21.09.18

"Maternidad subrogada"

Las palabras, las expresiones lingüísticas, nunca son inocentes. El lenguaje encierra una enorme capacidad de revelar o de ocultar lo real, de contribuir al bien, al reconocimiento de la dignidad del hombre, o al mal, al sometimiento del hombre por el hombre; en el peor de los casos, a la reducción de la persona humana a objeto del capricho de los más fuertes, a mera mercancía, a disposición del mejor postor.

Algunas expresiones son especialmente inquietantes: “Maternidad subrogada”; “interrupción voluntaria del embarazo”; “reasignación de sexo”; “teoría de género”… Uno se pierde en medio de ese piélago de las palabras que, tantas veces, en lugar de ser medios para ayudar a comprender lo real, se convierten en señales crípticas que desorientan y que abren la puerta a un ejército reducido de expertos que venden muy caros sus consejos y sus terapias.

“A río revuelto – dice el refrán – ganancia de pescadores”. Y, en ocasiones, el río no se revuelve solo, sino que conviene a muchos que esté cada vez más turbio.

La maternidad, a mi modo de ver, puede ser cualquier cosa menos “subrogada”, “sustitutiva”. La maternidad es una relación muy importante no solo para uno de los términos de la misma – la madre – sino, sobre todo, para el otro término, el hijo. Una persona que no es la madre gestante puede asumir, legalmente, por adopción, el papel de madre, pero sin sustituirlo. Se hace cargo del niño, lo trata como a su hijo, lo convierte en un hijo propio, pero no debe negar al hijo que ella no lo ha gestado, sino que lo ha adoptado.

Hoy he leído un interesante artículo sobre este tema tan complicado. Y cito literalmente las frases que estimo que son más esenciales – ¡no me vayan a acusar de plagio! - : “Aunque la maternidad subrogada fuese plenamente altruista seguiría suponiendo una cosificación del cuerpo de la mujer, una separación antinatural de la madre real y de su hijo, y la utilización de un bebé ‘fabricado’ para satisfacer un deseo” (Ángel Guerra Sierra, “La maternidad subrogada”, La Voz de Galicia. Opinión, 21/09/2018).

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18.09.18

La lógica perversa del aborto y de la blasfemia

Pienso que solo hay una manera coherente de estar a favor del aborto: defenderlo hasta el último minuto antes del parto y, si hace falta, hasta después del mismo. Si la premisa esencial – y no veo otra – es “nosotras parimos, nosotras decidimos”, se podrá decidir en cualquier momento y por cualquier motivo.

Y si se puede decidir antes, ¿por qué no también después? Un hilo de coherencia – en el mal – une el aborto y el infanticidio. Al fin y al cabo, un bebé no deseado – y esa parece ser la causa de su eliminación física – puede no ser deseado mientras está dentro de la madre o cuando ya está fuera de ella, pero necesitado todavía de sus cuidados.

Me da hasta un poco de miedo expresar esta convicción. Aunque, obviamente, son muchos los que la expresan y hasta la defienden. Yo no defiendo ni una cosa ni la otra: ni el aborto ni el infanticidio. Pero cada día estoy más seguro de que la diferencia entre una y otra acción es accidental, no sustancial. Y también de que, si no se hace algo, todo podría ir a peor.

Las leyes son bastante hipócritas. Nadie, y los legisladores menos, desea retratarse ante la historia como un asesino en serie o como un tirano despiadado. Los legisladores pretenden justificar su tarea como un servicio a los ciudadanos. Un servicio que consiste en regular lo que ya existe. Sin entrar demasiado en si lo que existe es bueno o malo. Al final, no se cree que nada sea bueno o malo. Si nada es bueno, nada es malo. Y viceversa.

Nada es bueno y nada es malo – se supone - , pero algunas cosas “suenan” bien y otras muy mal. Hoy suena muy mal que se discrimine a una mujer por ser mujer. Si se pretendiese ir más allá de las apariencias, se encontrarían razones que justificarían a fondo que esto suena mal porque realmente está mal. Pero se esquiva llegar al fondo.

Solo en este marco de la mera apariencia, de la ética sin fundamento, se puede entender el escándalo (falso) del Partido Laborista del Reino Unido que, según “Infocatólica”, “quiere prohibir que se informe del sexo de los no nacidos para evitar que sean abortados por ser niñas”.

