Creer y gustar
El gusto es, en general, “un contacto entre la subjetividad y lo real en el que emerge para la interioridad subjetiva un saber inmediato sobre la congruencia (armonía y disarmonía) entre subjetividad y realidad” (J. Vicente Arregui – J. Choza). En el gusto, el sabor es inmediato; es decir, no hay distancia entre sujeto y objeto.
El sabor se asimila al saber y la revalorización del gusto reivindica una sabiduría más integral, que aprecie no solo la mente, sino la realidad total del cuerpo y del mundo que somos. El gusto permite, al saborear las cosas, hacerlas propias; establecer una suerte de comunión entre el sujeto y lo saboreado.
Algo análogo ocurre con el saber, entendido como conocimiento por connaturalidad con lo conocido, en el que el sujeto tiende a identificarse, a asimilarse con la realidad conocida: “Conocer es ser y ser lo que se conoce” (M. Blondel).

“Tocar con el corazón, esto es creer”, comenta San Agustín a propósito de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf Lc 8,45-46). Jesús distingue ese ser tocado del ser estrujado por la gente.
La fe es “escuchar", pero es también “ver” y hasta “tocar": “fides ex auditu, sed non sine visu”, la fe viene del oído pero no sin vista (San Cirilo de Jerusalén). La fe tiene una estructura sacramental - que se remonta de lo visible a lo invisible - porque se basa en la Encarnación del Verbo, en la presencia concreta del Hijo de Dios en medio de nosotros.
La oración del Shemá Israel comienza con estas palabras: “Escucha, Israel” (Dt 6,4). La fe, la virtud por la cual creemos a Dios, está ligada al oído: “Creer es, ante todo, escuchar” (F. Conesa), abrir el corazón y poner en práctica lo escuchado. La fe viene de la escucha, nos dice San Pablo (cf Rom 10,17). Pero, para que podamos percibir los sonidos, se hace necesario sintonizar, ajustar la frecuencia de resonancia.






