestros pecados por medio del ayuno, la oración y la limosna, mira con amor a tu pueblo penitente, y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (Or. 3 Dom. cuaresma).
Grande la sagrada Escritura, siempre enseñó el valor penitencial de la ascética triada: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; +Jdt 8,5-6; Dan 10,3; Lc 2,37; 3,11). Jesucristo, en su gran penitencia en el desierto, confirma esta tradición ascética (Mc 1,13; +Ex 24,18), y la enseñó, como hemos visto, en el sermón del monte. En la Iglesia antigua, de hecho, oraciones, ayunos y limosnas vienen a formar el marco fundamental de la vida evangélica (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2. 4. 31; 13,2-3; 14,23; 1Cor 9,25-27; 2Cor 6,5; 11,27).
Los Padres apostólicos exhortan igualmente a los fieles para que desarrollen sus vidas dentro de esas coordenadas penitenciales que hacen posible al hombre la verdadera metanoia (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comparación 5,3; +San Justino, I Apología 61,2).
La enseñanza de los Padres de la Iglesia se muestra de modo excelente en este texto de San León Magno:
«Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas [a la penitencia], según hemos recibido. Pues por la oración se busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne, por las limosnas se perdonan los pecados (Dan 4,24). Al mismo tiempo, por todas estas cosas se restaura en nosotros la imagen de Dios, si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación, y si constantemente procuramos la sustentación del prójimo. Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de Dios y nos hace inseparables del Espíritu Santo. Porque en las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la benignidad» (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4: BAC 291, 1969, 48; +4ª,1; Hom. 10ª cuaresma; San Juan Crisóstomo: PG 51,300).
Padres y Concilios dieron forma comunitaria a la vida del pueblo cristiano con oraciones (las Horas), ayunos (días penitenciales) y limosnas (diezmos y primicias), considerando que ese triple ejercicio establece el espacio espiritual más favorable para el crecimiento de la vida en Cristo. Juan Pablo II hace notar que «oración, limosna y ayuno han de ser comprendidos profundamente. No se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-III-1979; +21-III-1979).
–El ayuno es restricción del consumo del mundo, es privación del mal, y también privación del bien, en honor de Dios. Hay que ayunar de comida, de gastos, de viajes, de vestidos, lecturas, noticias, relaciones, moviles digitales, espectáculos, actividad sexual (1Cor 7,5), de todo lo que es ávido consumo del mundo visible, moderando, reduciendo, simplificando, seleccionando bien.
En el más estricto sentido de la palabra, la vida cristiana ha de ser una vida elegante, es decir, que elige siempre y en todo. Lo contrario, justamente, de una vida mundanizada, obligada en todo por los condicionamientos sociales de la época, en la que las necesidades, muchas veces falsas, y las pautas conductuales, muchas veces malas, son impuestas por el ambiente. Y por eso únicamente en esta vida elegante del ayuno se puede desarrollar en plenitud la pobreza evangélica.
–La oración hace que el hombre, liberado por el ayuno de una inmersión excesiva en el mundo, se vuelva a Dios, Creador del cielo y de la tierra, Salvador del mundo, y lo mire y contemple, lo escuche y le hable, lea sus palabras y las medite, se una con él sacramentalmente. Para el hombre atracado de criaturas, olvidado de Dios, sin un enérgico ejercicio del ayuno –el que sea– no es posible la oración; es el ayuno del mundo lo que hace posible el vuelo de la oración. Un pájaro no puede levantar el vuelo si sus alas están embarradas. Y a la contra: sin oración, sin amistad con el Invisible, no es psicológica ni moralmente posible reducir el consumo de lo visible. Es la oración la libera al hombre de la mundanización, posibilitándole el ayuno y penitencia.
–La limosna, finalmente, hace que el cristiano se vuelva al prójimo, le conozca, le ame, le escuche, y le preste ayuda, consejo, presencia, dinero, casa, compañía, afecto. Pero difícilmente está el hombre disponible para el prójimo si no está libre del mundo y encendido en Dios. El cristiano sin oración, cebado en el consumo de criaturas, no está libre ni para Dios por el ayuno, ni para los hombres por la limosna. Está preso, está perdido, está muerto.