Si el aborto no es un mal, si es hasta un derecho, si “nosotras parimos, nosotras decidimos”, ¿a qué viene que el Partido Laborista trace una línea de demarcación entre lo que una debe decidir o no? Esa pretensión sería absurda e infundada.

Esa pretensión solo se puede basar sobre un prejuicio: Una característica genética como el sexo femenino no es razón para abortar; sin embargo, una característica genética como el síndrome de Down sí lo sería. Si la niña en cuestión puede tener ese síndrome, se le puede abortar. Si no viene con ese síndrome, el aborto sería una discriminación intolerable.

¿Por qué el aborto en algunos casos sería intolerable? En el fondo, por la misma razón por la cual el aborto es intolerable en todos los casos: Porque la aprobación legal del aborto supone aceptar que se puede justificar la eliminación de un ser humano inocente. Ya que el motivo aparente de esa eliminación radique en ser niño o niña, sano o enfermo, Down o no Dwon, blanco o negro, judío o cristiano… es, pienso, un motivo caprichoso.

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“Life is Beautiful”

Salvo los muy jóvenes - los que hayan nacido ayer más o menos - , los demás recordarán sin duda la película de Roberto Benigni, “La vita è bella”. La vi en Italia en 1997, el año de su estreno. Tiempo después tuve la ocasión de visitar la maravillosa ciudad de Arezzo, en la Toscana, donde se ambienta parte de la historia.

La película, en el lenguaje del cine, transmite amor por la vida y esperanza. A pesar de todo, incluso en las circunstancias más difíciles, como las de un campo de concentración, la vida seguía mostrando su belleza.

Defender esa belleza resulta, en ocasiones, problemático. Hay muchos datos que tienden a desmentir la afirmación según la cual “la vida es bella”. La vida puede estar acompañada de elementos muy negativos que hacen difícil percibir su belleza. Hasta puede parecer una “náusea”, un elemento absurdo con el que no nos queda más remedio que lidiar, mal que nos pese.

No es extraño sentirse un poco cansado del esfuerzo de vivir. Incluso puede uno pensar que mejor hubiera sido no haber nacido. Pero, en una dirección contraria a este pesimismo, nos empuja el propio instinto de conservación e incluso la fe. Ya no solo la fe, en el sentido teológico, sino también la confianza básica sin la cual la inserción en lo real resulta prácticamente imposible.

La fe teologal – y teológica – nos ayuda a pensar que la vida es un don de Dios y Dios no nos da nada que, en sí mismo, sea malo, aunque – sin que nosotros sepamos explicar del todo por qué – ese regalo nos llega, casi siempre, envuelto en un papel ya muy dañado por el roce de la historia.

El instinto de supervivencia debe ser atendido de modo análogo. En el fondo de nosotros mismos, algo nos dice que debemos apostar por lo que consideramos que es mejor y, salvo que estemos muy perturbados por el dolor, o por la ceguera que muchas veces lo acompaña, ese instinto apuesta por seguir viviendo.

Me imagino que en la vida de cada uno habrá momentos de plenitud, o casi, y momentos de desmoronamiento, o casi. Y la (casi) plenitud y el (casi) desmoronamiento son compatibles con la fe (teologal y teológica).

La plenitud del entusiasmo, de la sonrisa exaltada, vale para un anuncio de lo que sea – hasta de algo bueno - , pero no es compatible con la vida corriente ni con la agonía de Cristo en Getsemaní. Por otra parte, la agonía de Getsemaní, no es el único icono de nuestro paso por la tierra, ni de la asunción de la carne por el Verbo.

En realidad – en la realidad real de cada día, más allá de sus reconstrucciones exaltadas o trágicas - , es preciso saber captar la belleza y apostar por la esperanza. Hay un lema, tomado de un Salmo, que dice: “In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum” ("En Ti, Señor, he puesto mi esperanza; no me veré defraudado para siempre"), palabras que recoge el “Te Deum”. Son palabras sabias: Sea lo que sea, pase lo que pase, “in Te, Domine…”. Sea lo que sea, pase lo que pase, “non confundar in aeternum”.

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15.09.18

Bombas, fragatas e hipocresía

Cada día asistimos a tal cúmulo de noticias que, a la postre, resulta difícil de procesar. Parece que estamos en medio de un carrusel, de un espectáculo o, incluso, expuestos a una especie de ruleta rusa. Todo se enreda y todo se confunde.

