El Punto Alfa
En un pequeño escrito titulado “Por qué soy todavía cristiano” el gran teólogo católico Hans Urs von Balthasar sostuvo que la tarea exigida hoy al cristiano parece sobrehumana. ¡Hay tan pocos cristianos misioneros y son tantos los ámbitos que deben ser transformados según el Evangelio…! Se tiene la impresión de que el cristiano tendría que estar en muchos lugares a la vez para poder cumplir su difícil misión; pero en realidad al cristiano le basta estar en un solo lugar, un lugar bien determinado: el Punto Alfa, Jesucristo.
A menudo los cristianos militantes caemos en la tentación del “activismo". El “activista” piensa que su vida cristiana será tanto mejor cuantas más obras buenas realice. Da más importancia a la cantidad que a la calidad de sus actos. De ahí que prodigue sus esfuerzos sin medida, multiplicando sus actividades eclesiales o profanas. Ciertamente el entusiasmo y la entrega generosa son virtudes; pero ocurre con frecuencia que, en medio de esta vorágine de compromisos, aturdido por tantas “cosas urgentes", el cristiano no encuentra tiempo para lo más importante: la oración, la lectura de la Biblia, la Santa Misa, etc. Al descuidar su relación personal con Dios, fuente primordial de la vida de fe, el activista pone en peligro su propia identidad cristiana.
Por lo común el activista tiene una religiosidad “horizontalista”; o sea, tiende a privilegiar la relación “horizontal” con los demás seres humanos frente a la relación “vertical” con Dios. La auténtica vida religiosa debe integrar necesariamente ambas dimensiones (vertical y horizontal); pero es indudable que en esta integración debe tener primacía la relación con Dios. Ésta es el eje en torno al cual se debe articular toda la red de relaciones interhumanas. Por eso el mandamiento principal es el que prescribe amar a Dios sobre todas las cosas. El amor al prójimo como a uno mismo es el segundo mandamiento, semejante al primero (cf. Mateo 22,34-40 y paralelos).
En épocas pasadas, el cristiano estaba muy expuesto a la tentación de olvidarse de la tierra por amor al cielo. En nuestra época, por el contrario, el mayor peligro para la fe procede de la tentación de olvidarse de Dios por amor al mundo, un mundo que fascina y atrapa.
El Concilio Vaticano II fue sin duda un acontecimiento providencial, el más significativo de la historia reciente de la Iglesia. Sin embargo no es posible dejar de reconocer que desde el post-concilio se hizo demasiado común un estilo de vida cristiana en el que la dimensión socio-política parece ser la predominante. La subestimación del núcleo propiamente religioso de la vida cristiana termina invariablemente diluyendo su identidad o desviando su energía.
Hoy es necesario volver a hacer patente que el problema esencial que enfrenta todo hombre (rico o pobre) no es económico ni social, sino religioso. También el hombre contemporáneo, como los hombres de todos los tiempos, tiene una necesidad radical de Dios. Por eso la mayoría lo busca, aunque muchas veces a tientas y en la oscuridad. Al hombre que busca a Dios, a veces los católicos le ofrecemos un mensaje que parece reducirse a los derechos humanos, la justicia social, la solidaridad, etc.; valores sin duda positivos, pero que sólo en Dios adquieren un sentido absoluto y llegan a iluminar lo más profundo del hombre. Ésta es una de las razones por las cuales algunas personas, al no percibir la luz que ansían y esperan recibir de la Iglesia Católica, se alejan de ella y se vuelven adeptos de iglesias protestantes, de extrañas sectas o de nuevas religiones.
Si no queremos que nuestra fe sucumba en la gran crisis religiosa propia de nuestra época secularista, debemos centrar nuestras vidas en Dios y cultivar amorosamente nuestra relación con Cristo, particularmente por medio de la Eucaristía, que –como enseñó el Concilio Vaticano II– es la fuente y la cumbre de la vida cristiana.
El cristiano, mientras esté en el mundo, vivirá siempre la tensión entre el amor a la vida terrena y la esperanza de la vida eterna. Pero él no debe optar entre estas dos dimensiones de su existencia, sino unirlas en su vida concreta, según su vocación particular y según sus propios dones y carismas. Hay tantas maneras de hacerlo como cristianos. Un claro ejemplo de esto es el maravilloso conjunto de tipos humanos conformado por los santos y santas canonizados por la Iglesia. Sus vidas fueron muy diferentes entre sí; pero cada una de ellas estuvo centrada en el mismo misterio de Amor inefable.
Jesucristo dijo: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Apocalipsis 22, 13). Y también dijo: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de Mí no podéis hacer nada” (Juan 15,5).
Roguemos a Nuestro Señor Jesucristo que nos conceda experimentar día tras día la alegría de su presencia y la eficacia de su gracia, anticipo de la gloria celestial, y que, permaneciendo unidos a Él, fuente inagotable de agua viva, tengamos vidas fecundas y demos muchos frutos de justicia y caridad.
Daniel Iglesias Grézes
2 comentarios
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DIG: De acuerdo. Gracias, Vicente.
Pronto me devolverán mi PC doméstica, con un nuevo disco duro, y podré retomar un ritmo más intenso de trabajo en infoCatólica.
Que el Señor los bendiga a todos.
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