18.01.20

El Cordero de Dios: Libertad, servicio, sacrificio

San Juan designa a Jesús como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (cf Jn 1,29). Alude así al sacrificio redentor de Cristo. Jesús es el verdadero “Siervo de Yahvé” (cf Is 49,3-6), que viene al mundo para hacer la voluntad del Padre. El servicio y el sacrificio - dos palabras poco gratas a los oídos contemporáneos - están incluidos en el simbolismo del Cordero.

¿Qué significa “servicio”? En la Biblia, el “servicio” puede ser algo bueno o algo malo. Puede tratarse de la sumisión del hombre a Dios o bien de la sujeción del hombre por el hombre; es decir, de una forma de esclavitud. Se trata de acepciones antagónicas de un mismo término.

En el mundo pagano el esclavo, el servidor, no era considerado ni siquiera como una persona; era visto como una propiedad, una cosa, algo semejante a un animal. En la Ley de Israel, no obstante, el esclavo no deja de ser hombre y hasta puede llegar a ser alguien de confianza e incluso heredero (cf Gn 24,2).

Servir a Dios no es ser esclavo. Es todo lo contrario: se trata de un título de nobleza. Pero este servicio se ha de concretar en el culto y en la conducta, en el sacrificio ritual y en la obediencia.

Muchas veces, pretendiendo ser completamente autónomos, plenamente independientes de Dios, nos convertimos en esclavos: De los demás, de la moda, de los intereses dominantes o incluso de nuestras pasiones.

Jesús ha venido a servir, a cumplir la voluntad del Padre. La negativa de los hombres a servir a Dios es reparada por la obediencia de Cristo. Servir es dar la vida, entregándola hasta las últimas consecuencias. No somos “menos” hombres por ser “más” de Dios. Es justamente al revés: Cuanto más seamos de Dios, más somos. En la medida en que seamos sus servidores, seremos libres.

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17.01.20

El Libro Gordo...

El libro gordo

 

“El libro gordo de Petete” era una enciclopedia y un programa de televisión que, al finalizar, terminaba con estas palabras: “El libro gordo te enseña, el libro gordo entretiene, y yo te digo contenta, hasta el programa que viene”.

Hoy los niños no tienen a Petete ni su libro gordo. No les hará falta. Tampoco tendrán a sus padres – que pueden ser malos malísimos: machistas, homófobos, etc. - . Solo les quedarán las ministras y los ministros. Solo les quedará el Gobierno. Solo les quedará el todo y lo único; el poder y la confusión.

Rousseau, ese gran pedagogo, lo tenía meridianamente claro. A sus propios vástagos los envió a la inclusa para que el Estado se ocupase de ellos. Lo hacía - ¡oh precursor! – para apartarlos de la mala influencia de su familia política.

A este paso solo los hijos de padres igualitarios, partidarios de experimentar recíprocamente, por un conducto común, la sumisión que libera, podrán ser educados por sus progenitores – A, B, C o lo que cuadre - . Los demás niños, no. Los demás, a la inclusa, a la escuela pública convertida en inclusa, donde las grandes maestras dictarán, con inefable oráculo, cómo habrán de encaminarse en esta vida y cómo habrán de programar hasta su muerte.

Habrá ley y presupuesto para todo. Podrán, los de la inclusa, “consumar”, es un decir, cuando quieran, con quien quieran, donde quieran, como quieran…Podrán hacer todo, menos cuestionar la autoridad de las grandes ministras, de las grandes regentes del hospicio. Podrán abortar, sin permiso parental, aquellas ingenuas que no se hayan enterado de las infinitas posibilidades de la espeleología.

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11.01.20

El Bautismo: Pascua, humildad, filiación

Jesús acude al Jordán para ser bautizado por Juan (cf Mt 3,13-17). La iniciativa le corresponde a Jesús: Es Dios quien viene al hombre, “el Señor al siervo, el Rey a su soldado, la luz a la linterna”, comenta Remigio. La realidad hacia la que apuntaba el bautismo de Juan, la preparación mediante el arrepentimiento y el perdón para acoger el Reino de Dios, irrumpe ya en la persona de Jesucristo: Él es el Reino de Dios, el Ungido por el Espíritu Santo como Mesías, como Salvador.

Jesús, en su humildad, no teme descender a las aguas para ponerse a la altura de los hombres como tampoco temerá bajar, en su Pasión y en su Cruz, al abismo de la muerte. Jesús, lavado por las aguas, las deja santificadas para los que se bautizarán después: San Agustín escribe que “cuando nuestro Salvador quedó lavado, ya quedaba limpia toda el agua para nuestro bautismo, para que pudiese administrar la gracia del bautismo a las generaciones venideras”.

