(720) Iglesias descristianizadas (4) por malas doctrinas promovidas (3). J. R. Flecha - Moral

 En el artículo anterior informé sobre una Colección de Manuales, Sapientia Fidei, publicados por la Conferencia Episcopal Española. De esta Colección, hice una recensión crítica de la Cristología (nº 24) de Olegario González de Cardedal. Hoy sigo con otro autor de la misma Colección, del que recensiono dos libros.

 

José Román Flecha Andrés (1941-)

-Sacerdote de la diócesis de León. Fue catedrático de Teología Moral en la Universidad Pontificia de Salamanca. Y Decano de Teología en 1990-1993 y 2002-2005. En la misma Universidad fue nombrado Director en 1998 del Instituto de Estudios Europeos y Derechos Humanos.    

 –Teología moral fundamental

BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 8, Madrid 1997, 367 pgs.

 Las dificultades del profesor Flecha para hallar el fundamento de la Teología Moral Fundamental son tan grandes, que no logra superarlas en 367 páginas, aunque según el título del libro ésa es la finalidad de la obra.

 –Dios y el alma. La Iglesia enseña que la moral católica ha de fundamentarse en Dios y en la naturaleza de su imagen, el hombre, que es unidad de un cuerpo y de un alma, infundida ésta por Dios en su su concepción (Catecismo 355-366). La Congregación de la Fe, a este propósito, recuerda que

«la Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina sin embargo que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-05-1979; +Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios 8).

Flecha no emplea en su obra el término «alma».Y si trata brevemente del hombre como imagen de Dios, no lo hace para fundamentar la moral (149-150).

 

Ley natural. La Iglesia fundamenta la moral del hombre en las leyes naturales, pues sabe que están puestas por el Creador. Pero como dice el Vaticano II, «la forma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana, según el designio de su sabiduría y de su amor» (Dignitatis humanæ 3; +Juan Pablo II, Veritatis Splendor 43-53, concretamente 44).

Pero tampoco esta fundamentación es válida para Flecha, según parece, para fundamentar la Teología Moral. Más bien estima que «se ha olvidado con frecuencia la circunstancia concreta de la persona y las formulaciones morales se han encarnado así en principios abstractos únicos, objetivados e inmutables» (247).

El error principal radica, a su juicio, en que esta moral apela «a una “naturaleza” humana, común e invariable, como base para el encuentro ético. Se trata con frecuencia de una naturaleza entrevista a través de filtros reduccionistas» (134ss).

La naturaleza, la Creación de Dios, arguye Flecha, da una base en la práctica muy ambigua para fundamentar la moral, porque las maneras de entender esa naturaleza «se encuentran ineludiblemente sujetas al ritmo de la historia y de la cultura», e incluso «la misma aproximación hermenéutica a los contenidos noéticos de la fe varían notablemente de un momento a otro de la historia» (138).

Pero una vez que Flecha señala esas deficiencias reales o presuntas, no logra superarlas, ni lo intenta, como podría hacerlo refiriéndose a «la razón iluminada por la Revelación divina y por la fe» (Veritatis Splendor 44). Más bien parece considerar inviable esa vía.

 

Sagrada Escritura, mandamientos. También halla Flecha grandes dificultades para fundamentar la Teología moral en la Sagrada Escritura, el Decálogo y demás mandamientos de la Ley divina revelada. «Los preceptos morales que encontramos en la Biblia –todos o algunos de ellos– parecen depender de la cultura del tiempo y el espacio en que nacieron» (77).

 

–¿Una ética cívica universal, entonces? ¿Dónde, pues, habrá que ponerse el fundamento de la teología moral? ¿Será posible fundamentarla en el consenso de una ética civil? Flecha entiende que «en esa situación, la ‘ética civil’ constituye la apelación a lo más valioso, libre y liberador de las conciencias ciudadanas» (141). Y afirma así, citando a Marciano Vidal:

«La ética civil pretende realizar el viejo sueño de una moral común para toda la humanidad. En la época sacral y jusnaturalista del pensamiento occidental, ese sueño cobró realidad mediante la teoría de la “ley natural". Con el advenimiento de la secularidad y teniendo en cuenta las críticas hechas al jusnaturalismo, se ha buscado suplir la categoría ética de la ley natural con la de ética civil. Esta es, por definición, una categoría moral secular» (Retos morales en la sociedad y en la Iglesia, Estella 1992, 60; cf. Moral de actitudes, I, Madrid 19815, 135-75) (141).

Y sigue diciendo Flecha: «Si por ética civil se entiende un mínimo axiológico consensuado y regulado por la legislación, para que la sociedad plural pueda funcionar de forma no sólo pragmática sino humana, la fe cristiana no puede ni debe mostrar reticencias a su llegada» (140).

