Philip Trower, La Iglesia Católica y la Contra-fe -5
La Iglesia Católica y la Contra-fe: Un estudio de las raíces del secularismo moderno, el relativismo y la descristianización
Por Philip Trower
Contenidos
Parte 1. La civilización occidental en los siglos XX y XXI: creencias centrales
Capítulo 1. Por favor use la puerta principal
Capítulo 2. ¿Qué fue la Ilustración?
Capítulo 3. Las denominaciones
Capítulo 4. El progreso perpetuo
Capítulo 5. LOS PRINCIPIOS DE 1789
Bien se ha dicho que en la religión de la Ilustración la libertad, la igualdad y la fraternidad ocupan el lugar que la fe, la esperanza y la caridad ocupan en el cristianismo. Sin ellas no hay “salvación". Comenzaremos poniendo la libertad bajo el microscopio, no sólo porque está primera en la tríada, sino porque en Occidente siempre ha tenido un lugar de honor. Los revolucionarios franceses plantaron “árboles de la libertad". Todavía no sabemos de nadie que haya plantado árboles en honor a la igualdad o la fraternidad.
La libertad y las libertades
La libertad es un misterio de nuestro ser más íntimo, que comprensiblemente valoramos como una de nuestras posesiones más preciadas. Unida a la facultad de pensar, es lo que nos hace humanos. Las dos cosas son inseparables. Una voluntad sin una mente que la dirija sería como un trapo ondeando al viento —en este caso los vientos del impulso; y una mente sin el poder de decidir en qué pensar no sería una mente sino una máquina movida por fuerzas que surgen de algo distinto de sí misma —los ritmos bioquímicos del cerebro. El amo sería el esclavo del sirviente. Aún más valoramos el ser capaces de dar expresión externa a esta libertad y racionalidad internas.
De modo que la libertad tiene dos significados: el poder de elección (que sólo es verdaderamente elección cuando es racional); y la ausencia de restricciones, internas y externas, que nos impidan llevar a cabo nuestras elecciones.
El hombre occidental se preocupa casi exclusivamente por la ausencia de restricciones externas. Sobre el poder de elección, él dice sobre todo cosas contradictorias. Mientras afirma ruidosamente su derecho a elegir lo que le plazca, con demasiada frecuencia se suscribirá a explicaciones deterministas y conductistas de la conducta humana que hacen de la libertad un sinsentido. Él desea ser libre para hacer lo que quiera; pero no libre, al parecer, cuando surge la cuestión de la responsabilidad moral.
La Iglesia, en cambio, defiende resueltamente el poder de la libre elección y la importancia de que no se vea impedida por restricciones ilegítimas. Pero ella pone el acento en la elección correcta y da el primer lugar a la eliminación de las restricciones internas a su ejercicio —los impulsos desordenados, las pasiones y los hábitos de pecado.19
Sin embargo, creo que la mejor manera de entender cuán separadas están estas dos visiones de la libertad es echar un vistazo a la historia del culto occidental a la libertad.
Dejando de lado el llamado de Lutero a que se permita a cada hombre interpretar la Biblia a su manera, podemos tomar como punto de partida la lucha de la clase terrateniente inglesa del siglo XVII con la monarquía. Sus orígenes, en otras palabras, fueron aristocráticos. El aristócrata, qua [en tanto] aristócrata (es decir, antes de ser tocado por la gracia), quiere hacer lo que le plazca con su propiedad y sus dependientes y no ser interferido en el disfrute de sus diversiones y placeres. Por lo tanto, la libertad significa ser un monarca absoluto en miniatura dentro de los límites de sus propiedades.
El grito de libertad fue retomado luego por las clases mercantiles. Para el comerciante y el industrial en cuanto tales, la libertad significa ante todo la libertad de hacer dinero de la manera más rentable. Luego, la libertad se convirtió en el grito de guerra de los escritores y artistas, siendo la expresión irrestricta de uno mismo considerada cada vez más como la condición necesaria para el gran arte y la gran literatura.
Adam Smith es un símbolo del concepto mercantil de la libertad; Lord Byron lo es simultáneamente de los ideales aristocráticos y artísticos. Más tarde, los liberales literarios y filosóficos, de manera inconsistente, prohibirían al comerciante liberal hacer dinero como quisiera, mientras insistían en su propio derecho a expresar en cualquier lugar y en cualquier momento las opiniones que quisieran. (La demanda de libertad rara vez fue lo primero en la agenda de los movimientos de trabajadores. Se consideraron más urgentes un salario y unas condiciones de vida decentes, y algún tipo de seguridad).