Jesús se sumerge en el agua para emerger de ella anticipando así su Resurrección, su triunfo sobre la muerte. En esta clave de inmersión y de renacimiento ve el apóstol San Pablo el sacramento del Bautismo: “¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con Él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva” (Rm 6,3-4).

La salida de Jesús de las aguas tiene como efecto la apertura del cielo y el descenso del Espíritu Santo. Viniendo a nosotros, el Señor hace que se abra el cielo; es decir, que sea posible, de un modo nuevo, la comunicación de Dios con los hombres y de los hombres con Dios. También, para cada uno de nosotros, se abre el cielo en nuestro Bautismo para hacernos, en la esperanza de la fe, moradores de la casa de Dios y conciudadanos de los santos. También sobre cada uno de nosotros viene el Espíritu Santo que, desde la humanidad de Cristo, mana como una fuente de vida que nos hace criaturas nuevas.

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6.01.20

Creo que es mi post más visto: "Oro, incienso y mirra"

Me alegra comprobar de nuevo que un post mío, publicado en este blog, ha sido tan visto. Según los datos a los que tengo acceso, unas 138.303 veces. Un blog ayuda a preparar los textos y las homilías que un sacerdote ha de escribir y pronunciar a lo largo del año y, al mismo tiempo, favorece también que esos textos lleguen a un mayor número de personas.

Reproduzco ese post:

“Oro, incienso y mirra”

Los Magos, al ver a Jesús con María, su madre, “cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2,11). Los Magos son los segundos destinatarios de la revelación del nacimiento de Cristo.

Los primeros son los pastores, que representan a los apóstoles y a los creyentes del pueblo judío. Luego, los Magos, que prefiguran la plenitud de las naciones; es decir, a las gentes que vienen a Cristo desde lejos. Finalmente, los justos, los que más anhelaban su venida. A estos últimos se dio a conocer Jesús en el Templo.

¿Cuál es el sentido de estos regalos: el oro, el incienso y la mirra? El oro es un símbolo de la realeza. Jesús es el Rey, pero no es un rey como los reyes de la tierra. Santo Tomás, citando a San Juan Crisóstomo, comenta que “si los Magos hubieran venido en busca de un rey terrenal, hubieran quedado confusos por haber acometido sin causa el trabajo de un camino tan largo”.

Jesús es un Rey celestial. Su reino no es de este mundo (cf Jn 18,36). La realeza de Cristo se ejerce “atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección” (Catecismo 786). Su dominio real se traduce en servicio, en entrega, en dedicación a los otros, especialmente a los pobres y a los que sufren.

El incienso nos remite a la divinidad. Jesús no es sólo un hombre; es el Hijo de Dios hecho hombre. Los Magos “veían a un hombre, pero reconocían a Dios”, escribe el Pseudo-Crisóstomo. No se escandalizan de su pequeñez, de su debilidad, de su limitación. Ven en el Niño a Dios.

La mirra se empleaba para embalsamar a los cadáveres. Jesús “había de morir por la salvación de todos”, comenta San Agustín. Se trata, pues, de un signo de la humanidad del Señor, que no dudó en compartir nuestra condición humilde y abocada a la muerte.

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4.01.20

La comunicación "superlativa"

El misterio de la Encarnación nos habla de la cercanía, de la proximidad y de la inmediatez de Dios: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos” (Sb 18,14-15). 

La gran distancia que separa al hombre de Dios ha sido salvada por el mismo Dios. La Palabra que, desde la eternidad, expresa, por así decirlo, el diálogo intra-trinitario, quiso resonar en el mundo para ser oída por los hombres, elevados de este modo a la condición de interlocutores de Dios. 

La venida de Cristo muestra la misericordia de Dios, su condescendencia: La Palabra que se hizo carne y puso su morada entre nosotros es la misma Palabra que estaba con Dios y que era Dios (cf Jn 1,1). Solo la omnipotencia divina – la omnipotencia de su amor - puede llegar a lo impensable: el anonadamiento de Dios, que se hace concreto en Belén, en Nazaret y en el Calvario. 

Dios, sin dejar de ser Dios, quiso entrar en la historia para salvarnos. El Padre envía a su Hijo al mundo. El Hijo, que subsistía eternamente, comenzó a existir en el tiempo también como hombre, asumiendo en su Persona divina la naturaleza humana que el Espíritu Santo suscitó en el seno virginal de María. En Cristo, la Trinidad se acerca a nosotros, ya que el Señor incluyó su humanidad en su relación filial con el Padre y la hizo, asimismo, portadora del Espíritu Santo. 

La finalidad de la Encarnación es nuestra salvación: El Hijo de Dios asumió una naturaleza humana “para llevar a cabo por ella nuestra salvación” (Catecismo, 461). Se manifiesta así la suma bondad de Dios, que quiso “comunicarse a la criatura de modo superlativo”, explica Santo Tomás de Aquino. 

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