Error. La fe cristiana, por supuesto, puede y debe mostrar su rechazo a fundamentar la moral en una ética civil de consenso, que ignore la Revelación divina y que prescinda incluso de la ley natural [por ejemplo, una ley civil que promueva un «derecho» universal al aborto, y que quizá sea también financiadora del mismo], Previendo Flecha serias objeciones a esta enseñanza, se ve obligado a dar «un toque de atención ante un uso minimalista de esa apelación» a la conciencia ciudadana de una ética civil (139-140).

 

La conciencia. ¿Cómo, pues, y dónde podrá la conciencia de las personas fundamentar la moral? ¿Ajustando previamente la conciencia a alguna Ley divina o natural?… El profesor Flecha no entiende que la función primaria de la conciencia sea la aplicación al caso concreto de una norma moral objetiva y universal. Por eso mismo, insiste poco en la necesidad de formar la conciencia adecuadamente en la verdad y la rectitud. Más bien estima que

«habrá que subrayar la autonomía de la conciencia moral, su carácter humanizador, y reivindicar para ella un cierto espontaneísmo que, desde el discernimiento de los valores que entran en conflicto en una determinada situación, supere el rígido esquema intelectualista que fue habitual hasta este siglo» (288-289). Esta herética solución parece unirse a lo que Edward Schillebeeckx venía propugnando sobre la moral de situación:

«Tenemos que poner hoy el acento en la importancia de las normas objetivas tanto como en la necesidad de la creatividad de la conciencia y del sentido de las responsabilidades personales» (Dios y el hombre, Sígueme, Salamanca 1968, cp.7, C,II, p. 357) .

Estamos en un campo de falsedad. La expresión «creatividad de la conciencia» suena bien, pero es notablemente falsa. La conciencia no crea leyes o valores, sino que interpreta y aplica al caso concreto una norma moral divina, natural, preexistente. En todo caso, nunca el discernimiento moral puede ser «creado» ad casum por una «conciencia creativa» (Veritatis splendor 55).

 

Los valores. ¿Pero, entonces, esa «ética civil», basada en el testimonio de «las conciencias», no adolecerá inevitablemente de relativismo y de subjetivismo arbitrario, así como de frecuentes cambios históricos y contradicciones? ¿No habrá de sujetarse la conciencia a la orientación de ciertos valores estables?

Flecha pretende, por supuesto, escapar de esas dificultades señaladas, que son obvias. Él quiere alcanzar una objetividad para la moral. Pero no consigue fundamentos válidos para ello. Apela a la majestad de ciertos valores éticos (213), pero no alcanza a verse esa «majestad» si estos valores no aparecen bien fundamentados en Dios, en Cristo, en la Palabra divina, en el alma, en la naturaleza. Notemos que en la misma página en la que trata de valores objetivos (233), reconoce también que en su aspecto epistemológico son variables (233), «tienen un carácter histórico y cambiante» (234). ¿Entonces?…

Desolación.

 

Conflictos de valores. Así las cosas, cómo no, serán inevitables los conflictos de valores, que la conciencia del hombre habrá de resolver. Y la clave para la solución de estos posibles, previsibles y en cierto modo necesarios dilemas habrá de darse en la búsqueda de la felicidad (¡…!)

«Es precisamente en relación al anhelo humano de felicidad donde adquiere su final consistencia la apelación a los valores de la ética» (235).

Decepcionante e indignante.

 

Densa y continua oscuridad. Este manual del profesor Flecha sobre Teología Moral Fundamental es sumamente complejo y oscuro de pensamiento, increíble en una Colección de Manuales (Sapientia Fidei) promovida por una Conferencia Episcopal. En más de 350 páginas (¡¡…!!), dando continuamente «una de cal y otra de arena», no consigue el profesor Flecha fundamentar una Teología de Moral Fundamental, que sea válida para cristianos, y ni siquiera para paganos.

La ambigüedad al parecer es deliberada. Hay en esta obra una metodología sistemática de ambigüedades. La posición subjetivista del autor se capta claramente, aunque él se esfuerza en no declararla abiertamente. Siguiendo el modo de pensamiento oscilante, puede decirse que casi todas las afirmaciones ambiguas o erróneas del texto podrían ser salvadas leyéndolas con una mente muy bien formada, con muy buena voluntad –y con mucha paciencia–.

Y por otra parte, rara será en este libro la afirmación ambigua o falsa que el autor no pueda justificar alegando sobre el mismo tema otra afirmación verdadera, hecha en distinto lugar de su libro. Podría él así aducir cientos de citas de su obra para demostrar con textos bien claros, que la lectura que aquí hemos hecho de su Manual es tendenciosa.

 

–No es fácil, por ejemplo, entender cómo pueda conciliarse lo que el autor enseña sobre la autonomía de la conciencia y lo que la Iglesia enseña sobre los «actos intrínsecamente malos», doctrina que él mismo se ve obligado a recordar en otro lugar (198-200).

