(94) La ley de Cristo –y XV. la Iglesia antigua vista hoy
–Leyendo esas informaciones que nos ha dado de la Iglesia antigua, realmente uno no sabe… cómo le diría yo…
–Tranquilo. Yo me encargo de hacer algunos análisis y comentarios.
En los catorce artículos precedentes he descrito a grandes rasgos la Iglesia antigua, de tal modo que la Iglesia hoy, mirándose en aquella como en un espejo, pueda conocer mejor tanto sus progresos actuales verdaderos como sus miserias e infidelidades. Degradaciones eclesiales hoy generalizadas y consideradas inevitables, ciertamente son superables con la gracia del Salvador. Conforta nuestra esperanza saber que «al principio no fue así» (Mt 19,8). Y las maravillas hechas por Dios entonces puede hacerlas en nuestro tiempo.
Para terminar esta serie de artículos, destacaré, pues, algunos rasgos admirables de la Iglesia antigua.
–La Autoridad apostólica antigua rige la vida de los fieles. Es ejercida la autoridad de los Obispos y presbíteros, pero también, a su modo, la de los padres de familia, catequistas, maestros. La autoridad es una fuerza acrecentadora, por la que Dios dirige, sana y santifica a su pueblo.
Si los Pastores sagrados no rigen y no co-rrigen a sus fieles, si dejan que cada uno siga su camino, como si la condición de cristiano fuera algo absolutamente subjetivo, íntimo y autónomo, vienen a ser padres malos, que no se cuidan de sus hijos y que colaboran a su perdición temporal y eterna.
–Las Leyes de la Iglesia rigen la vida de los fieles, asegurando a los cristianos unos caminos ciertos, claros y comunes. Los acuerdos adoptados en Concilios regionales o ecuménicos, construyen con dogmas, normas litúrgicas, pastorales, penitenciales, una Casa espiritual para el pueblo cristiano.
La Iglesia no es un pueblo anómico, sino que avanza por un camino recto, trazado por los Pastores sagrados con la autoridad apostólica que han recibido de Cristo. El desprecio de dogmas, preceptos y normas, sobre todo cuando queda impune, por falta de ejercicio de la Autoridad apostólica, causa la disminución, la enfermedad y la muerte del pueblo cristiano.
–Es nuestro Señor Jesucristo quien gobierna la Iglesia por medio de los Obispos, a través de las normas locales o universales por ellos establecidas bajo la acción del Espíritu Santo. Su autoridad debe ser obedecida en conciencia. Resistir la autoridad de los Pastores sagrados y las Leyes doctrinales, morales y disciplinares de la Iglesia acaba con el pueblo cristiano. La soberbia lleva a la anomía, y ésta a la apostasía.
–La identidad cristiana se define en función de la Iglesia y de la Eucaristía. La Iglesia antigua vive con gran profundidad y juntamente la identidad personal de los cristianos y su identidad comunitaria. Sabe bien que no hay posibilidad de ser cristiano sino como miembro de la Iglesia y participando de la Eucaristía. Sin Iglesia y sin Eucaristía no hay vida cristiana. La Autoridad de la Iglesia, afirmando y expresando claramente este convencimiento de la fe, suspende al cristiano que durante varios domingos no asiste a la Eucaristía, viviendo en la ciudad, es decir, pudiendo hacerlo (por ejemplo, Sínodo de Elvira, 306). Y si el alejamiento se hace crónico, la suspensión temporal vendrá a hacerse excomunión. Después, el regreso a la comunión eclesial, iniciado en el arrepentimiento, sólo será posible a través de la disciplina penitencial, que puede durar años.
En la Eucaristía dominical comulgan todos los cristianos fieles. Su identidad, tratándose de forasteros, se verifica por la presentación de las obligadas litteræ comendatitiæ. No comulgan los sometidos a penitencia, ni los catecúmenos, aún no plenamente cristianos. En este sentido, el tipo del bautizado actual, que no admite el Credo, ni va a Misa, ni sigue la moral cristiana, no tiene lugar reconocido y tolerado en la Iglesia antigua. Es impensable.
