1.05.20

La obediencia se debe, ante todo, a Cristo

Cuando uno cree ver las cosas con claridad, cuando piensa que los acontecimientos confirman sus propias intuiciones, corre el riesgo de ir muy deprisa y de dar por hecho que los demás, todos los otros, verán enseguida las cosas de la misma manera. No es así, no suele ser así. Puede suceder, incluso, que uno parezca arrogante o falto de paciencia. Puede ser. Estar convencido de algo no equivale a suponer la infalibilidad propia. Solo Dios es infalible y, por su misericordia, quien él dispone, en determinados supuestos, para bien de los hombres.

¿Todos podemos opinar en la Iglesia? Sin duda. La Iglesia de Cristo es el reino de la libertad: “Para la libertad nos ha liberado Cristo” (Gál 5,1). Pero todos debemos procurar que nuestras opiniones sean sensatas. Debemos pasarlas por la criba de la razón y de la fe, de la reflexión y de la plegaria. Es verdad que, a veces, uno se deja llevar a la hora de escribir por el ímpetu del propio convencimiento y, hasta sin pretenderlo, puede desconcertar o herir a quien lee. Puede suceder, pero sería tanto o más grave que, por no molestar, uno dejase de decir lo que, en un determinado momento, cree que debe decir.

La Iglesia Católica es jerárquica. Lo es. Quienes tienen la responsabilidad – y la potestad – de regir al pueblo de Dios han de ejercerla. Y no es fácil hacerlo. Lo fácil, tantas veces, sería buscar el aplauso rápido. Algo así como decir, en cada momento o lugar, lo que los oyentes están dispuestos a oír y a aceptar. Yo creo que el que tiene una responsabilidad pastoral – específicamente los obispos y los sacerdotes – tienen que ser fieles a este servicio, tantas veces oneroso, de orientar a los demás cristianos tal como, en conciencia, crean que deben hacerlo.

Los que tienen esta responsabilidad serían “mundanos”, en el mal sentido de la palabra, si por quedar bien ante su “público” traicionasen la verdad. Si pusiesen en juego valores muy grandes – como el respeto a la vida – por granjearse el apoyo de aquellos que, por no tener que ejercer esa misma responsabilidad, muchas veces se sienten inclinados, aunque de buena fe, a la crítica. Creo que los pastores de la Iglesia – primero los obispos, y en parte, subordinada, los sacerdotes – también merecen un poco de empatía. Al menos por parte de quienes se declaran y se sienten católicos.

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30.04.20

¿Reír por reír?

Hay, parece, como una obsesión de salir en las fotografías riéndose. ¿Por qué? El “Diccionario de la lengua española” recoge, en una de las acepciones de “reír”, la siguiente: “Manifestar regocijo mediante determinados movimientos del rostro, acompañados frecuentemente por sacudidas del cuerpo y emisión de peculiares sonidos inarticulados”.

Todos sabemos lo que es “reír”. Y creo que, también, todos sabemos que la risa puede ser oportuna e inoportuna. No reír puede deberse a ser una persona sosa, amargada, funeraria. Reírse sin motivo es, pienso – y el diagnóstico objetivo quizá sea peor - propio de bobos, de inconscientes.

No pretendo reproducir aquí la disputa que recoge Umberto Eco en su novela “El nombre de la rosa”; la contienda entre Jorge de Burgos y Guillermo – personajes de su mundo literario - .

No he tenido siempre buena suerte con la literatura y con las novelas, que, dentro del mundo literario, es el género que más me gusta. No digo que no me hayan gustado. No es eso. Más bien es que siempre me ha pillado la lectura de una novela preferida en el peor momento – cerca de exámenes, con más trabajo, con más urgencias - .

La de “El nombre de la rosa”, claramente. ¿Novela nominalista, positivista…? Puede ser. Pero, en su momento, he disfrutado leyéndola. Otra que me enganchó, muy a final de curso, con riesgo de suspenso, o de notas muy mermadas, fue, en su día, “Bomarzo”, de Mújica Lainez.

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Yo soy la puerta de las ovejas

IV Domingo de Pascua (Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones)

Jesús se define a sí mismo como la puerta que conduce a la vida: “Yo soy la puerta de las ovejas: quien entre por mí se salvará” (Jn 10,9). “Él se llama puerta por ser el que nos conduce al Padre”, dice San Juan Crisóstomo. La súplica de los profetas: “Ojalá rasgases el cielo y descendieses” (Is 63,19) ha sido escuchada. Jesús es el Verbo encarnado, la verdadera puerta del cielo descendida a la tierra (cf Jn 1,51), el único Mediador por el cual los hombres tienen acceso al Padre.

Por su Pasión y su Resurrección, Cristo ha cruzado ya los umbrales de la muerte. Él es el Viviente, el Santo y el Verdadero que, como dice el Apocalipsis, tiene la llave de David que da acceso a la nueva Jerusalén, al cielo, “de forma que si él abre, nadie cierra, y si él cierra, nadie abre” (Ap 3,7). En la tierra, el germen y el principio del reino de los cielos es la Iglesia, el redil “cuya puerta única y necesaria es Cristo” (Lumen gentium 6).