Finalmente, como mencioné en el capítulo anterior, con algunos devotos de la libertad en Alemania, el culto a la libertad se convirtió en una rebelión prometeica contra la idea de limitaciones de cualquier tipo, incluidas las de la naturaleza misma, o la condición de ser una criatura. El grito de libertad se convirtió en un grito de autonomía y poder divinos, que en los escritos más frenéticos de Nietzsche alcanza un punto culminante de desafío estridente.
Aunque todos estos llamados a la libertad, a excepción del último, contenían a menudo exigencias razonables y justas, entre otras que no lo eran, se puede ver una sola idea tomando forma gradualmente y prevaleciendo al final. La libertad es un estado beatífico para ser disfrutado por sí mismo, una idea que Rousseau ayudó a hacer parecer respetable dotándola de fundamentos filosóficos.
El joven Rousseau era un vagabundo natural. La felicidad para él era vagar a su antojo por Europa sin una ocupación establecida. (Podemos ver a los estudiantes de hoy errantes por el mundo como el joven Rousseau multiplicado por millones). La vida en sociedad, por lo tanto, se debe mostrar como una caída desde este estado primitivo de inocencia. El playboy millonario, con todo el tiempo y dinero que quiera para satisfacer sus caprichos y fantasías, se convierte en consecuencia en el hombre verdaderamente afortunado. (El anarquismo es un intento de extender esta visión individualista de la libertad a la sociedad en su conjunto).
El resultado fue un choque frontal con el principio de igualdad, ya que la igualdad sólo puede ser establecida limitando el libre juego de la libertad. (Convertir los bienes parciales en absolutos crea inevitablemente conflictos de este tipo). Por eso, desde el principio, el liberalismo occidental siempre ha hablado a dos voces, encarnadas posteriormente en sistemas políticos opuestos: “Haz lo que quieras” y “Haz lo que te digo"; y por eso, aunque fuertemente individualista para empezar, gran parte del liberalismo occidental se ha vuelto colectivista y autoritario. Pero ambos tipos de “liberales", libertarios y autoritarios, siguen siendo en principio hostiles a la ley y la autoridad, incluso si la ley y la autoridad tienen que ser toleradas e incluso intensificadas hasta que la aplicación de procedimientos sociales y políticos correctos haya hecho virtuosos a todos.
Para la Iglesia, en cambio, la libertad no es un estado beatífico para disfrutar por sí mismo. El poder de elección y la libertad de llevar a cabo nuestras elecciones existen para que podamos servir a Dios como hombres y no como máquinas. Las restricciones a la libertad, internas o externas, son malas en la medida en que nos impiden hacer lo que Dios ha querido para nosotros como nuestra vocación. La libertad es un medio y no un fin, una precondición para realizar un trabajo —lo que, añado rápidamente, no excluye el descanso y la recreación. Necesitamos la libertad por la misma razón por la que un leñador necesita quitarse la chaqueta antes de blandir su hacha.
Todos sabemos esto por experiencia personal. Uno de los misterios de la libertad es que, tan pronto como usamos nuestro poder de elección, nuestra libertad parece disminuida. Si quiero ser un buen pianista, debo ceñirme a mi instrumento, aunque al mismo tiempo pueda sentir la necesidad de hacer otras cosas. Si me invitan a visitar India, no puedo ir simultáneamente a España. Sin embargo, todo el mundo sabe que la impresión de haber perdido algo de su libertad es falsa; que no aumentaría mi libertad abandonando el teclado o dudando de mi billete de avión; que al hacer una elección y apegarme a ella, lejos de haber perdido mi libertad, sólo entonces he encontrado su sentido y soy capaz de sentirme verdaderamente libre. Por el contrario, es cuando somos incapaces de decidirnos que nos sentimos menos libres. Decimos que somos “prisioneros de la indecisión", igual que el playboy millonario es con frecuencia prisionero del aburrimiento. Los desempleados tienen libertad; la miseria del desempleo es carecer de medios para hacer uso de ella.