–El amor a la verdad católica y el horror a la herejía y al cisma es inculcado en los fieles con frecuencia por la Iglesia antigua. Expresa ese espíritu en muchas exhortaciones, que alertan contra herejes y cismáticos, y también en normas sobre el apartamiento de ellos. Algunos Padres, unas veces en acciones individuales –Cipriano, Hilario, Atanasio, Agustín, sin esperar a que la Iglesia actúe en instancias más altas–, y otras en Concilios regionales y ecuménicos, combaten con todas sus fuerzas los errores de su tiempo, las falsificaciones de la fe hechas por sus contemporáneos.
Los Padres conciliares que elaboraron los grandes dogmas primeros creían en el poder de la razón, iluminada por la fe, para expresar en formas perdurables, asistidos por el Espíritu Santo, las verdades primarias de la fe. Sus mentes no estaban enfermas de idealismo, positivismo, relativismo o agnosticismo teológico, y eran capaces de conocer la verdad, de expresarla con precisión y de defenderla de los errores contrarios.
Una Iglesia que tolera en sí misma la presencia y la acción de herejes y cismáticos es una Iglesia moribunda, de la que sólo sobrevivirá un resto fiel. Una Iglesia que no se horroriza de herejías y cismas, y que no los combate con las armas eficaces de la Autoridad apostólica, puede diagnosticarse como una Iglesia en estado terminal. La Viña devastada por las fieras del campo tiene las cercas caídas. Cuando el lobo anda suelto, haciendo estragos entre las ovejas, y no es ahuyentado por el Pastor y sus perros, el rebaño se acaba o se dispersa. Pero un rebaño disperso no es ya un rebaño. Lo mismo que una Casa, compuesta de piedras vivas, en la que la mayoría de ellas no guardan ya su lugar, manteniendo la unidad del edificio, sino que se han caído, más que una casa, es una ruina.
–La comunión verdadera de la Iglesia no es posible a veces sin la excomunión. Si esa pena extrema deja de aplicarse, y permanecen –aparentemente– dentro de la Iglesia muchos cristianos, a veces una mayoría, que no creen íntegramente la fe católica, que se mantienen habitualmente distantes de la Eucaristía, que se autorizan a sí mismos a quebrantar graves mandamientos de Cristo y de su Iglesia, sin problemas de conciencia, avalados por el consejo de maestros espirituales diabólicos, la comunión eclesial se resquebraja y le falta a la Iglesia la unidad de fe, caridad y obediencia que le son esenciales. En tal situación absolutamente degradada, el hereje, el cismático, el apóstata, el pecador público, no es considerado de hecho en la Iglesia «como gentil o publicano», sino como cristiano normal. Nadie se horroriza de su situación, y nadie le llama a conversión.
–El celo por la santidad de la Esposa de Cristo no permite que dentro de la comunidad de la Iglesia local se acepte y tolere sin dificultad alguna a los pecadores públicos –herejes, alejados de la Eucaristía, inmorales, adúlteros, ladrones, etc.–, sino que exige a éstos que se reintegren a la comunión de la Iglesia por el arrepentimiento, aceptando someterse a la disciplina penitencial. Y es que la Iglesia tiene clara conciencia de que todos los cristianos están llamados a la santidad. Esa conciencia es patente en las antiguas reglas de vida para el pueblo cristiano, y en las normas que se dan para la educación de los hijos. Con toda naturalidad prohibe la Iglesia a los fieles «conformarse al siglo presente» (Rm 12,2), del cual la comunidad cristiana debe diferenciarse en todo cuanto sea preciso.
–La comunidad de bienes materiales entre los cristianos, tan conforme con la comunión de todos ellos en los bienes espirituales, fue un ideal siempre mantenido por la Iglesia antigua, y más o menos realizado a través de los diezmos, las colectas ocasionales y las limosnas.
Ese ideal hoy permanece vivo en las comunidades religiosas y en algunos pocos –muy pocos– grupos laicales. Pero casi ha desaparecido en el conjunto del pueblo cristiano, que en referencia a la propiedad de bienes materiales piensa generalmente según el mundo secular, con toda su dureza y egoísmo. En la posibilidad de reinstaurar los diezmos, durante tanto siglos vigentes, ya ni se habla.
