Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a la Curia Romana (22/12/2005)

(…)

El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer?

Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de la tempestad, diciendo entre otras cosas: “El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe…” (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido.

Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos.

Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.

La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.

De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir.

Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el tiempo y el tiempo mismo.

Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del don del Señor. Son “administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1), y como tales deben ser “fieles y prudentes” (cf. Lc 12, 41-48). Eso significa que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que no quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final, pueda decir al administrador: “Puesto que has sido fiel en lo poco, te pondré al frente de lo mucho” (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas parábolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta al servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.

A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio “quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones", y prosigue: “Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (…). Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado” (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).

Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.

Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó también una motivación específica por la cual una hermenéutica de la discontinuidad podría parecer convincente. En el gran debate sobre el hombre, que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de modo especial al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la relación entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual, por otra (cf. ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más clara si en lugar del término genérico “mundo actual” elegimos otro más preciso: el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna.

Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la “religión dentro de la razón pura” y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios", había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna.

Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado. La gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad.

Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo.

La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas hacían profesión de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban cuenta cada vez con mayor claridad de que este método no abarcaba la totalidad de la realidad y, por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sabiendo que la realidad es más grande que el método naturalista y que lo que ese método puede abarcar.

Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado.

En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión.

En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.

Todos estos temas tienen un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio– y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.

Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.

En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.

Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.

El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Ésta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.

La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia.

Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario, les lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una respuesta con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.

El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos; prosigue “su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios", anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. Lumen gentium, 8).

Quienes esperaban que con este “sí” fundamental a la edad moderna todas las tensiones desaparecerían y la “apertura al mundo” así realizada lo transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones interiores y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza para el camino del hombre.

Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al contrario, asumen nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo demuestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un “signo de contradicción” (Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II, siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana.

El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado como “apertura al mundo", pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas.

La situación que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta, exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15). Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única razón dada por Dios.

Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el pensamiento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada en la tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de entrar en una contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino quien medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, poniendo así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante en su tiempo.

La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo, ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II llegó la hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la base del Vaticano II.

Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia.

(…)

Fuente: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia_sp.html

12 comentarios

  
Beatriz
"El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Ésta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.

La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia."

Muy buena reflexión. Los primeros mártires cristianos murieron no sólo por su fe sino por su libertad de profesar la propia fe y por la libertad de conciencia.



---

DIG: Muchas gracias, Beatriz.
14/11/10 7:15 AM
  
luis
Sí, el Papa está haciendo un gran esfuerzo por limitar la llamada libertad de conciencia a la inmunidad de imponer la fe. No es esto lo que entiende el mundo moderno, ni la interpretación usual del Vaticano II. Sobre esto no hay discusión, porque la Iglesia siempre sostuvo que la fe católica no se puede imponer. El problema es el llamado derecho al proselitismo religioso de cultos falsos, y el derecho a la manfiestación religiosa de dichos cultos. Aquí esta el problema: todo el magisterio anterior, secular, sostiene que no hay tal derecho.

---

DIG:

Tu intento de interpretar las enseñanzas de Benedicto XVI como un apoyo a tu postura no tiene fundamento. El Papa apoya la declaración del Vaticano II sobre la libertad religiosa, declaración que tú atacas.

"El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Ésta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos." (Benedicto XVI).

14/11/10 3:07 PM
  
Beatriz
Es católica y cristiana la libertad individual ("Mira, yo he puesto hoy delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal" Deuteronomio 30,15 ) y la libertad de conciencia, San Pablo lo mencionó y los primeros cristianos murieron por hacer prevalecer su libertad de profesar su fe y libertad de conciencia.
14/11/10 3:50 PM
  
Mariano (Argentina)
Sí, luis, ya sería un gran bien que el Papa limitara lo más posible el concepto de libertad religiosa a la inmunidad de coacción externa, de la que hablo el CVII. Además, no olvidemos que -por milagro-, el punto 2109 del catecismo no considera a la libertad religiosa como un derecho ilimitado, sino como un derecho que debe ser administrado por la Autoridad pública de acuerdo a la prudencia política y a la coyuntura social y religiosa de un determinado pueblo.
14/11/10 8:42 PM
  