¿Cómo se entra por esta puerta? Sabemos que es estrecha (cf Mt 7, 14) y que no se puede traspasar sin la humildad: “Cristo es una puerta humilde; el que entra por esta puerta debe bajar su cabeza para que pueda entrar con ella sana”, comenta San Agustín. Y en otro pasaje añade el Santo Doctor: “Entra por la puerta el que entra por Cristo, el que imita la pasión de Cristo, el que conoce la humildad de Cristo, que siendo Dios se ha hecho hombre por nosotros”.

El apóstol San Pedro incide en la humildad como elemento esencial del testimonio cristiano; un testimonio que incluye la disponibilidad a sufrir con paciencia penas injustas. Se trata de seguir las huellas de Cristo, el Pastor y Guardián de nuestras almas, que en su pasión “no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente” (1 Pe 2,23). La vía de la humildad es el camino que nos permite acercarnos a Cristo, adherirnos a Él, seguirle y atenernos a su mensaje.

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28.04.20

¿Catolicismo? La tontería se va a acabar

Estas semanas de desdichado confinamiento me están ayudando a ver más claramente lo que ya intuía. Sostener con alfileres un edificio en ruinas es absurdo. La idea de una Iglesia supuestamente coextensiva con la población del barrio en el que está una parroquia es un sinsentido.

La Iglesia está para anunciar el Evangelio. Una tarea –el anuncio - que se ha hecho, sí, pero que exige hoy hacerla mejor. Ya no podemos pensar que ese anuncio será bien recibido. No va a serlo. No tiene que serlo. El anuncio del Evangelio es paradójico. Será, para muchos, lo más racional – lo es, realmente - . Será, para otros, lo más absurdo.

La Iglesia celebra el Evangelio. La santa Misa es algo tan serio que sorprende – gracias a Dios empieza a sorprendernos – que la celebración de la Misa fuera considerado como algo así como el horario de una farmacia de guardia o de una gasolinera. ¿Para qué está una Parroquia? Para ofrecer la Santa Misa. Como si lo de menos fuera calibrar si hay católicos que, de verdad, pueden valorar la Misa.

La celebración de la fe lleva años siendo devaluada, reducida a un producto de consumo, a una especie de “el que paga, manda”. Realmente el que paga, el que marca la “X”, en el escaso ejercicio de soberanía que Hacienda permite sobre nuestros impuestos, no arriesga nada. No le cuesta nada. Pero algunos, muy católicos ellos, esgrimen esa “X” como una advertencia al clero, a sus capellanes: “O hacéis lo que queremos, o se os acaba la X”.

No hay vocaciones, se dice. No puede haberlas. El desprecio a los sacerdotes ha llegado a límites insospechables. Para cualquiera es penoso renunciar a una profesión y vivir como de limosna. Para los sacerdotes, también. Pero los que van de muy fieles, algunos de ellos, nos recuerdan a cada paso que vivimos de las limosnas que ellos, en su liberalidad de señores feudales, nos dan.

La Iglesia anima cómo se ha de regir el mundo. Y esa regla, de como deseamos que sea el mundo, es muy difícil en la práctica, pero no lo es tanto en el deseo: “Al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no solo comunica la vida divina al hombre, sino que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre, a su historia” (GS 40).

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Mayo y el procurador

El mes de mayo está aquí, muy cerca. Para los católicos es un mes muy especial, dedicado a María. En este mismo blog nació, hace ya años, un “Mayo virtual” que se plasmó en un libro “Treinta y un días de mayo” (CCS, Madrid 2010).

Sé, por testimonio directo, que esta iniciativa y este texto sirvió como instrumento para que alguna persona se acercase a la Santísima Virgen, al ayudarle a comprender el papel que Nuestra Señora desempeña en el misterio de la fe, en el plan de salvación.

Me decía esa persona, una mujer muy creyente, que le había ayudado la evocación que el librito hacía del concilio de Éfeso, en 431. Cuando los obispos reunidos en concilio proclamaron solemnemente la maternidad divina de María, el pueblo cristiano reaccionó con enorme entusiasmo. San Cirilo, que lo vivió, relata: “Nos llevaron en medio de antorchas a nuestras residencias. Era de noche. La alegría era general y toda la ciudad se iluminó. Las mujeres iban con incensarios delante de nosotros”.

Otra lectora, muy comprometida con la causa de la vida – y ¡qué necesario es no bajar la guardia en ese compromiso! –, me hizo saber que ella se identificaba con el monje-procurador de “Blanquerna”, obra de Ramón Llull. Este monje tenía un oficio: dirigir, tres veces al día, una salutación a Nuestra Señora en nombre de toda la creación y de toda la humanidad: “Todos ellos y muchos otros infieles te saludan por ministerio mío, cuyo procurador soy…”.

Otros me dicen que se aproxima mayo y que lo seguirán con la ayuda del librito. Cualquier cosa, por muy pequeña que sea, que se haga para acercar a las gentes a la Virgen siempre tiene recompensa.

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