–Las oraciones diarias del pueblo cristiano eran en la Iglesia antigua un imperativo generalizado. No se concebía la posibilidad de que los cristianos, pueblo sacerdotal congregado por Cristo para alabar a Dios y para interceder por la salvación de la humanidad, abandonasen las oraciones diarias, como si éstas fueran buenas sólamente para algunos bautizados que han recibido el carisma de la oración. Israel formó un pueblo de orantes, como también el Islam y otras religiones. La Iglesia antigua, como se refleja en documentos venerables y en la predicación de los Padres, formó un pueblo consagrado a la oración. Y todo lo que aleje de ese ideal de «pueblo orante» es falsificación de la Iglesia, resistencia al Espíritu Santo, carencia de vocaciones, inacción o activismo estéril, acabamiento.
–Los trabajos y profesiones seculares de los cristianos en la Iglesia antigua habían de guardar una conformidad suficiente con la moral natural y cristiana. En caso contrario, sería rechazado un catecúmeno que pretendiera el bautismo, sin abandonar esos trabajos, y no podría mantenerse en la comunión eucarística de la Iglesia el cristiano bautizado que diera antes culto al dinero que al Señor, bendito por los siglos. También éste es un rasgo admirable de la Iglesia primera.
–La castidad, el pudor y la modestia fueron virtudes inculcadas por la Iglesia antigua en el pueblo cristiano con gran insistencia. Los Padres supieron reconocer a la luz de la fe el valor muy grande de esas virtudes, apenas conocidas por el mundo antiguo greco-romano. Es cierto, son el primer escalón, el más bajo, en la escala de la perfección; pero quien no lo supera, se priva de toda la escala ascendente.
–La Iglesia antigua tiene una belleza sobrehumana. Cuando nos asomamos al mundo cristiano de los primeros siglos, y aun después, en el milenio de Cristiandad, quedamos sobrecogidos por el resplandor de la belleza que encontramos en los libros y cartas, en la liturgia, en las oraciones y los ritos, en los templos, las homilías, las catequesis, los himnos y cánticos, los epitafios, los modos de vestir, las danzas, las fiestas populares… Hasta el día de hoy, todo lo que ha llegado hasta nosotros del antiguo mundo cristiano suele tener una dignidad y belleza sobre-humanas. Y es que, como decían los escolásticos, en todo los entes «verum, bonum et pulchrum convertuntur»: verdad, bondad y belleza son intercambiables, se dan en unión inseparable. Una Iglesia, una cultura cristiana, que reconoce a Cristo como Señor del cielo y de la tierra, y que entiende a los hombres como imágenes de Dios, necesariamente tiene que expresarse en formas sociales de maravillosa belleza.
Si asistimos hoy, valga el ejemplo, a un festival que presenta el folklore tradicional de antiguos pueblos cristianos, quedamos fascinados por la dignidad y belleza de vestidos, músicas y danzas: ellas parecen princesas y ellos caballeros gentilhombres. Cierto que a veces sus vestidos, músicas y danzas no tiene más de dos o tres siglos de antigûedad; pero sí expresan todavía, como herencia histórica viva, el espíritu de la Cristiandad antigua.
La fealdad, en cambio, que en las Iglesias locales decadentes marca hoy tantas veces, con rasgos profanos secularizantes, la música, la liturgia, las homilías y catequesis, las imágenes religiosas, las iglesias, los modos de vestir, los usos festivos, etc. denuncia claramente que hay en ellas un grave déficit de verdad y de bondad. Esas Iglesias, si se guardaran mucho más de la herejía y del pecado, si fueran más ortodoxas y santas, tendrían una belleza mucho mayor en todas sus expresiones litúrgicas y populares.
En fin, no es posible en solo un artículo expresar adecuadamente la grandeza, la verdad y la belleza de la Iglesia antigua. Pero quiero terminar éste con una observación que puede parecer trivial y es, sin embargo, importante.