Beatriz
Luis, creo que tenemos una percepción diferente de las palabras del Papa. Yo entiendo que en las naciones donde el catolicismo es minoría y es incluso perseguido, como en los países islámicos donde la conversión al cristianismo se paga con la muerte, se puede reclamar con justa razón que "ningún Estado puede imponer determinada profesión de fe". Pero también podría referirse al reinado social de Cristo (que sabemos es una verdad dogmática): Cristo es Rey Universal, todo fue creado por El y para El; "El hombre individual y el jefe de familia, el simple ciudadano y el hombre público, los particulares y los pueblos, en una palabra, todos los elementos de este mundo terrestre, cualesquiera que sean, deben sumisión y homenaje al nombre de Jesús" (M. Pie) pero como decía San Cirilo de Alejandría: no "por violencia ni por usurpación" sino "en virtud de su misma esencia y naturaleza" es decir, "con la gracia de Dios" y en libertad de conciencia las personas podrán reconocer la realeza de Cristo: que todo le pertenece a Cristo y tiene dominio soberano sobre todas las cosas. Ninguna ley humana puede conseguir lo que sólo la gracia puede, por eso "ningún Estado puede imponer" sino que "sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia". El contexto de sus palabras es el decreto sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II: "El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia." Sólo con la gracia de Dios todos los elementos de este mundo terrestre, cualesquiera que sean, deberán sumisión y darán homenaje al nombre de Jesús.

Quizás me equivoco pero esa es la forma como yo lo percibo.

14/11/10 10:10 PM
  
luis
Beatriz, la cuestión es otra. La cuestión es si una persona tiene o no derecho a la profesión y sobre todo difusión pública de un culto falso. La Iglesia, durante cientos de años, dijo que no, que de suyo nadie tiene derecho a difundir un error, y menos que menos en materia religiosa. Que en todo caso el error se puede tolerar, por motivos prudenciales. Tolerancia no es lo mismo que derecho.

La posición contraria es que la persona tiene derecho a difundir su culto falso, y que incluso en quien no busca la verdad, este derecho permanece. No se trata de tolerancia, sino de derecho.
Esta idea es extraña a la tradición catolica, al menos hasta la segunda mitad del siglo XX.

---

DIG: Recapitulemos la discusión sobre la libertad religiosa como inmunidad de coacción. Sobre este punto hay tres posturas posibles coherentes:

1) No hay libertad religiosa ni en el fuero interno ni en el fuero externo.
2) Hay libertad religiosa en el fuero interno, pero no en el fuero externo.
3) Hay libertad religiosa en el fuero interno y en el fuero externo.

La tesis 1 corresponde a la praxis de la Inquisición. Ningún hereje se salvó de la hoguera jurando que se abstendría de manifestar su herejía en el fuero externo. Todos tenían que retractarse y abjurar de su herejía, volviendo a profesar la fe común.

La tesis 2 es la vuestra, la de los tradicionalistas. Prescindo aquí de las diferencias de matiz entre ustedes (¿hasta dónde llega el derecho de coacción en el fuero externo? Esta pregunta daría lugar a interminables discusiones entre ustedes mismos).

La tesis 3 es la del Vaticano II, Juan Pablo II y Benedicto XVI.

El problema es que ustedes entreveran el partido, defendiendo la tesis 2 a la vez que defienden la praxis de la Inquisición, critican al Vaticano II y a Juan Pablo II y pretenden falsamente que Benedicto XVI apoya vuestra tesis. No, señores. No vale jugar a tres puntas. Hay que decidirse por una sola de las tres posturas posibles.

(En realidad hay una cuarta, pero es absurda: reconocer la libertad religiosa en el fuero externo y negarla en el interno).
14/11/10 10:18 PM
  
Nonplacet
Estimado Daniel, el problema radica en que cuando se pide que alguien explique que el Magiterio anterior condenara una cosa y el Concilio Vaticano II a esa misma cosa la declarara derecho, nadie da una respuesta completamente satisfacoria. O se argumenta que lo anterior no vale (pues vaya magisterio) o se dice que significa lo mismo (lo que implica que las palabras están vacías de significado, con lo que la comunicación se hace imposible) o se afirma que hay una ruptura en ese punto concreto y en algún momento Roma debería resolverla haciendo uso de la infalibilidad.


Como Dios no desprecia la razón que Él mismo nos ha dado, y obcecarse en negar la evidencia es más propio de religiones como el islam que del catolicismo, personalmente me inclino por la última opción.

