La historicidad de los Evangelios según la doctrina católica
¿Cuál es el valor histórico de los Evangelios canónicos? Los exégetas de los últimos siglos han dado una gran variedad de respuestas a esta cuestión, importantísima para la credibilidad de la fe cristiana. Es posible representar gráficamente sobre una línea recta las posturas principales sobre este tema. Del extremo izquierdo al extremo derecho, esas posturas, según mi terminología (que con gusto cambiaré si encuentro otra mejor), se sucederían así: escepticismo, minimalismo, cuasi-minimalismo, zona de peligro para la fe, cuasi-maximalismo, maximalismo, concordismo. Como se verá luego, las tres primeras posturas son heterodoxas; en mi opinión, la cuarta es errónea y de ortodoxia dudosa; y, en mi opinión, las tres últimas son ortodoxas, pero la última de ellas es errónea.
La historia de la redacción de los Evangelios supuso tres grandes etapas: primero la vida, las palabras y las obras de Jesús, después la predicación apostólica y finalmente la actividad redaccional de los evangelistas. Es fundamental para la fe católica afirmar la identidad sustancial entre las tres etapas. La tradición evangélica “creció” a la manera de un ser vivo, que crece sin dejar de ser él mismo, es decir manteniendo una identidad sustancial consigo mismo. A mi modo de ver, muchos exegetas distorsionan la segunda etapa, atribuyendo a las comunidades cristianas primitivas una “creatividad” exagerada, en lugar de una gran fidelidad a la tradición apostólica sobre Jesús.
Las comunidades cristianas primitivas fueron sustancialmente fieles al mensaje recibido de los apóstoles. “Tradición” significa etimológicamente “entrega". Nuestra fe vive de una cadena de “entregas": tradición divina (el Padre se entrega a Sí mismo a los hombres en Jesucristo), tradición apostólica (los Apóstoles predican la tradición recibida de Jesús) y tradición eclesial (la Iglesia predica la tradición recibida de los Apóstoles). Cada eslabón de esta cadena se caracteriza por la fidelidad de la transmisión.
Conviene recordar que ortodoxia y verdad (y, por consiguiente, heterodoxia y error) son conceptos diferentes entre sí. Una proposición verdadera siempre es ortodoxa (conforme a la fe cristiana) y una proposición heterodoxa (contraria a la fe cristiana) siempre es falsa. Sin embargo, una proposición puede ser a la vez ortodoxa y falsa, como se ve al considerar que a menudo dos autores ortodoxos sostienen posiciones contrarias entre sí sobre un mismo tema. Aunque ambos sean ortodoxos, no pueden tener razón los dos sobre ese tema, por el principio de no contradicción. Por lo tanto, la ortodoxia es más amplia que la verdad (no toda proposición ortodoxa es verdadera) y la heterodoxia es menos amplia que el error (no toda proposición errónea es heterodoxa).
A continuación esbozaré una definición de cada una de las siete grandes corrientes exegéticas nombradas más arriba.
El “escepticismo histórico” niega totalmente el valor histórico de los Evangelios, atribuyendo a éstos un carácter mitológico.
El “minimalismo histórico” afirma que los Evangelios permiten conocer apenas la existencia histórica de Jesús y un mínimo de hechos de su vida; por ejemplo, su muerte en la cruz.
Lo que llamo “cuasi-minimalismo” niega el valor histórico de amplias porciones de los Evangelios (por ejemplo, de muchos dichos de Jesús, sobre todo del Evangelio de Juan).
Los autores racionalistas se distribuyen entre estas tres primeras corrientes. Dado que rechazan los aspectos sobrenaturales de los Evangelios, todos ellos niegan la historicidad de los milagros de Jesús, pero se diferencian en sus opiniones sobre el valor histórico del resto de los Evangelios.
