(736) Iglesias descristianizadas (20), por no predicar la penitencia (2)

 

Atendamos primero a la amplia definición que da Juan Pablo II de la penitencia en su encíclica Reconciliatio et Poenitentia (2.12.1984).

«El término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos. Si la relacionamos con metánoia [cambio de mente], al que se refieren los sinópticos, entonces —penitencia significa el profundo cambio de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino (Mt 4,17; Mc 1,15). Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia (Mt 16, 24-26; Mc 8,34-36; Lc 9,23-25); toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, —hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, –para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla (Mt 16,24-26; Mc 8,34-36; Lc 9,23-25); –para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo (Ef 4,23ss); –para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual (1Cor 3,1-20); –para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo (Col 3,1ss).

La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (nº 4).

No menciona aquí el Papa, aunque sí en la encíclica, un acto propio de la penitencia, la expiación por los pecados propios, acto necesario para consumarla. Se ve su necesidad, por ejemplo, en que el último paso del sacramento de la penitencia es justamente «la penitencia» que impone el sacerdote al penitente. 

Como nos ha dicho el Papa, «el término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos». Y nos los ha descrito. Pero la Penitencia es una virtud propia, y estudiando sus actos fundamentales podremos conocerla con perfiles más claros.

 

–La virtud de la penitencia

Existe la virtud específica de la penitencia, que como dice San Alfonso Mª de Ligorio, «tiende a destruir el pecado, en cuanto es ofensa de Dios, por medio del dolor y de la satisfacción» (Theologia moralis VI,434; +STh III,85). La substancia de esta virtud es ei amor a Jesús Crucificado, que siendo inocente de todo pecado, dió su vida para expiar por nosotros; y que nos dio su gracia para que nosotros, que sí somos pecadores, participemos de su Cruz, es decir, de su expiación por nuestros pecados personales y de los de todo el mundo.

La virtud de la penitencia constituye una gran virtud especial, que está integrada por varios actos propios.  En efecto, aunque el bautismo perdona los pecados, persiste en el cristiano esa inclinación al mal que se llama «concupiscencia», la cual «no es pecado, pero procede del pecado y al pecado inclina» (Trento 1546: Denz 1515). En este sentido, todo cristiano es pecador, y en el ejercicio de cualquier virtud hallará una dimensión penitencial, ya que le hace volverse a Dios. Y también en este sentido, todas las virtudes cristianas son penitenciales, pues todas tienen fuerza y eficacia para causar y acrecentar la conversión.

(Nota.–Diré de paso que actualmente las palabras pecado y pecador se han evitado en gran medida de las oraciones, predicaciones y cantos cristianos. En algunos casos, como en el Avemaría, se mantienen (ruega por nosotros, pecadores), pero se ha disminuido notablemente su frecuencia en los textos o en su uso, como en el Acto penitencial de la Misa (yo confieso… que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión; por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa). Se emplean hoy otras fórmulas penitenciales eufemísticas, menos expresivas y estimulantes del arrepentimiento, que se añaden a esa fórmula tradicional, y que de hecho en gran medida la «sustituyen». Así sucede cuando el ordinario de la Misa del Novus Ordo ofrece formas que funden el Acto penitencial con los tres Kyries, de tal modo que debillita en Acto penitencial y hace que el Kyrial tradicional pierda su propia identidad litúrgica, que es antiquísima, como se comprueba al ver que la Iglesia latina lo mantiene en griego).

Examinemos ya los actos fundamentales de la penitencia, que precisan la verdad de su ser.

 

1.–Examen de conciencia

El examen de conciencia hay que hacerlo en la fe, mirando a Dios. «Cada uno debe someter su vida a examen a la luz de a palabra de Dios» (Nuevo Ritual de la Penitencia, 384). El hombre –avaro, soberbio, murmurador, prepotente, perezoso–, cuanto más pecador es, menos conciencia suele tener de su pecado. Si mirase más a Dios y a su enviado Jesucristo, si recibiera más luz del evangelio y de la vida y enseñanzas de los santos, conocería mucho mejor sus miserables deficiencias, y más aún: las vería en relación a la misericordia divina. Por eso la liturgia del sacramento de la penitencia pide: «Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia» (NRdeP,84).

Santa Teresa explica esto muy bien. «A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes. Hay dos ganancias en esto: la primera, está claro que una cosa parece blanca muy blanca junto a la negra, y al contrario, la negra junto a la blanca; la segunda es porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y dispuesto para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios, y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias es mucho inconveniente. Pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí aprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y se ha de ennoblecer el entendimiento, y el propio conocimiento no hará [al hombre] ratero y cobarde» (1Moradas 2,9-11).

