(686) Resucitados con los mismos cuerpos que tuvieron
–Pues yo eso no lo sabía.
–Siendo usted un cristiano practicante desde hace tantos años, eso me hace suponer que, si venía ignorando esa verdad de la fe tan importante, será que apenas se predica.
In memoriam de Ángel María Iraburu Larreta
en el día de la Ascensión del Señor (29-05-22)
–La resurrección de los cuerpos
Hubo en la antigüedad algunos grandes filósofos que alcanzaron a conocer la inmortalidad del alma, por su condición espiritual, corrupto ya el cuerpo por la muerte. Así lo enseñaron en modos diversos Platón, Sócrates y Aristóteles. Pero no se llegó a conocer la resurrección de los cuerpos.
Eso explica que en el muy elaborado y medido discurso de San Pablo en el Ágora de Atenas, «cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reir, otros dijeron: “Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión”. Y con eso salió Pablo de en medio de ellos» (Hch 17,32)…
Afirmar la mera posibilidad de que un muerto resucite entraba y entra en el«absurdo y escándalo» de la predicación cristiana (cf. 1Cor 1,23). Venía a ser como defender la cuadratura del círculo. Y sin embargo, era una de las verdades más enseñadas en la evangelización de los Apóstoles.
Incluso algunos de los primeros cristianos, como Himeneo y Fileto, la negaban (2Tim 2,17-18); o como algunos fieles de Corinto, no acababan de creerlo. San Pablo tuvo que escribir a éstos con fuerte argumentación, para reafirmarlos en esta verdad tan central de la fe cristiana (1Cor 15). En resumen, les dice:
«Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren. Y como por un hombre [Adán] vino la muerte, también por un hombre [Cristo] vino la resurrección de los muertos» (15,20-21).
Los gnósticos y maniqueos, y en la edad media los cátaros, negaron también la resurrección corporal. En la cultura general de los pueblos apóstatas de Occidente hoy vuelve a ser «un absurdo, un escándalo» contra la razón más evidente.
En el Antiguo Testamento se vislumbra ya en los profetas algunas intuiciones sobre la resurrección, normalmente sugeridas sobre el pueblo de Israel (Os 6,3; Ez 37,1-14; Is 26,19; Dan 12,2; Job 19,25-27). Pero quizá esta formidable verdad halla su expresión más clara en la historia de los mártires Macabeos (2Mac 7), uno de los últimos escritos sagrados del AT. En la persecución que sufren de Antíoco, son apresados una madre y sus siete hijos, que son obligados a comer de lo que para ellos estaba prohibido.
La madre los anima a resistir por grandes que sean los tormentos y mutilaciones; hasta la muerte. «El creador del universo, autor del nacimiento del hombre y creador de todas las cosas, ése misericordiosamente os devolverá la vida si ahora por amor de sus santas leyes la despreciáis» (7,23). Uno tras otro van siendo los siete atormentados, mutilados y muertos. Todos ellos se mantienen fieles. En presencia de Antíoco, el segundo dice antes de morir: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna a los que morimos por sus leyes» (7,9). Y el tercero, antes de sufrir una mutilación, declara: «Del cielo tenemos estos miembros, que por amor de sus leyes yo desdeño, esperando recibirlos otra vez de Él» (7,11). Deslumbrantes profesiones de la fe, expresadas unos 125 años antes de la venida de Cristo.
–Cristo es el revelador de la resurrección de los cuerpos
Algún filósofo antiguo y varias religiones primitivas intuían esa verdad, sin tener ninguna prueba racional de ella, por supuesto. También algunos de Israel recibieron de Dios esta luz de conocimiento, como hemos visto. Pero ni siquiera Israel tiene en tiempos de Jesús un conocimiento cierto y comprobado de este misterio, como se puede apreciar en el hecho de que las dos escuelas judías de pensamiento más importantes diferían: «Los saduceos niegan la resurrección, mientras que los fariseos creen en ella» (cf. Hch 23,7). Las dos escuelas eran respetadas como ortodoxas, y el Sanedrín, concretamente, solía tener en sus puestos más importantes a los saduceos.
Cristo, por medio de su enseñanza y de su personal resurrección, es el revelador primero de la plena resurrección de los muertos. En la predicación de los Apóstoles la resurrección de todos los muertos es una de las verdades más importantes, como puede verse en el libro de los Hechos (Hch 4,2; 17,18.32; 24,15.21; 26,23).
La razón de su insistencia era, obviamente, que en la predicación de Cristo la resurrección fue uno de sus temas más frecuentes. «Cuantos hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; los que hicieron el mal, para la resurrección de la condena» (Jn 5,29). Las apariciones de Cristo Resucitado era la más fuerte confirmación de su palabra. Recordemos la escena conmovedora de la cena, en la que Cristo, aparecido a los once apóstoles, comió ante sus ojos (Lc 24,36-43). Bien lo recordaba San Pedro en su predicación: «Nosotros hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos» (Hch 10,41).