Llamo “zona de peligro para la fe” a la postura de quienes niegan la historicidad de unos pocos episodios o aspectos aislados de los Evangelios (por ejemplo, las Tentaciones, la Transfiguración, la caminata sobre el lago o algunos aspectos de los Evangelios de la infancia). Sin embargo, la negación de la historicidad de otros episodios de los Evangelios, por más aislados que se los considere, me parece no sólo errónea, sino directamente heterodoxa; por ejemplo: la interpretación naturalista de la multiplicación de los panes como una especie de “picnic en el desierto”.
El “concordismo” defiende una historicidad que podríamos calificar como extrema o exagerada, descuidando en algunos casos los datos aportados por el moderno estudio científico de la Biblia.
Llamo “maximalismo” a la postura que defiende un máximo de historicidad de los Evangelios tomando debidamente en cuenta los datos aportados por el moderno estudio científico de la Biblia.
Por último, llamo “cuasi-maximalismo” a una postura cercana al maximalismo histórico, pero que relativiza (sin negarla) la historicidad de unos pocos relatos aislados de los Evangelios.
La doctrina católica sobre el carácter histórico de los Evangelios es muy clara: “La santa madre Iglesia ha defendido siempre y en todas partes, con firmeza y máxima constancia, que los cuatro Evangelios mencionados, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos hasta el día de la ascensión.” (Concilio Vaticano II, constitución dogmática sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, n. 19). Nótese que Dei Verbum 19 se refiere únicamente a los cuatro Evangelios, no al resto de la Biblia. Por ejemplo, la cuestión de la historicidad de los libros del Antiguo Testamento presenta algunas facetas distintas, que no analizaré aquí.
De esta doctrina católica se deduce inmediatamente la incompatibilidad entre la fe católica y las posturas escépticas, minimalistas y cuasi-minimalistas acerca de la historicidad de los Evangelios.
Habiendo descartado esas tres corrientes evidentemente inaceptables para un católico, podemos preguntarnos ulteriormente cómo ha de entenderse la doctrina católica sobre la historicidad de los Evangelios. ¿Se trata de una historicidad total o parcial? O sea, ¿cada relato evangélico tiene un valor histórico? ¿Es una historicidad global, que admite algunas excepciones? ¿O bien es una historicidad sustancial, que admite interpretaciones no estrictamente históricas (por ejemplo, simbólicas) para algunos detalles accidentales?
Se trata de una cuestión compleja, a la que sólo puedo dar aquí un esbozo de respuesta, en una primera aproximación. Las respuestas de los exegetas católicos contemporáneos a esta cuestión son muy variadas, pero algunas de ellas no caben en el campo del pluralismo teológico legítimo dentro de la Iglesia Católica, porque se oponen, en mayor o menor grado, a la citada doctrina católica sobre la historicidad de los Evangelios. No obstante, conviene tener muy presente que, aunque tengan un gran valor histórico, los Evangelios no son manuales de historia, ni biografías exactas al estilo del periodismo actual, sino obras de fe y para la fe.
Una respuesta posible que hoy está descartada (según un amplísimo consenso entre los exegetas católicos) es el “concordismo”. Esta tendencia exegética buscaba armonizar plenamente los cuatro Evangelios canónicos, entre sí y con la historia conocida, en todos sus detalles. Podemos ilustrar el “espíritu” del concordismo con un ejemplo: el Evangelio de Mateo narra el Sermón de la Montaña, mientras que el Evangelio de Lucas narra un sermón parecido, que habría ocurrido en un llano. Para armonizar ambos relatos, los exegetas “concordistas” solían sostener que la multitud que escuchó ese sermón de Jesús era tan grande que ocupaba a la vez un monte y un llano adyacente. El concordismo multiplicaba así las soluciones ingeniosas, pero con frecuencia forzadas, a la “cuestión sinóptica” (el problema de las numerosas diferencias de detalle entre los tres Evangelios “sinópticos”: Mateo, Marcos y Lucas), a la “cuestión joánica” (el problema de las numerosas diferencias de detalle entre el Evangelio de Juan y los Sinópticos) y, más en general, a la “cuestión bíblica”: el problema planteado por las numerosas discrepancias de detalle entre distintos textos de la Biblia o entre éstos y datos ciertos que constan por otras fuentes.