---

DIG: Benedicto XVI responde a tu dilema en este discurso, y lo hace en clave de continuidad, no de ruptura. Por favor relee el discurso con mente abierta y dócil.
15/11/10 12:24 PM
  
Nonplacet
Eso sí, en esa falla magisterial, se puede hablar y argumentar, porque ambas posiciones implican puntos de vista diferentes. Por ejemplo, en una respuesta que me da en su post llamado 'La civilización del amor', afirma Vd.: "Si los cristianos estuvieran en contra de la libertad religiosa de los musulmanes en Occidente, no tendrían (como de verdad tienen) autoridad moral para exigir a los musulmanes libertad religiosa para los cristianos en los países islámicos".

Bien. Usted argumenta en estas líneas citadas desde el punto de vista prudencial. Es decir: si queremos libertad para los cristianos en Oriente, debemos otorgar libertad para los musulmanes en Occidente. El problema es elevar esas medidas prudenciales a la categoría de principio, por la cual es deber moral dar derecho de culto y proselitismo a otras religiones.

Pero eso es caer directamente en el relativismo, porque derecho sólo tiene lo que es bueno y justo, y por tanto, en materia religiosa sólo tendrá derecho Cristo, pues el resto de religiones son falsas. A lo que tienen derecho las personas que profesan otros credos es a que no les intenten imponer la fe por la fuerza o mediante coacción. Lógico, si Dios no violenta las conciencias, cómo íbamos a tener esa potestad nosotros. Pero una cosa es no violentar la intimidad y la conciencia de la persona y otra muy diferente que esa persona que profesa una religión falsa (y por tanto perniciosa) tenga derecho a extender sus creencias en la sociedad. En realidad, es pura lógica.

---

DIG: Dios nos ha creado libres. El gran don divino de la libertad tiene diversas facetas, de las cuales una fundamental es la libertad religiosa. Todos los seres humanos tienen derecho a que se les reconozca esa libertad.
15/11/10 12:34 PM
  
Beatriz
"Bien. Usted argumenta en estas líneas citadas desde el punto de vista prudencial. Es decir: si queremos libertad para los cristianos en Oriente, debemos otorgar libertad para los musulmanes en Occidente
El problema es elevar esas medidas prudenciales a la categoría de principio, por la cual es deber moral dar derecho de culto y proselitismo a otras religiones."

Estoy a favor de una solución al problema con los términos usados. Medida prudencial me parece más acertado que derecho.



---

DIG: Es un deber moral reconocer la libertad religiosa de todas las personas, incluso las no cristianas.
15/11/10 2:40 PM
  
Beatriz
Luis, entiendo tu argumentación, me parece que tú no entiendes el mìo, pero no hay problema, el mundo no se va a acabar, por lo menos no hoy.

---

DIG: Eso sólo Dios lo sabe.
15/11/10 2:43 PM
  
luis
Entiendo perfectamente tu argumentación y la comparto, Beatriz. Libertad religiosa puede querer decir muchas cosas, unas acepciones son legítimas, otras no.
La Iglesia siempre ha establecido la legitimidad de la libertad psicológica o facultad inmanente de adherir a la fe. Por supuesto, también ha establecido la inviolabilidad de la mente. Nadie puede ir preso por pensar de una forma u otra. Esto está claro, es doctrina de siempre. No se puede obligar, tampoco, a profesar ninguna religión, aunque sea la verdadera. El impulso debe ser siempre inmanente, espontáneo, surgir de la interioridad de la persona, porque de lo contrario no hay acto de fe.

Lo que me hace ruido es precisamente la consagración del principio de la libertad religiosa para todo culto como un derecho de acción pública, con libertad de difusión, "incluso en quienes no buscan la verdad". Esta doctrina es nueva, contraria a la tradición. Por eso Benedicto, en su discurso, procura soslayarla y rectificarla. Pero el daño está hecho.

---

DIG: ¿Dónde Benedicto XVI corrige al Vaticano II?
15/11/10 3:55 PM
  
luis
Lo corrije, en cuanto pone el foco de la libertad religiosa en "la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia"

Es el sentido tradicional: no se puede imponer la fe católica. En cuanto al derecho de profesar y difundir públicamente una religión errónea, no dice una palabra.


---

DIG: Esa "corrección" existe sólo en tu imaginación. Lo que consta explícitamente en el texto es que el Papa defiende la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa. No hay ninguna razón para suponer que esa defensa excluye los aspectos de esa doctrina que a ti no te gustan.
19/11/10 3:53 PM

Los comentarios están cerrados para esta publicación.