–Tampoco sabríamos asegurar qué es lo que realmente enseña Flecha sobre «la especificidad de la ética cristiana» (135-138), es decir, cómo entiende «la relación entre la ética cristiana y las éticas seculares» (145). Pues, por una parte, dice que

«afirmar que el cristianismo no aporta un contenido moral categorial distinto del que ellas ofrecen –o pueden ofrecer–… es afirmar la sana autonomía de lo creado y la posibilidad de la razón natural para acceder a la bondad» (145).

Parece ser, a juicio de Flecha, que «el cristianismo no aporta un contenido categorial distinto» al que las éticas naturales ofrecen o pueden ofrecer. Pero según eso, se pone en duda la novedad del Evangelio, por el que se revelan mensajes morales que en modo alguno el hombre adámico podría haber conocido por sí solo. Se devalúa así a Cristo Maestro, a la novedad de la fe, que se alza muy por encima de las luces de la razón, y que es una «obediencia» intelectual (1Pe 1,22). El Evangelio (la fe sobrenatural) va mucho más allá del Decálogo (la razón natural). Por eso Flecha, contradiciéndose a sí mismo, se ve obligado a decir que también el cristianismo  aporta nuevas revelaciones sobre la verdad moral:

«Junto a la identidad categorial y la diversidad transcendental, es necesario subrayar la novedad de la confessio christologica […En efecto] Jesús, el Cristo, Palabra e icono de Dios, es también revelación e imagen, histórica pero definitiva, del verdadero esse y del auténtico operari del hombre» (136).

¿En qué quedamos?…

 

Quedamos ante una «Teología» Moral apenas cristiana. La Teología Moral Fundamental que propone Flecha es una Ética no cristiana. No es, desde luego, una moral fundamentada en la fe. Ahora bien, el fundamento de toda Moral cristiana es precisamente la fe: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17; +Hab 2,4; Gál 3,11; Heb 10,35).

¿Será, quizá, que Flecha no está pretendiendo propiamente una Teología moral fundamental, sino sólo una Ética, una Filosofía moral fundamental? A veces parece que por ahí va su pensamiento. Pero no es éste el título de su obra.

El capítulo III, Orientaciones bíblicas para la Teología Moral (75-114) queda aislado dentro del conjunto de su obra (360 pgs.). La vida moral cristiana considerada en sus coordenadas más importantes: la participación en el misterio pascual de Cristo –participación en su cruz y en su resurrección–, la oración de súplica, la expiación por el pecado, la necesidad absoluta de la gracia, la imitación de Dios Padre como hijos, la configuración a Jesucristo, Nuevo Adán, etc., aunque sean aludidas en algún momento, no logran, ni lo intentan, fundamentar esta oscura Teología Moral Fundamental.

 Después de todo, Flecha presenta la relación entre la Religión y la Ética como algo de suyo problemático. Unas veces «la Religión invade el campo de la Ética», y otras «es la Ética la que parece sustituir a la confesión religiosa» (125)… De nuevo el autor –en este caso, después de haber presentado el problema–, no alcanza en su obra a armonizar Religión y Ética (125-128). Ni lo intenta.

 

Conclusión. La Teología Moral Fundamental de José Román Flecha no es, en modo alguno, un Manual de teología admisible en una Serie de Manuales de Teología católica. Prescinde en grado importante de los anteriores Manuales católicos sobre el tema –en orden, definiciones y contenidos–, y pretende al parecer formular una moderna fundamentación de la Teología Moral Fundamental; pero, de hecho, con sus ambigüedades y relativismos, colabora eficazmente a la descristianización de sus lectores y de aquellas Iglesias locales que estén débiles en la fe.

* * *

Moral de la persona

BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 28, Madrid 2002, 304 pgs.

El manual Moral de la persona, del profesor Flecha, debería titularse más bien Moral de la sexualidad, pues a este tema se limita el estudio de la obra. El título del libro queda decepcionado, pues, en el texto. Pero la obra es coherente con el pensamiento, arriba recensionado, que ya ha expresado cinco años antes en su Teología moral fundamental  (1997). No hay sorpresas.

La doctrina del profesor Flecha sobre la moral de la sexualidad choca con frecuencia con la doctrina de la Iglesia; cosa que nada tiene que extrañar, dada su previa Teología moral fundamental. Para que ese choque sea poco ruidoso, el procedimiento suele ser siempre el mismo. Al entrar en un tema, primero expone y afirma la doctrina de la Iglesia. Y en seguida admite excepciones, males menores, gradualidades, conflictos de valores, actitudes personales de conciencia y otros principios de evaluación moral devaluativa que, en la práctica, vienen a anular la doctrina católica primeramente enseñada.