Ya hacia 1900 estaba claro que el concordismo era impracticable como solución global a estos problemas. Después de un tiempo de maduración, en 1943, por medio de la encíclica Divino Afflante Spiritu, el Papa Pío XII aceptó oficialmente los principios generales para la solución de la cuestión bíblica, sobre los cuales se había formado gradualmente un consenso intra-católico. La ya citada constitución dogmática Dei Verbum enuncia así dos de esos principios: “Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra.” (Dei Verbum, n. 11). “El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época.” (Íbidem, n. 12).
Estos principios permiten descartar el concordismo sin perjuicio alguno para la fe católica. Por ejemplo, que José (padre legal de Jesús) haya sido hijo de Jacob (según Mateo 1,16) o de Helí (según Lucas 3,23) no afecta a la verdad del mensaje religioso que las dos genealogías de Jesús nos transmiten, haciendo uso de algunos elementos simbólicos. La genealogía de Jesús en Lucas, al remontarse no sólo hasta Abraham (como la genealogía de Jesús en Mateo), sino hasta “Adam, hijo de Dios” (Lucas 3,38), subraya el carácter universal de la salvación traída por Jesús, hijo de David y Mesías esperado por Israel. Obviamente, José no pudo tener dos padres; y no es necesario para la fe católica sostener que el padre de José tuvo históricamente dos nombres (Jacob y Helí). Ese simple detalle (entre otros muchos) ya nos indica que en ambos textos está operando un género literario no interesado en una genealogía históricamente exacta, a la manera de las biografías modernas.
Subsisten sin embargo múltiples cuestiones disputadas en el campo de la ortodoxia católica contemporánea. Se podría caracterizar a las dos corrientes principales de ese campo como “maximalistas” y “cuasi-maximalistas”. Para ilustrar la diferencia entre ambas corrientes, consideremos el relato de la segunda multiplicación de los panes. Los “cuasi-maximalistas” afirman que las dos multiplicaciones de los panes contenidas en el Evangelio de Mateo, y también en el de Marcos, son dos relatos diferentes (correspondientes a dos tradiciones diferentes) de un único suceso. Esta interpretación se ha vuelto un lugar común entre muchos exegetas católicos. En cambio los “maximalistas” defienden la historicidad estricta de la segunda multiplicación de los panes como hecho distinto de la primera multiplicación de los panes. En mi opinión, la tesis “cuasi-maximalista” sobre este punto es defendible pero no indiscutible. Es decir que el ancho campo de la ortodoxia católica admite tanto a los que defienden la historicidad estricta del relato de la segunda multiplicación de los panes, como a los que entienden la historicidad de ese relato en el sentido indicado, sin negarla.
Muy distinta es la postura de quienes niegan de plano la historicidad de algunos relatos evangélicos aislados (como por ejemplo el de la Transfiguración). Salvo mejor opinión, entiendo que dicha postura es errónea y peligrosa para la fe. En efecto, si la “creatividad” de las primitivas comunidades cristianas llegara hasta el punto de forjar relatos enteros sin un sustento histórico, no veo cómo se podría seguir sosteniendo la doctrina tradicional sobre la historicidad de los Evangelios. Sin embargo, a falta de un pronunciamiento específico del Magisterio de la Iglesia sobre este punto, doy provisoriamente a esta postura el beneficio de la duda sobre su ortodoxia, aunque no sobre su verdad.