Cuando la libertad es vista de esta manera —como la condición necesaria para realizar una obra— la ley y la autoridad aparecen como las aliadas y amigas de la libertad más que como sus enemigas. Ni la libertad, ni la ley, ni la autoridad existen para sí mismas. Las tres juntas están allí en aras de un bien superior, el servicio de la verdad y el bien.20 Pero para hacer el bien, que conocemos por haber descubierto la verdad, necesitamos la autoridad interna de la autodisciplina, en sí misma un acto de libre elección. La autodisciplina nos permite escuchar la voz de la razón en lugar de voces menos deseables. Mientras tanto, una autoridad externa justa y un sistema de leyes impiden que otros interfieran con nuestra libertad para llevar a cabo nuestras decisiones correctas, o evitan que nosotros interfiramos con las suyas. Nos rodean con el necesario “espacio para la acción".
También ayudan a apoyarnos en nuestras decisiones correctas. Si nos ponemos en peligro al abusar de nuestra libertad, es una bendición que ésta sea restringida. Como ingredientes de la felicidad, la amistad de Dios y una buena conciencia, al menos para los creyentes en Dios, están infinitamente por encima de la libertad física.
Para tener una comprensión verdaderamente equilibrada de lo que está en juego, tal vez sea mejor pensar en la libertad en plural que en singular. La libertad prospera cuando los hombres aspiran a un número limitado de “libertades” reconocidas. En esta situación, se necesitan menos leyes desde lo alto. La autoridad puede ser devuelta. Cuando la libertad en abstracto se convierte en el clamor, la autoridad eventualmente tiene que presionar con más dureza y multiplicar las leyes para contrarrestar las consecuencias sociales desintegradoras de la abstracción.
Sin embargo, la libertad, la ley y la autoridad están vinculadas en un nivel aún más profundo. Las criaturas, por ser criaturas, sólo pueden realizarse y ser felices siguiendo las leyes de su ser, que las leyes del Estado idealmente deberían reflejar. Ir en contra de las leyes de su ser puede ser un ejercicio de libre albedrío, pero no es un ejercicio de autorrealización. Es un acto de auto-frustración. Demuestra la existencia de la libertad sólo en la forma en que la enfermedad demuestra la existencia de la salud. Por ejemplo, si comemos en exceso, estaremos confinados a la cama.
Estas “leyes de nuestro ser” no son una camisa de fuerza que nos rodea desde afuera. Son la causa y la fuente de nuestra libertad. Como nuestra estructura ósea, la sostienen desde adentro. Son lo que hace posible cualquier actividad, libre o no.
De todo esto se verá que, por su enseñanza sobre la naturaleza del alma humana y su semejanza con Dios, la Iglesia es hoy filosóficamente la principal y a menudo la única defensora de la posibilidad misma de la libre elección y acción. Mientras tanto, la confusión doctrinal en la Iglesia, las salidas del sacerdocio, la desintegración de órdenes religiosas y la frecuente parálisis de la autoridad cuando los teólogos disidentes gritan “la libertad en peligro” muestran cuán profundamente el concepto anárquico, occidental y no cristiano de libertad ha entrado en las mentes católicas.
La igualdad y las igualdades
La igualdad y la fraternidad son más fáciles de entender que la libertad porque, a diferencia de la libertad, no son un misterio de nuestro ser interior. Tienen que ver con nuestras relaciones con otras personas.
Cuando miramos a los hombres en general, lo que vemos no es tanto la igualdad como igualdades. Obviamente somos iguales en cuanto a tener una naturaleza común y ciertas facultades y necesidades físicas y espirituales comunes. Luego, con el despertar de la conciencia moral, nos damos cuenta de que tenemos ciertos derechos y obligaciones comunes, un estado de cosas que nos distingue de nuestros amigos y enemigos peludos, con plumas y con escamas.
Éstas son las igualdades que conocemos mediante la observación y la reflexión. El conocimiento de nuestras otras igualdades esenciales se lo debemos a Dios. Todos nosotros, desde los más perfectos física o mentalmente hasta los más deformes, Él nos ha dicho, estamos hechos a Su imagen. A todos nosotros Él nos ama con un amor inconmensurable. A todos quiere salvarnos. Él entregó a Su Hijo para que muriera por los pecados de todos y cada uno. En el Cuerpo de ese Hijo, la Iglesia, el bautismo da a todos una igualdad fundamental, independientemente del oficio. Hasta aquí, no hay “judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer". Éstas, uno habría pensado, eran igualdades suficientes para satisfacer a cualquier ser razonable. Después de eso vienen las desigualdades.