 

–La masturbación se opone, ciertamente, a la verdad del sexo (197-198), pero…

«sin embargo, en esa frustración de la evolución armónica de la personalidad puede existir un proceso de gradualidad, como en todos los ámbitos de la responsabilidad moral. En éste, como en tantos otros problemas, no se puede hacer una valoración abstracta de la masturbación» (198).

¿Qué querrá decir el autor con la última frase? Por supuesto que sobre la masturbación, o sobre cualquier otro tema de moral, se pueden, se deben establecer y se establecen valoraciones abstractas, normas morales objetivas y estables. Que, por supuesto también, habrá que aplicar al caso concreto del modo que la moral católica enseña.

Pero el autor, al parecer, no ve tanto la masturbación como un pecado, sino como un retraso en la maduración psicológica. Y una perspectiva semejante parece prevalecer en él cuando trata otros desórdenes de la sexualidad.

 

La homosexualidad. No es justificable el comportamiento homosexual (216-218). Pero también aquí hay que decir que «la persona ha de tender al ideal moral»; y eso exige un proceso gradual:

«A la persona que se ve implicada en una actividad homosexual habrá que recordarle, por ejemplo, que en su condición, la fidelidad a una pareja estable implica un mal menor que la relación promiscua, indiscriminada y ajena a todo compromiso afectivo. Será preciso subrayar, también aquí, las posibilidades y exigencias de la ley de la gradualidad» (218).

 

Las relaciones prematrimoniales son consideradas reprobables por el autor. Pero ya en el primer párrafo de su «juicio ético» –¡en el primer párrafo!– se apresura a advertir que ha de distinguirse «la moralidad objetiva de las mismas y la eventual responsabilidad y culpabilidad de las personas implicadas» (236). Las circunstancias y las actitudes de las personas implicadas pueden ser en esto muy diversas y exigen, por tanto, «una diferente evaluación moral» (239). Por otra parte, la culpabilidad será

«en éste, como en muchos otros casos, podría ser aplicable la “ley de la gradualidad"» (cf. Familiaris consortio 34), que, por cierto –añado yo– no es reductible a una «gradualidad de la ley»… Por tanto, «será necesario subrayar que la madurez de la pareja se alcanza de forma progresiva y gradual» (239).

Por otra parte, la culpabilidad aumenta si en esas uniones no hay amor real.

«Por el contrario, puede haber personas que vivan una experiencia de amor único, definitivo que no puede ser formalizado públicamente. Esas situaciones-límite habrán de ser tratadas con la metodología tradicional de la Teología Moral Fundamental […] escapan a la normalidad de las situaciones» (240).

En vano buscaremos explicados en la Teología Moral Fundamental del mismo autor «los métodos tradicionales» por los que «habrán de ser tratadas esas situaciones-límite» [?]. ¿Qué haremos, entonces?… Muy deseable sería que el profesor Flecha acabara de expresar aquí su pensamiento en problema moral tan grave. Tan grave y tan frecuente, no obstante ser, como dice, una «situación-límite».

Si el Autor hubiera esperado unos cuantos años para escribir este libro, es posible que al tratar este tema, hubiera podido hablar de acompañamiento, gradualidad y autorización incluso, en ciertos casos de amor fiel y duradero, para la comunión eucarística, que ayudaría con su fuerza de gracia al crecimiento espiritual de la «irregular» pareja. «La comunión no es un premio reservado a los perfectos».

 Ya. Ni permitida a pecadores graves impenitentes.

Anticoncepción. Las frecuentes alusiones del autor en esta materia al conflicto de valores (250), al mal menor o mayor (260), a la distinción entre lo natural y lo antinatural (261), a la diferencia entre métodos naturales y artificiales (261-262), al principio de totalidad (263), nos sitúan una vez más en la visión de los moralistas que en los últimos decenios no se deciden a aceptar la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el tema; la que expresó de modo muy perfecto la encíclica Humanae Vitae. «El juicio sobre las actitudes ha de preceder al juicio sobre los medios» (262).

Los errores, como hemos dicho, tienen en esta obra una expresión cautelosa y eufemista; pero quedan suficientemente expresados. Cualquier lector, medianamente avisado, sabrá a qué atenerse.

 *

Conclusión. Esta obra no enseña la moral católica de la sexualidad, y por tanto es inadmisible como manual de teología católica. Pretende al parecer formular una moderna Moral de la sexualidad. Pero, de hecho, con su ambigüedades y relativismos, colabora eficazmente a la descristianización de sus lectores y de aquellas Iglesias locales que estén débiles en la fe.

En las Iglesias descristianizadas, Dios guarde en su maravilloso ser sobrehumano el trigo que pervive por pura gracia entre la abundancia de la cizaña.

 

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o Apostasía

 

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