Aun suponiendo (no concediendo) la ortodoxia de esa postura, es claro que su manifestación a través de la predicación (por ejemplo, en la homilía de la Misa) es un grave error pastoral, al menos por las siguientes dos razones: A) Porque esa postura plantea serias dificultades intelectuales para la fe católica que, aun en la hipótesis de que tuvieran solución, no podrían ser resueltas adecuadamente en el curso de una homilía. La función de una homilía no es plantear dificultades ni menos aún sembrar dudas, sino defender y promover la fe. B) Porque el predicador cristiano no debe predicar sus teorías personales, sino la doctrina cristiana. Todo predicador cristiano debería poder decir, como Nuestro Señor Jesucristo: “Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado” (Juan 7,16).
Para tratar de comprender mejor las diferencias entre maximalismo y cuasi-maximalismo, consideremos por ejemplo Lucas 2,1-2: “En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria.” Tal vez aquí la postura maximalista consistiría en insistir en el carácter universal de este censo, al menos dentro del Imperio Romano; en cambio una postura cuasi-maximalista podría atenerse al carácter local del censo de Quirino, que sería el que afectó a José y María.
Personalmente me inclino por la línea “cuasi-maximalista”, a la que considero la mejor combinación entre los datos aportados por el estudio histórico-crítico de los Evangelios y la interpretación católica tradicional de los Evangelios, con base en la Revelación y la fe. En otras palabras, pienso que Dei Verbum 19 debe interpretarse en el sentido de una historicidad sustancial de cada texto evangélico, aunque no siempre sea fácil encontrar la sustancia histórica de cada perícopa. Por ejemplo, hoy suele admitirse que las genealogías de Jesús de Mateo 1 y Lucas 3 (muy distintas entre sí) tienen un valor principalmente simbólico, aunque conservan una sustancia histórica. La diferencia entre el género literario de esas genealogías y el de casi todo el resto de los Evangelios se comprende fácilmente teniendo en cuenta que los Apóstoles (autores o fuentes principales de los Evangelios) fueron testigos oculares de los hechos de la vida pública de Jesús y del período post-pascual, pero no de las “generaciones” enumeradas en las genealogías.
No es correcto calificar como “fundamentalistas” a quienes sostienen posturas concordistas, maximalistas o cuasi-maximalistas en la cuestión de la historicidad de los Evangelios. Para sustentar esta afirmación, indicaré dos razones: A) Es evidente que la Sagrada Tradición de la Iglesia ha sostenido siempre posturas de esa clase. B) Generalmente se llama “fundamentalista” a quien da una interpretación “pie-de-letrista” (atada al sentido aparente) a textos como Génesis 1, por ejemplo sosteniendo que Dios creó el mundo en seis días de 24 horas. Pero es evidente la enorme diferencia entre el género literario de Génesis 1 y el de los Evangelios. Obviamente no hay testigos humanos de la creación; mientras que los Evangelios dependen esencialmente del testimonio de los Apóstoles, testigos directos de muchos de los acontecimientos narrados en los Evangelios. Lucas advierte que antes de escribir su Evangelio se informó cuidadosamente sobre los hechos transmitidos por testigos oculares (Lucas 1,1-4); y Juan expresa que él y los demás Apóstoles dan testimonio de lo que han visto y oído a propósito de Jesucristo, la Palabra que estaba junto al Padre y que lo ha manifestado (1 Juan 1,1-4; cf. Juan 1,1-18). Y este testimonio de los Apóstoles llegó generalmente hasta el extremo del martirio.
A mi modo de ver, “fundamentalismo” y “concordismo” no son sinónimos. Todos los fundamentalistas tienden al concordismo, pero no todos los concordistas son fundamentalistas. Por ejemplo, un fundamentalista protestante reprochará a los católicos que llamen “Padre” a un sacerdote, con base en una lectura fundamentalista de Mateo 23,9: “a nadie en el mundo llamen ‘padre’, porque no tienen sino uno, el Padre celestial”. El fundamentalismo se basa en el sentido aparente del texto, en una interpretación superficial. Jesús lo mismo podría haber dicho: “A nadie llaméis Pastor, porque uno solo es vuestro Pastor". En cambio un concordista católico no justificará aquel reproche. El espíritu del concordismo es otro: sostener contra viento y marea la historicidad estricta de cada relato bíblico, con base en una interpretación exagerada de la inerrancia bíblica.