Incluso el igualitarista más comprometido se da cuenta de que somos desiguales en inteligencia, dotes artísticas, fuerza de voluntad, equilibrio psicológico y emocional, poderes de liderazgo y fuerza física —¿cómo podría no hacerlo, viendo que toda su vida está dedicada a frustrar las consecuencias naturales de estas desigualdades? Probablemente también reconocerá, al menos en secreto, que somos desiguales en virtud, ya que al preocuparse más que sus vecinos por la igualdad, por lo menos en este punto debe de verse a sí mismo como mejor.
En el mundo futuro las desigualdades se revelan aún mayores. En el cielo hay órdenes de ángeles superiores e inferiores, recompensas mayores y menores, los últimos serán los primeros, y aunque Dios nos ama a todos más allá de todo lo que podamos imaginar, Él ama a unos más que a otros. La igualdad no es algo, se podría decir, en lo que Dios parezca tan interesado. Equidad, armonía y servicio mutuo, sí; pero no, al parecer, la igualdad como tal.
Cuando nos volvemos hacia el mundo moderno, lo encontramos tan en desacuerdo consigo mismo sobre la igualdad como sobre la libertad. Su linaje cristiano le ha dejado un apego apasionado a la noción de igualdad, pero sus fantasías filosóficas y científicas favoritas sólo dejan lugar para la mínima expresión de ella. Si no somos descendientes de una sola pareja humana creada por Dios, bien podría haber razas mental y físicamente “superiores” o “inferiores", dependiendo de los estándares de juicio de cada uno.
Probablemente la principal contribución a la confusión intelectual ha sido la identificación de la igualdad con la uniformidad, y de la uniformidad con la justicia. Se cree que si las personas son iguales en algún sentido profundo, no deberían ser diferentes. Al menos no deberían tener cantidades diferentes de los bienes de este mundo y del otro.
Esta visión de la igualdad parece haber persuadido a muchos católicos de que la desigualdad es algo intrínsecamente desagradable a Dios y que, como cristianos, están obligados a erradicarla dondequiera que la encuentren, ya sea empujando a las mujeres hacia el sacerdocio o a los laicos en gran número hacia el santuario. También parece haberlos infectado con un prejuicio profundamente arraigado contra la noción misma de jerarquía (funciones y grados de autoridad superiores e inferiores).
Ciertamente, según los designios de Dios, la jerarquía en los asuntos humanos no está destinada a ser como un sistema de castas indio —algo fijado para siempre por el nacimiento. Su propósito es el funcionamiento armonioso de un todo variado, ya sea la Iglesia, la sociedad o el universo, para la gloria de Dios y el beneficio de todos, con el amor, el servicio mutuo y el respeto mutuo como sellos distintivos. La noción cristiana de jerarquía también ve las igualdades básicas como más fundamentales que las desigualdades. El cristiano ideal se deleita en ser pequeño, ya sea que esté en la parte superior, media o inferior de la pila. Sin embargo, la jerarquía es una parte tan importante de la forma en que Dios ha diseñado los mundos visible e invisible, incluida la Iglesia, que su lugar en el plan divino difícilmente puede ser ignorado sin un daño grave a la felicidad, la fe y el sentido común.
La fraternidad, natural y sobrenatural
La fraternidad o hermandad es lo más cercano que cualquiera de los “principios de 1789″ llega a ser un bien absoluto, incluso si los intentos más recientes de establecer la fraternidad universal hacen pensar en el revolucionario francés desilusionado que deambulaba diciendo burlonamente “Sé mi hermano o te mataré", hasta que fue arrestado y guillotinado. A menos que actuemos de una manera suficientemente fraternal en esta vida, es probable que perdamos nuestro boleto de entrada a la hermandad eterna en la vida futura.
Hay dos cuestiones a considerar. ¿Los hombres son hermanos de hecho? Y si es así, ¿cómo se puede lograr que se comporten de una manera más fraternal?
La Iglesia, siguiendo la revelación divina, dice que en verdad son hermanos: descendientes de una sola pareja humana, son miembros de la misma familia. Además de esto, tienen la capacidad para un tipo superior de fraternidad: la fraternidad en Cristo. Cristo es el vínculo entre estos dos tipos de fraternidad, la natural y la sobrenatural. Al asumir la naturaleza humana, nos dice el Vaticano II, Cristo “en cierto modo” se unió a todos los hombres. Por eso, todos los hombres son hermanos de Cristo y como tales son reflejos dañados de Él. Cuando vemos a Cristo en los pobres, por ejemplo, no preguntamos primero si son cristianos o hindúes. Pero los hombres sólo se convierten en hermanos en Cristo cuando, al entrar en la Iglesia, se hacen miembros de Su Cuerpo Místico.