Salen ahora con el afán de robar a la Iglesia Católica bienes que la Iglesia ha “inmatriculado”. “Inmatricular” un bien significa que su propietario, en este caso la Iglesia, lo inscribe en el Registro de la Propiedad.

Una posibilidad, inscribir bienes en el Registro, que la Iglesia no tenía hasta hace muy poco. Inscribir un bien no es robar ese bien, equivale simplemente a que conste en el Registro cuál es su propietario.

A la propaganda, a la ruleta rusa, esto no le interesa. Hay que dar la murga. Con motivo o sin él. Hay que repetir: “La Iglesia roba”, “la Iglesia nos roba”. Las razones a favor o en contra del “mantra” no interesan: “La Iglesia roba”, “la Iglesia nos roba”. Y así, mañana, tarde y noche.

Bueno, cabrá esperar – de momento – en los tribunales, en la Justicia. Salvo que los que mandan vayan sacando decretos que cubran, con la apariencia de la ley, sus fechorías.

Si se apropian, los dueños del cortijo, de los bienes culturales eclesiásticos, sería para la Iglesia, en parte, una liberación. ¡Qué carguen con los gastos de su mantenimiento ordinario! Y que les paguen a quienes han de conservarlos lo que no les van a pagar a los curas que, sin salario apenas, los cuidan.

Esa medida confiscatoria complacería, quizá, a los católicos “monofisitas” que se escandalizan de pagar una entrada para una visita cultural a una catedral. ¡Cómo si a las catedrales no se les cobrasen los suministros y los demás gastos!

Resulta difícil de entender que cueste tanto ayudar a sostener las catedrales. El hecho de pagar una “entrada” debería ser visto como una ocasión práctica para ayudar al sostenimiento del templo. Máxime cuando siempre, las catedrales, reservan horas y espacios para la oración.

Pero, a los agnósticos famosos, esos tiempos y esos espacios no les sirven. No iban buscando la ocasión de confesarse a cualquier hora del día o de poder oír, a cualquier hora del día, un sermón del obispo. Iban a lo suyo, que siempre es “otra cosa".

Todo el mundo se pone, con frecuencia, muy digno. Hasta con las bombas. Dicen que España le vendió a Arabia Saudita unas bombas. Un pacifista no vende bombas; ni las fabrica. Pero parece que Arabia Saudita había encargado también unas fragatas. Y España (su Gobierno), antes de perder el contrato de las fragatas, se muestra cada día más comprensiva con la venta de bombas.

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14.09.18

Tesis y doctores

He de confesar que de joven – cuando estaba acabando COU – tenía ya muy decidido que, Dios mediante, algún día sería doctor. Creo que fue por esa época – comenzando en el Seminario Mayor– cuando un flamante doctor en Teología nos predicó los ejercicios espirituales. Mi propósito doctoral se incrementó: Lo tenía claro. Algún día me doctoraría en algún campo del saber. Quizá en Filosofía o en Teología.

Los años, y los acontecimientos, fueron llegando, uno tras otro, y ese deseo de la primera juventud se hizo realidad cuando obtuve el doctorado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (la tesis la defendí a finales de 1999, pero la publicación de la misma – sin la cual no se expedía el título de doctor – se hizo en 2000).

Nunca me he arrepentido de ese esfuerzo, ni de ese título. Pero también soy plenamente consciente de que, una tesis y un doctorado, es un primer paso que, tomado de forma aislada, no significa gran cosa. Uno puede hacer el doctorado y quedarse ahí, estancado, o puede no hacerlo y llegar a ser, pese a ello, alguien importante en un campo del conocimiento. El presidente del tribunal, al que me encontré paseando por Roma unos días después del de la defensa, me aconsejó, muy sabiamente: “No se sienta atado a la tesis”.

Igualmente, como en todo, hay tesis y tesis. Algunas hacen historia – por ejemplo, la tesis de Maurice Blondel, “La acción”, que no solo fue su obra más importante, sino que sigue siendo una referencia de la historia del pensamiento – y otras, la mayoría, pasan sin pena ni gloria. Lo importante es que se hayan elaborado con rigor y que hayan sido evaluadas con justicia.

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