Considero que la obra de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI Jesús de Nazaret (en tres volúmenes) es un excelente ejemplo de exégesis católica, que combina armoniosamente los datos del estudio histórico-crítico de los Evangelios con los datos de la fe católica. Ya hace más de medio siglo Karl Rahner criticó la ultra-especialización que había disociado en gran medida a la teología dogmática de la exégesis bíblica y viceversa. Entre otras cosas, Rahner se quejaba de que a menudo los trabajos de los exegetas suscitaban problemas dogmáticos de los que ellos se desentendían totalmente, dejando a los teólogos dogmáticos el trabajo de resolverlos.
La tendencia racionalista presente en la exégesis católica contemporánea se ha acentuado hasta el punto de que hoy parte de ella ya no es propiamente teología, porque ha perdido su relación esencial con la fe católica. Como solución a este problema el Papa Benedicto XVI propuso la “exégesis canónica”, es decir la lectura científica y creyente de cada texto bíblico teniendo en cuenta su carácter inspirado y su inserción en el conjunto del canon bíblico; pero no se limitó a proponer esa solución en forma teórica o abstracta, sino que, en su obra citada, ofreció un ejemplo particular y sobresaliente de “exégesis canónica” aplicada al núcleo más central de la Sagrada Escritura. Así, a pesar de que tal vez algunos detalles de su obra puedan merecer reparos, él ha contribuido ampliamente a la “curación” de la exégesis católica contemporánea. Seguramente su ejemplo será imitado, produciendo muchos buenos frutos.
Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger - Benedicto XVI no es un simple escrito piadoso, sino una formidable expresión de ciencia teológica. La bibliografía indicada muestra que el Santo Padre (un teólogo eminente) tiene un conocimiento actualizado de la exégesis del Nuevo Testamento. No obstante, en el prólogo de ese libro él afirma con absoluta claridad que Jesús de Nazaret no es un documento del Magisterio, sino una obra teológica privada, producto de su “búsqueda personal del rostro del Señor“.
Para concluir, agregaré que no puede asimilarse la actitud de Benedicto XVI cuando (en su obra citada) discute la cuestión del carácter estrictamente pascual de la Última Cena a la de quienes niegan la historicidad de la Transfiguración o la caminata sobre el lago. Ya sea que la Pascua judía haya coincidido con el Viernes Santo o con el Sábado Santo, es evidente que de todos modos la Última Cena tuvo una relación muy profunda con el rito judío de la cena de Pascua. Negar esto sería indicio de un legalismo o ritualismo exagerado. El mismo Jesús afirmó inequívocamente el carácter “pascual” de la Cena en la que instituyó la Sagrada Eucaristía: “Cuando llegó la hora, se puso a la mesa y los apóstoles con Él. Y les dijo: -Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que no la volveré a comer hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios.” (Lucas 22,14-16). No se puede, por tanto, tachar de “fundamentalista” a quien sostiene el carácter pascual de la Última Cena.
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5 comentarios
En cuanto a la Transfiguración, es cierto que el relato se presenta como una teofanía y toma elementos del Antiguo Testamento para expresar lo que sucedió, pero de ahi a decir que todo es un invento de la comunidad hay mucho trecho. Lo msimo dígase de lo que algunos señalan acerca de episodios en el cuarto evangelio como los de la samaritana, el ciego de nacimiento y la resucitación de Lázaro.´Ciertamente, hay una elaboración teológica, pero no se puede decir que se trata de meros inventos de la comunidad joánica. En dos ocasiones, el Papa Francisco ha señalado que el episodio de la multiplicación de los panes trataba de una ocasión en la que todos compartían la comida que llevaban. Se habrá dejado llevar por la interpretación de algunos comentaristas, pero se trata de un episodio que se relata en todos los evangelios, y tiene relación con la Eucaristía, claramente en San Juan y también en los demás, en cuanto que las palabras de Jesús al bendecir los panes y lo peces corresponden a las de la institución de la Eucaristía en la Última Cena. Los Padres de la Iglesia captaron bien los dos aspectos.