Ya se ve, pues, por doctrina de Cristo y por la experiencia, cómo oración, ayuno y limosna se posibilitan y exigen mutuamente; forman un triángulo perfecto, en el que cada uno de los tres lados sostiene a los otros dos, y que abarca la vida del cristiano en todas sus dimensiones. Estos son los tres consejos evangélicos más adecuados para fomentar la vida de perfección en los laicos consagrados por el bautismo. Por la triada penitencial se produce la conversión perfecta del hombre a Dios y la completa expiación por los pecados.
San Pedro Crisólogo (406-450) decía: «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (ML 52,320).
Santo Tomás de Aquino (1224-1274) enseña la penitencia, la conversión a la plena unión con Dios, por esta triple vía:
«La satisfacción por el pecado debe ser tal que por ella nos privemos de algo en honor de Dios. Ahora bien, nosotros no tenemos sino tres clases de bienes: bienes de alma, bienes de cuerpo, y bienes de fortuna o exteriores. Nos privamos de los bienes de fortuna por la limosna; de los bienes del cuerpo porel ayuno; en cuanto a los bienes del alma no conviene que nos privemos de ellos ni en cuanto a su esencia, ni disminuyéndolos en cantidad, ya que por ellos nos hacemos gratos a Dios; lo que debemos hacer es entregarlos totalmente a Dios, y esto se hace por la oración» (STh Sppl 15,3).
–La penitencia hoy, apenas predicada y conocida
Al menos si la comparamos con otras épocas de la Iglesia. En una alocución notable, Pablo VI, comentando la ley renovada de la penitencia, decía:
«No podremos menos de confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta, pues constituye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza, nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en generalfalta la persuasión [de su necesidad]. ¿Por qué razón hemos de entristecer nuestra vida cuando ya está llena de desventuras y dificultades? ¿Por qué, pues, hemos de imponernos algún sufrimiento voluntario añadiéndolo a los muchos ya existentes?… Acaso inconscientemente vive uno tan inmerso en un naturalismo, en una simpatía con la vida material, que hacer penitencia resulta incomprensible, además de molesto» (28-II-1968). Porque no se predica la penitencia, no hay disposición para vivirla debidamente; y no hay disposición porque tres fuertes cadenas –demonio, mundo y carne– sujetan al hombre en su pensamiento y acción.
El diagnóstico es muy grave, porque sin la penitencia queda distorsionada gravemente toda la espiritualidad cristiana, hasta quedar irreconocible. ¿No estará aquí la enfermedad más grave del cristianismo actual?
López Ibor, analizando El dolor en el mundo moderno, en su obra El descubrimiento de la intimidad, afirma que «la apetencia del hombre moderno es la de ser dichoso, buscando la dicha en la evitación del dolor y no en la profundización de su existencia» (Madrid, Aguilar 1958, 260). Y en la misma línea, F. J. J. Buytendijk (El dolor…, Rev. de Occidente, 1958, 20), observa que
«el hombre moderno se irrita contra muchas cosas que antes admitía serenamente. Se indigna contra la vejez, contra la enfermedad larga, contra la muerte, pero desde luego contra el dolor. El dolor no debe existir… Se ha originado una algofobia que en su desmesura se ha convertido en una plaga y tiene por consecuencia una pusilanimidad que acaba por imprimir su sello a toda la vida»…
* * *
Las Iglesias que silencian la tríada penitencial se descristianizan
Hoy son muchas, sobre todo en Occidente. Bien sabemos hasta qué punto la sociedad actual dificulta el ayuno, estimulando sin cesar al hombre a un consumo de criaturas cada vez más ávido y cuantioso; cómo dificulta la oración, alejando de Dios el mundo secular, captando la atención del hombre de mil maneras, distrayéndole de Dios, y haciéndole gastarse en un activismo vacío; y cómo dificulta la limosna, al haber centuplicado sus “necesidades”, y cegado sus fuentes, que son la oración y el ayuno.
Pues bien, «si alguno tiene oídos, que oiga» (Mc 4,23). Esta es la palabra de Jesús: «Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y amplio el camino que llevan a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué angosta es la puerta y que estrecho el camino que llevan a la vida! Y qué pocos dan con ellos» (Mt 7,13-14).
No ha cambiado el Señor de idea. La liberación de los cristianos quiere hacerla hoy Jesucristo, como siempre, por el camino de la penitencia, en oración, ayuno y caridad. No hay otro camino para salir de Egipto, atravesar el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. No hay otra salida para los cristianos empantanados en el mundo. Es lo de siempre: «Si no hiciereis penitencia, todos igualmente moriréis» (Lc 13,3.5).
Palabra de Cristo.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o Apostasía
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