Los Santos Padres predicaron también la resurreción con especial insistencia, entre otras razones, porque tanto judíos como gentiles se resistían a creer en ella. Los grandes maestros de la Iglesia antigua, Clemente Romano, Justino, Atenágoras, Orígenes, Gregorio Niseno, todos profesaron públicamente con fuertes y variadas argumentaciones esta verdad principal de la fe.
Enseñaban unánimes que «esta carne resucitará» y que «en esta carne recibiremos nuestro premiio» (Pseudo-Clemente, 2Cor 9,1-5. Los escritos pseudo-clementinos son aquellos que circularon en la Iglesia primitiva bajo la autoría del papa Clemente de Roma: +99). Siempre aducían que así como el cuerpo de Cristo resucitado es el mismo nacido de la Virgen María, el cuerpo resucitado y celestial de los elegidos es el mismo cuerpo, glorificado, que tuvieron en su vida temporal.
Aparte, claro, de la autoridad de Cristo Maestro y de su resurrección, comprobada por testigos fidedignos, una de las argumentaciones más empleadas por los Padres para favorecer la aceptación de la resurreción se fundamenta en la naturaleza del hombre, en la unión natural entre alma y cuerpo. La muerte los separa, y el cuerpo se corrompe, pero el Creador que de la tierra hizo al hombre, lo restaura plenamente en la resurrección de los muertos. Por eso el que le recibe como pan vivo celestial, «vivirá para siempre» (Jn 6,58). Jesucristo Salvador salva en la resurrección al hombre entero. En ella el alma recupera su cuerpo propio, ya celestial y con vida eterna.
–Los muertos resucitarán con el mismo cuerpo que tuvieron en la tierra (de fe)
Los antiguos Credos confiesan pronto claramente esta verdad de fe. Así, por ejemplo, la «Fides Damasi» (probablemente en Francia, hacia el año 500):
Cristo resucitado, vencedor de la muerte, «subió al Padre y está sentado a su diestra en la gloria que siempre tuvo y tiene. Y nosotros, limpios por su muerte y sangre, creemos que hemos de ser resucitados por Él en el último día en esta carne (in hac carne) en que ahora vivimos, y tenemos la esperanza de que hemos de alcanzar de Él la vida eterna» (Denz 72). Los Statuta Ecclesiae Antiqua (siglo V) establecen que quien ha de ser ordenado Obispo debe declarar «si cree en la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra carne» (Denz 325). Son muchos y venerables los documentos de la Iglesia que insisten en esa misma fe a lo largo de los siglos (Denz 407, 485, 540, 574, 684, 797, 801, 854, 1046). Pero la más potente autoridad doctrinal de esa verdad de fe es
el concilio IV de Letrán, XII ecuménico (1215)
Define este gran Concilio, contra albigenses y cátaros concretamente, que Jesucristo resucitado, ascendido al Padre, «ha de venir al fin del mundo, y juzgará a los vivos y a los muertos, y ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán en sus propios cuerpos que ahora llevan» (Denz 801). Otros documentos posteriores, hasta hoy, reiteran la misma fe, citando normalmente los textos antiguos del Magisterio apostólico.
¿Y la continua renovación obrada en el cuerpo por el metabolismo?
Objeción. Algunos actualmente alegan que la resurrección «en los mismos cuerpos que tuvo el difunto», que la Iglesia confiesa como verdad de fe, es incompatible con la continua renovación celular del cuerpo humano por el proceso del metabolismo. Los antiguos no conocían esta verdad científica.
Respuesta. Sabemos hoy con certeza que las células corporales se renuevan continuamente por el metabolismo, y que algunas apenas tienen unas horas de existencia. Podríamos decir que ya no somos el mismo organismo que éramos hace unos meses. Pero en realidad nadie duda de que el cuerpo humano es el mismo cuerpo en todas las edades de su persona. Cambian las células, pero no cambia el cuerpo, que desarrollándose o disminuyendo con el paso de los años, es siempre el mismo.
Pues bien, la resurrección de los muertos que Dios obra no renueva a los difuntos en las mismas células que tuvieron, sino «en los mismos cuerpos». El cuerpo, separado del alma por la muerte, se reúne en la resurrección con «su alma» glorificada, y ésta recupera «su cuerpo», ya glorioso. Es así como Cristo salva al hombre entero, en cuerpo y alma, perfectamente unidos entre sí desde que fueron creados: «lo que Dios ha unido» en la tierra, quiere que siga unido en el cielo. Por otra parte, el cuerpo es así premiado justamente, porque colaboró en las buenas obras que, por gracia de Dios, obró su alma.
Resurrección y Eucaristía
La enseñanza de Cristo nos asegura que al fin del mundo habrá una resurrección universal de los muertos: «saldrán [de los sepulcros] los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de la condena» (Jn 5,29). Y nos revela que hay en los cristianos una íntima relación de la resurrección con la Eucaristía.
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,26). «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6,51). «Si no comeis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida eterna en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él (6,53-55). Por eso, el que le recibe como pan vivo celestial, «vivirá para siempre» (6,58).