Para mí la explicación es muy simple: los autores de los evangelios sinópticos no le dieron importancia a la datación exacta de la crucifixión de Jesús y la ubicaron grosso modo en la Pascua, lo cual grosso modo es correcto. Esta simplificación es consistente con la que hicieron del recorrido de Jesús durante su vida pública, que según ellos se desarrolló en Galilea y las regiones vecinas (Decápolis, Tiro y Sidón) hasta que emprendió el viaje a Jerusalén que culminaría en su crucifixión. En cambio, la trayectoria espacio-temporal de Jesús según S. Juan, con varias idas y venidas entre Galilea y Judea, es consistente con la peregrinación de los judíos practicantes a Jerusalén en las fiestas principales y por lo tanto más realista.
En ambos casos, es claro que S. Juan tuvo ante sí el texto de los sinópticos al redactar su propio evangelio y decidió aportar exactitud en puntos que los sinópticos habían consignado en forma simplificada, cuando esa exactitud tenía una significación teológica importante, como la entrada de Jesús en Jerusalén el 10 de Nisan y su crucifixión el 14 de Nisan, simultaneamente al ingreso a Jerusalén y el sacrificio de los corderos pascuales.
El censo ordenado por Quirino el 6 A.D. era un censo romano con fines impositivos: registrar la capacidad contributiva de los súbditos del Imperio. Esto está clarísimo en la descripción de ese censo por Flavio Josefo, quien afirma explícitamente que a las personas censadas se les tasaban sus posesiones, incluyendo tierras y ganados (AJ 18.1-3). Fue precisamente ese caracter tributario del censo lo que dio lugar a la rebelión de Judas el Galileo.
Por otro lado, el pasaje del discurso de Gamaliel al Sanhdrín consignado por Lucas en Hechos 5,37, "Después de él se levantó Judas el Galileo en los días del empadronamiento, y arrastró al pueblo tras de sí;" pone de manifiesto que Lucas era perfectamente consciente de la naturaleza del censo de Quirino y de la rebelión a que esa naturaleza dio lugar.
Entonces, partiendo del hecho de que todo habitante del imperio romano tenía muy claro que en un censo romano con fines impositivos las personas a ser censadas NO viajaban para ser registradas sino todo lo contrario, debian permanecer en sus casas y esperar la visita del censista, el cual, en terminos contemporáneos, más que censista era un inspector de impuestos, la razón por la que Lucas menciona el censo de Quirino pasa a ser muy clara: dejar asentado que el censo que motivó a José y María a viajar a Belén NO fue ése sino uno anterior. Es como si dijera: "Dado que todos sabemos [excepto los despistados del siglo XXI] que en un censo romano para fines impositivos como el de Quirino la gente tiene que esperar al oficial censista en su casa, dejo asentado que el censo que motivó el viaje de José y María a Belén fue ANTES que Quirino fuese gobernador".
Por lo tanto, la traducción correcta de Lc 2,2: "hautē apographē prōtē egeneto hēgemoneuontos tēs Syrias Kyrēniou" es: "este empadronamiento (el que motivó que José y María viajasen a Belén) tuvo lugar antes que Quirino estuviese gobernando la Siria". Notemos que traducir "prōtē" como "antes que" es consistente con la traducción del final de Jn 1,15: "hoti prōtos mou ēn" = "porque Él era antes que yo".
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