Sin embargo, aunque puedan ser hermanos de estas dos formas, los hombres no pueden ser inducidos a obrar de manera fraternal sólo por medios naturales. Tienen una tendencia natural a amar a sus parientes y amigos, y en circunstancias normales albergarán cierto sentimiento de compañerismo por los de su clase fuera de la familia; pero ninguno de los dos instintos será lo suficientemente fuerte por sí mismo para resistir impulsos y pasiones fuertes de un tipo opuesto. Para eso necesitan la gracia.
Inicialmente, el pensamiento de los padres de la Ilustración y de la Revolución sobre la fraternidad tenía algunos puntos en común con el propio de la Iglesia. Creían en una verdadera hermandad de los hombres basada en nuestra naturaleza humana común y, si eran deístas, también en la paternidad de Dios. Pero los fundamentos de esta creencia fueron socavados rápidamente, de diferentes maneras, primero por Rousseau y luego por Darwin.
Rousseau atomizó a la humanidad. Pensamos en los hermanos como pertenecientes a una familia; pero para Rousseau los hombres y las mujeres vienen al mundo como individuos aislados. La familia no cuenta para nada. De acuerdo con estos principios, él colocó a sus cuatro hijos ilegítimos en un orfanato tan pronto como nacieron. La única relación que importaba para Rousseau era una legal (el “contrato social"). Los hombres acuerdan renunciar a parte de su libertad en beneficio de la vida comunitaria. Darwin socavó aún más la hermandad humana al abolir a nuestros primeros padres y hacer del comportamiento de Caín hacia Abel el modelo para el avance humano.
Sin embargo, hacer que los hombres se comporten como hermanos sigue siendo proclamado como un deber y una posibilidad. Esto, se piensa, se puede hacer ordenándoles que se conciban como hermanos, y entrenándolos en las reglas de conducta correctas. Además, ahora existe la herramienta del condicionamiento psicológico. Las doctrinas modernas de la fraternidad humana son en realidad formas de pelagianismo, y también parecen haber convertido a la mayoría de los católicos occidentales u occidentalizados en pelagianos o semipelagianos sin que ellos lo supieran.21
Para estos cristianos des-sobrenaturalizados, la fraternidad natural está por encima de la fraternidad en Cristo, mientras que conseguir que la gente sea sociable y amistosa es igualada a santificarla. Se pone la confianza en medios naturales, como las dinámicas de grupo y técnicas psicológicas similares, en lugar de medios sobrenaturales como enseñar a las personas su fe o animarlas a orar, ayunar y confesar sus pecados. El hombre, se piensa, puede perfeccionarse a sí mismo por sus propios esfuerzos solamente. Creyentes y no creyentes son igualmente capaces de “transformar el mundo".
Abandonados a sí mismos, como podemos ver en la historia de los últimos doscientos años, los principios de 1789 son como toros salvajes alborotados. Sólo la Iglesia puede domarlos. Pero, ¿podrá recuperarlos, podemos preguntarnos, antes de que destrocen la “tienda de porcelana” occidental?
Notas
19. Véase la encíclica Libertas Praestantissimum de León XIII, 1888.
20. Véase la encíclica Veritatis Splendor de Juan Pablo II: su conexión necesaria con la verdad es el énfasis principal de la enseñanza del Papa sobre la libertad. La libertad divorciada o separada de la verdad deja de ser libertad.
21. Pelagio (c. 360-c. 420) negó la realidad del pecado original y la necesidad de la gracia para alcanzar la perfección y la salvación. Fue el único británico que propuso una herejía importante. En los últimos 30 años han sido frecuentes las quejas sobre una nueva ola de pelagianismo en la Iglesia.
Copyright © Philip Trower 2006, 2011, 2018.
Family Publications ha dejado de existir. Los derechos de autor han vuelto al autor Philip Trower, quien ha dado permiso para que el libro sea colocado en este sitio web (Christendom Awake).
Fuente: http://www.christendom-awake.org/pages/trower/cc&cf/corrected/cc&cf-chap5.htm
(versión del 16/02/2021). Traducido al español por Daniel Iglesias Grèzes, autorizado por Mark Alder, responsable del sitio Christendom Awake.
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