Domingo III de Adviento: El testigo
Juan venía como testigo, “para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era la luz, sino el que daba testimonio de la luz” (Jn 1,7-8). No centra la atención sobre sí mismo. Sabe que no es el Mesías, ni Elías ni el gran profeta esperado. Es un testigo de la luz y una voz que clama en el desierto. En la humildad de Juan está su grandeza.
San Agustín contrapone la provisionalidad de la voz a la eternidad de la Palabra: “Juan era la voz, pero el Señor es la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz provisional; Cristo, desde el principio, es la Palabra eterna”. La voz es un medio que tiene como finalidad llegar al oído para que la palabra que trasmite edifique el corazón. Juan es esa voz que rompe el silencio del desierto para pedir que se allane el camino del Señor. Y este camino solamente puede ser allanado mediante la oración y la humildad.
El Adviento nos empuja a ser, como Juan, “testigos de la luz”. Para que podamos desempeñar esta misión necesitamos, al menos en cierta medida, conocer y experimentar la luz. Como dice Benedicto XVI: “En la Iglesia, en la Palabra de Dios, en la celebración de los sacramentos, en el sacramento de la Confesión, con el perdón que recibimos, en la celebración de la santa Eucaristía, donde el Señor se entrega en nuestras manos y en nuestro corazón, tocamos la luz y recibimos esta misión: ser hoy testigos de que la luz existe, llevar la luz a nuestro tiempo” (“Homilía”, 11-XII-2011).
Vivir de este modo el Adviento supone profundizar en la fe, en la experiencia de la oración y del trato con Jesucristo. Si, secundando la acción de la gracia, preparamos el camino para el encuentro con el Señor, Él, que es la Palabra, cambiará nuestro corazón. Con la fe, se cumplirá lo que dice el Salmo 35: “tu luz nos hace ver la luz”. La luz de la fe nos permite reconocer a Jesucristo como luz de Dios y luz del mundo.