Y sigue diciendo: Cuando el alma llega a verse iluminada en la alta oración contemplativa, «se ve claramente indignísima, porque en pieza a donde entra mucho sol no hay telaraña escondida; ve su miseria… Se le representa su vida pasada y la gran misericordia de Dios» (Vida 19,2). «Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara; si da en él, se ve que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación: antes de estar el alma en este éxtasis le parece que trae cuidado de no ofender a Dios y que, conforme a sus fuerzas, hace lo que puede; pero llegada aquí, que le da este Sol de Justicia que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría volver a cerrar… se ve toda turbia. Se acuerda del verso que dice: “¿Quién será justo delante de ti?” (Sal 142,2)» (Vida 20,28-29).

Cuando el examen de conciencia se hace mirando a Dios en Cristo, el pecador ve su pecado no simplemente como falla personal, sino como ofensa contra Dios. Y lo más valioso: ve siempre su negrura en el fondo luminoso de la misericordia divina.

El examen, como vemos, hay que hacerlo –a la luz de la fe, mirando a Dios, pues si uno lo hace mirándose a sí mismo, será como asomarse a mirar en un pozo bien oscuro. Y mirando a Cristo, ha de hacerse también –en la caridad, actualizando ésta intensamente, pues sólo amando mucho al Señor, podrá ser advertida la gravedad de las faltas, por mínima que sea. (Como alguien, pinchando con un alfiler las piernas del Crucificado, si falla la caridad, pensara que ese horror era cosa mínima: el pinchacito de un alfiler). El examen ha de hacerse –en la abnegación de la propia voluntad, pues ésta influye en el juicio, y en tanto permanezca asida a su mal, no nos dejará verlo como malo. –En la humildad, ya que el soberbio o vanidoso es incapaz de reconocer sus pecados, es incorregible, mientras que sólo el humilde, en la medida en que lo es, está abierto a la verdad, sea cual fuere. –En la profundidad, no limitando el examen a un recuento superficial de actos malos, sino tratando de descubrir sus malas raíces, cuál es la causa más profunda de esas resistencias habituales a la gracia. (Una joven, por ejemplo, que se acusa siempre en confesión de su mal genio, sin saber que continuará en tanto se resista a aceptar su soltería prolongada). Así realizado, el examen de conciencia, como práctica diaria o frecuente, unido a la confesión frecuente, –como en el Canon 664 la Iglesia se establece para los religiosos–, ayuda mucho al crecimiento espiritual.

 

2.–Contrición                     

La contrición hay que procurarla en la caridad, mirando a Dios. Es el acto fundamental de la penitencia. «Contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). Cuanto más encendido el amor a Dios, más profundo el dolor de ofenderle. Pedro, que tanto amaba a Jesús, después de negarle tres veces, «lloró amargamente» (Lc 22,61-62)… Dios quiere, mirando por nuestro bien, que los pecadores lloremos nuestros pecados: «Convertíos a mí –nos dice–, en ayuno, en llanto y en gemido; rasgad vuestros corazones» (Joel 2,12-13). El que poco ama al Señor, poco se duele por haberle ofendido. Capta más su pecado como fracaso personal, como causa de perjuicios y penalidades, que como ofensa del Salvador. Si Cristo llora por el pecado de Jerusalén (Lc 19,41-44), ¿cómo no habremos de llorar los pecadores nuestros propios pecados?

 El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El concilio de Trento la define así:                                                                      

«La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento [de la penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del sacramento, que en ella se incluye».

«La atrición, por su parte, «se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que sólamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el peniten­te el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia» (Trento 1551: Denz 1676-1678).

Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado, quizá dándolo por supuesto, y centrar la atención casi exclusivamente en el examen de conciencia. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al sacramento, y en modo alguno se debe omitir su actualización intensa, distraído quizá en hacer sólo el recuento de sus faltas, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlas. Pero el mayor error es que no duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso so­cial, como ocasión de perjuicios y complicaciones. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.  

La oración de petición es la más eficaz a la hora de activar el examen de conciencia y la contrición. Hay que pedirla, como se pide en la Liturgia «la gracia de llorar nuestros pecados» (orac. Santa Mónica 27-VIII) Pedirla mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad lejos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas:eso es lo que nos descubre el horror de nuestros pecados. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.

Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo apasionado, oscuro, falso, demoníaco. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo, voluntario y consciente, personal y profundo, donde más verdaderamente se expresa en qué estado se ve cada uno. Y cuando la contrición es muy intensa, no solamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: cuando tras la ofensa, la reconciliación es intensa en dolor y en amor sinceros, quedan más unidos que antes. La riña no rompió nada.

 

3.–Propósito de enmienda

El propósito penitencial es un acto de esperanza, que se hace mirando a Dios. Él es quien nos dice: «Vete y no peques más» (Jn 8,11). Él es quien nos levanta de nuestra postración, y quien nos da su gracia para emprender una vida nueva.

Gran tentación para el hombre es verse pecador y considerarse irremediable. Tras una larga experiencia de pecados, de impotencia para el bien, al menos para el bien más perfecto; tras no pocos años de mediocridad aparentemente inevitable, va posándose en el fondo del alma, calladamente, el convencimiento de que «no hay nada que hacer», «lo mío no tiene remedio». De este lamentable abatimiento –falta fe en la fuerza de la gracia de Dios, falta fe en la fuerza de la propia libertad asistida por la gracia­– sólo puede sacarnos la virtud de la esperanza: «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; +Jer 32,27). Muchos propósi­tos no se cumplen, pero son muchos más los que ni se hacen. Falta fe y esperanza.

Los propósitos han de ser firmes, prudentes, sinceros, bien apoyados en Dios, y no en las propias fuerzas. Han de ser altos, audaces: «Aspirad a los más altos dones» (1Cor 12,31). Toda otra meta sería inadecuada para el cristiano, para el hijo de Dios, que no está hecho para andar, sino para volar.

San Agustín: «La vida entera de un buen cristiano se reduce a un santo deseo… Imagínate que quieres llenar un recipiente y sabes que la cantidad que vas a recibir es abundante; extiendes el saco o el odre o cualquier otro recipiente, piensas en lo que vas a verter y ves que resulta insuficiente; entonces tratas de aumentar su capacidad estirándole. Así obra Dios: haciendo esperar, amplía el deseo; al desear más, aumenta la capacidad del alma y, al aumentar su capacidad, le hace capaz de recibir más. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos colmados. En esto consiste nuestra vida: en ejercitarnos a fuerza de deseos. Pero los santos deseos se activarán en nosotros en la medida en que cortemos nuestro deseo del amor del mundo. Lo que ha de llenarse, ha de empezar por estar vacío» (Sources Chrétiennes 75,230-232) .

Los propósitos no deben ser excesivamente vagos y generales (en adelante voy a rezar más), que en realidad a nada concreto comprometen. A ciertas perso­nas les cuesta mucho dar forma a su vida, asumir unos compromisos concretos. Les gusta andar por la vida sin un plan, sin orden ni concierto, a lo que salga, según el capricho, la gana o la circunstancia ocasional. Y esto es malo para la vida espiritual. Pero tampoco conviene hacer propósitos excesivamente determinados, pues «el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

El propósito, como acto intelectivo («proponer» una obra mentalmente, según la fe), responde a la naturaleza inteligente del hombre, y es conforme a su modo natural de obrar. Pero entendido como acto volitivo («decidir»: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año, y negociaremos y lograremos buenas ganancias», Sant 4,13), aunque intente obras espirituales en sí mismas buenas, puede presentar resistencias a los planes de Dios, que muchas veces no coinciden con los nuestros («no sabéis cuál será vuestra vida de mañana, pues sois humo, que aparece un momento y al punto se disipa», 4,14). Otra cosa es si el propósito, aun siendo volitivo, es claramente hipotético, condicionado absolutamente a lo que Dios quiera y disponga («En vez de esto debíais decir: Si el Señor quiere y vivimos, haremos esto o aquello», 4,15). Lo de Santa Teresa: «Decid dónde, cómo y cuándo; / decid, dulce Amor, decid. / ¿Qué mandáis hacer de mí?»

El cristiano carnal quiere vivir el bien, pero según su propia voluntad, controlando su vida espiritual, andando con mapa, por un camino claro y previsible. Y muchas veces Dios dispone que sus hijos vayan llevados de su mano, sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia, lo que implica un no pequeño despojamiento personal. Ya se ve que, con la gracia de Dios, hay que matar al cristiano carnal, para que deje vivir el cristiano espiritual.

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En el próximo artículo continuaré, si Dios quiere, el estudio de la Penitencia en su 4º acto fundamental, que es la Expiación, clave decisiva para la conversión del cristiano. Y de la cual apenas hay actualmente noticia alguna en las Iglesias descristianizadas.

  

José María Iraburu, sacerdote

 

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