Nosotros, cuando comemos, transformamos el alimento en nosotros mismos. Pero en la comunión eucarística es a la inversa: el alimento del cielo que recibimos, Jesucristo, nos va transformando en Sí mismo. Vive en nosotros, y nos libra de la muerte eterna, dándonos finalmente la resurrección para la vida eterna.
Pueden darse, sin embargo, comuniones sacrílegas, que no dan vida, sino muerte. Así lo enseña la fe apostólica, siempre mantenida por la Iglesia.
San Pablo: «Quien como el pan y bebe del cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir el cuerpo come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación» (1Cor 11,27-28).
San Justino, en su II Apología (155/160), trata del «alimento que se llama entre nosotros Eucaristía, de la que a nadie le es lícito participar, sino al que cree que son verdaderas nuestras enseñanzas [fe], y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la regeneración [bautismo], y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó» [está en gracia] (n.66).
* * *
La cremación de los difuntos
Desde hace bastante tiempo la cremación de los difuntos va siendo cada vez más frecuente. La Congregación de la Doctrina de la Fe, con aprobación del Papa y la firma del Card. Müller y del Arzobispo Ladaria, publicó la Instrucción Ad resurgendum cum Christo (15-05-2016), permitiendo su uso y señalando en 8 puntos ciertas condiciones físicas y espirituales necesarias, que voy a exponer y comentar.
Ya la Instrucción Piam et constantem (5-07-1963) de la misma Congregación, aconsejó la piadosa tradición de «sepultar el cadáver», pero enseñó que la cremación «no es contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural», y permitió su uso a los fieles católicos que la eligieran.
Resumo y comento ahora la Ad resurgendum. Añado comentarios mios entre [corchetes].
1.– Niéguense las exequias al que «hubiere dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana».
2.– «Gracias a Cristo la muerte cristiana tiene un sentido positivo… Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma».
3.– Siguiendo la tradición, «la Iglesia recomienda con insistencia que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerior u otros lugares sagrados… La inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal» (Catecismo 2300). [En 2301: «La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo»].
«La sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios o en otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana». [El gran aumento de la población y de las ciudades, va a dar en cementarios inmensos, que por serlo, quedan con frecuencia muy alejados de los familiares de los difuntos. Los columbarios, por el contrario, se van multiplicando más y más en parroquias y otros lugares sagrados. Quizá en una gran ciudad que tiene dos o tres cementarios muy grandes, puede haber 40 columbarios sagrados dispersos en parroquias y otros lugares apropiados. Con lo que los restos de los difuntos quedan normalmente mucho más cerca de familiares y amigos, para visitas, oraciones, e incluso a veces para Misas.]
4.– «Cuando razones de tipo higiénicas, eeconómicas o socieles lleven a optar por la cremación,… la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca al alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo, y por tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo». [Las razones aludidas el inicio de este número no son ya unas excepciones, sino que se van dando en proporciones más y más crecientes, lo que explica –en parte–que en no pocos lugares sean hoy más frecuentes las cremaciones que las inhumaciones. Por lo que se refiere a la omnipotencia de Dios para la resurrección de los muertos y a la dignidad de los restos mortales no se alcanza a ver diferencia entre resucitar las cenizas debidas al fuego del crematorio o las cenizas producidas por los gusanos del sepulcro.]
5.–Las cenizas en sus urnas «deben conservarse en lugar sagrado… Así se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos». [Estos peligros quizá «pueden» ser menores en los sagrados columbarios, si son y están donde deben. En los grandes cementarios no es raro que por diversas razones, pasado un tiempo, se sumen mezclados varios restos de tumbas, sepulcros, panteones y nichos en un osario común del cementario].
6.– No se permite «la conservación de las cenizas en el hogar», salvo casos excepcionales, ni tampoco «la división» entre los diferentes núcleos familiares.
7.– Igualmente se prohibe «la dispersión de las cenizas en el aire, la tierra o el agua».
8.– Al difunto que haya dispuesto «la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias».
–La esperanza en la resurrección ha de alegrar y dignificar siempre nuestra vida
Cristo quiere tenernos consigo eternamente: «Cuando yo me haya ido, y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, porque quiero que donde yo esté, estéis también vosotros» (Jn 14,3). Quiere Cristo que quienes han participado por la fe, el bautismo y la vida en su Cruz, participen también en su Resurrección (1Cor 15,12-22). Alegráos, pues, nos dice ya que «por la momentánea y ligera tribulación presente se nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2Cor 4,17). Quiere Cristo que en el cielo, al gozo supremo de la comunión con Dios y con la Virgen, con los ángeles y los santos, podamos añadir la alegría de recuperar a nuestros familiares y allegados en los mismos cuerpos, ya resucitados, en que vivieron en la tierra, reconociendo a cada uno:
–¡Es él!
* * *
Oración en la Ascensión del Señor
«Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (Sal 15,8-11).
José María Iraburu Larreta, sacerdote
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