14.12.19

El Señor está cerca

El anuncio del profeta: “Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará” (cf Is 35,1-6.10), se cumple con la llegada de Jesucristo. Las obras que el Señor realiza testimonian su condición mesiánica: “los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia” (Mt 11,5).

Enviando a sus discípulos a encontrarse con Jesús, Juan Bautista, el Precursor, busca confirmarlos en la fe: “Miró, pues, en esto Juan, no a su propia ignorancia, sino a la de sus discípulos y los envía a ver sus obras y sus milagros, a fin de que comprendan que no era distinto de Aquel a quien él les había predicado y para que la autoridad de sus palabras fuese revelada con las obras de Cristo y para que no esperasen otro Cristo distinto de Aquel de quien dan testimonio sus propias obras” (San Hilario).

La cercanía del Señor, su proximidad inaudita, engendra en el corazón del cristiano la alegría: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca” (Flp 4,4.5). San Pablo, que da este mandato, no careció en su vida de sufrimientos y de tribulaciones. No obstante, vivió y mandó vivir la alegría. Como comenta Benedicto XVI: “Si el amado, el amor, el mayor don de mi vida, está cerca de mí, incluso en las situaciones de tribulación, en lo hondo del corazón reina una alegría que es mayor que todos los sufrimientos” (3-10-2005).

Caminar hacia el encuentro de Cristo que viene equivale a descubrir su presencia cerca de nosotros, en medio de nosotros, para ver “la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios”. Su presencia es oculta, pero real, y sus obras siguen hablando en favor de Él. También hoy los ciegos dejan de serlo cuando descubren la Luz. También hoy los paralizados por el miedo son capaces de andar. También hoy los estigmatizados por el mal quedan limpios y los muertos por el pecado resucitan a la vida de la gracia. También hoy el Evangelio es anunciado a los pobres.

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7.12.19

La Inmaculada

Para que el Verbo eterno habitase entre nosotros haciéndose hombre, Dios preparó a su Hijo una digna morada. Esa Morada nueva es la Virgen, la “llena de gracia” (Lc 1,28); es decir, la criatura totalmente amada por Dios, ya que su corazón y su vida están por entero abiertos a Él. La casa de Dios con los hombres queda así inaugurada. María es el Israel santo, que dice “sí” al Señor y, de este modo, se convierte en la primicia de la Iglesia y en el anticipo, aquí en la tierra, de la definitiva morada del cielo. Dios vence, con su amor insistente, la desobediencia de Adán y de Eva, el peso del pecado, el absurdo intento de exiliarlo a Él, a Dios, del mundo de los hombres.

El Señor construye su casa preservando de todo pecado a María, para mostrar que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Se muestra así, en toda su belleza, el proyecto creador de Dios: “El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría de tener la pureza y la belleza de la Inmaculada”, enseña Benedicto XVI. No es rebelándose contra Dios como el hombre se encuentra a sí mismo. Por el contrario, es abriéndose a Él, volviendo a Él, donde descubre su dignidad y su vocación original de persona creada a su imagen y semejanza.

En la Carta a los Efesios, San Pablo se hace eco del plan de salvación: Dios nos eligió en Cristo “antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1, 4). En la Virgen, desde el primer instante de su concepción inmaculada, sólo hay aceptación y acogida de esta voluntad divina. En Ella, verdaderamente, todo se hace según la  palabra de Dios, sin ningún tipo de obstáculo o interferencia.

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3.12.19

«Misterium Natalis», el signo admirable

El precioso Belén que, por iniciativa del Ayuntamiento, se ha instalado en la Casa das Artes de esta ciudad de Vigo tiene como título “Misterium Natalis”, el Misterio del Nacimiento, de la Natividad. En estas fechas el papa Francisco acaba de publicar la carta apostólica “Admirabile signum”, sobre el significado y el valor del Belén en la Navidad. Ha firmado ese texto con ocasión de una visita a Greccio, donde en 1223 San Francisco de Asís inauguró la tradición del Belén.

El Belén es un “signo admirable”. El cristianismo solo resulta inteligible desde una clave: la sacramentalidad; es decir, la referencia del significante al significado, del “signo” al “misterio”. Lo divino, lo transcendente, no está ausente del mundo, sino muy presente, pero de un modo simbólico, sacramental; mediado por lo humano y por lo inmanente.

Hay un texto del “Catecismo de la Iglesia Católica” que resume, de modo ejemplar, la lógica cristiana: “… todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que ‘en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente’ (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el ‘sacramento’, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora”.

Así es. Lo humano puede ser asumido por Dios como signo, como “sacramento”, de su presencia. Lo divino habla, a fin de cuentas, también de lo humano. Emplea la misma gramática. Saber sobre Dios nos ayuda a saber sobre nosotros mismos. Algo parecido expresaba Federico Schleiermacher en su célebre escrito “La fiesta de Navidad”, cuando exteriorizaba, saltando por las calles, su sentimiento de alegría.

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30.11.19

Ya es hora de espabilarse

El Señor, hablando de se segunda venida, nos exhorta a la vigilancia, a estar en vela, a estar preparados (cf Mt 24,37-44). Comentando este pasaje evangélico, San Gregorio Magno escribe: “Vela el que tiene los ojos abiertos en presencia de la verdadera luz; vela el que observa en sus obras lo que cree; vela el que ahuyenta de sí las tinieblas de la indolencia y de la ignorancia”.

Velar es, en primer lugar, abrir los ojos y mantenerlos abiertos para reconocer la presencia de la verdadera luz, que es Cristo, nuestro Señor. San Pablo dice a los romanos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13,11).

El Adviento nos invita y nos estimula a captar la presencia del Señor en medio de nosotros: “La certeza de su presencia, ¿no debería ayudarnos a ver el mundo de otra manera? ¿No debería ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como una ‘visita’, como un modo en el que Él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación?”, se preguntaba el Papa Benedicto XVI en una homilía de Adviento.

Si nos dejamos cegar por las prisas, por la rutina, por la mediocridad, seremos incapaces de advertir la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin la conciencia de su cercanía nos dejaríamos vencer por el hastío y el cansancio. Debemos hacer nuestra la oración del Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados”.

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23.11.19

Santa Catalina, un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios

El papa Benedicto XVI nos recordaba que “cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios” (cf “Verbum Domini”, 48). La vida de Santa Catalina de Alejandría, su martirio, nos ayuda a interpretar el texto evangélico que, insistentemente, repite: “No tengáis miedo” (cf Mt 10, 28-33).

El Señor da ánimo a sus discípulos para que no se asusten. Ya en algunos pasajes del Antiguo Testamento se ponen en boca de Dios esas palabras para mostrar que es Él quien, en momentos difíciles, consuela, alienta y garantiza la seguridad. El cristiano no debe temer a los perseguidores, que solo pueden matar el cuerpo. El único temor que cabe es el temor de Dios, pues Él sí tiene poder sobre el alma y el cuerpo.

Seguramente que la virgen Santa Catalina escuchó muchas veces esa exhortación de Jesús; esa llamada al coraje, a la valentía. De ella se cuenta que se atrevió en público a desafiar al emperador por haber ordenado ofrecer sacrificios a los dioses y a debatir con los mejores retóricos que, al final, se declararon vencidos. La perspectiva de la muerte no consiguió reducirla al silencio, pues estaba convencida de que el martirio no representaba el final definitivo.

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