–La Iglesia antigua es a un tiempo grave y alegre. Ésa es en los Evangelios la fisonomía de nuestro Señor Jesucristo. La Iglesia es grave, crucificada en el pecado del mundo, muriendo cada día, centrada en la Cruz gloriosa de Cristo, en torno a la cual gira el mundo. Y es alegre porque es teocéntrica, capaz de cruz, y orientada siempre hacia la bienaventuranza eterna.
Es de señalar que hasta el siglo XX los hombres de Iglesia o de Estado, lo mismo que los ciudadanos comunes, nuestros abuelos, aparecen serenamente serios en sus retratos. Sólo a partir del siglo XX –el siglo de las cien guerras, los cuarenta millones anuales de abortos, la multiplicación innumerable de divorcios, drogas, suicidios y enfermedades psiquiátricas, el siglo de la gran apostasía de Occidente– se hace una norma para todos mostrar en los retratos una imagen sonriente y feliz. Es un detalle, un detalle significativo.
La Iglesia antigua es grave y digna porque tiene conciencia de ser sagrada, destinada a procurar en el mundo la glorificación de Dios y la salvación temporal y eterna de hombres y pueblos. Tiene, por el contrario, aversión hacia la charlatanería, la jocosidad inmoderada, las risotadas chabacanas (turpitudo, stultiloquium, scurrilitas, Ef 5,4). Las normas dadas por San Benito en el capítulo VI de su Regla sobre la moderación en el hablar y el valor del silencio expresan bien el espíritu de la Iglesia antigua. Y pensemos que fueron principalmente los monjes benedictinos quienes dieron educación y estilo a la Europa cristiana. También Santo Tomás, educado por los benedictinos, reprueba la inepta lætitia, el multiloquium, la scurrilitas y la iocularitas (STh II-II,148,6).
En este antiguo tiempo cristiano, hay alegría, verdadera alegría, porque la Iglesia está centrada en la Cruz salvadora. Per Crucem ad lucem.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
13 comentarios
Pero me queda una nostalgia, será que podremos recuperar todo esto??...La gravedad y la alegría que tanto necesitamos en las personas que son referencia para muchos. Hay veces los que se dicen verdaderos católicos son extremadamente serios y otras veces muy relajados y laxos.
En fin creo que debemos esperar la segunda venida de JESUS, con fervor y amar cada día más la CRUZ, con inmensa alegría.
Gracias Padre...
gracias de corazón. Dios le bendiga P. José María. :)
Al entrar en ciertas iglesias antiguas, he sentido como un sobrecogimiento de la espiritualidad que demuestran, que, muy pocas veces he sentido en las nuevas.Será que estaban impregnadas de más fe que las actuales...
En este artículo me ha gustado especialmente el comentario que hace sobre los retratos hasta el siglo XX, y después en adelante. Muy, muy curioso, sí.
Un saludo afectuoso,
cristina
inmensa labor espiritual que nos beneficia a muchos,
al iluminarnos el camino a seguir para crecer en santidad. Desde hace mucho tiempo le considero como
mi (único) director espiritual, y estoy seguro que lo
es también para muchísimos más católicos. No deje de
aleccionarnos P. José María, por el inmenso bien que,
gracias a Dios y a la Virgen del Carmelo,nos hace.
Pero para lo que le escribo es para sugerirle que lea esto: http://www.religionenlibertad.com/articulo.asp?idarticulo=10021
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JMI.- Va a ser muy difícil que me convenza Ud., porque ya estoy convencido de lo que dice. Mi gran valoración de los laicos está expresada en muchos escritos, "Caminos de perfección laical", "Evangelio y utopía", etc. Puede verlos en www.gratisdate.or
Gracias.
2do. ¿hay algun modo de bajar de una vez todos los artículos para imprimirlos? Digo, sin tener que copiar y pegar cada uno en Word.
Gracias nuevamente, demos gracias a Dios.
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JMI.- No lo sé, pero me figuro que no. Algún experto en informática podrá decirle.
En algún momento, eso sí, espero agrupar los artículos en un archivo único, para poder ofrecerlos en .doc o en .pdf, por ejemplo.
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