6.06.20

La Santísima Trinidad

“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).

Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.

La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.

El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.

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2.06.20

Fiesta de besos y abrazos

Los medios de comunicación nos informan de que se ha promocionado alguna “fiesta de besos y abrazos”, despreciando las restricciones destinadas a evitar la propagación de la infección por el coronavirus.

El promotor de la fiesta parece que es, eso dicen los medios, un conocido cantamañanas, un notorio irresponsable, que defiende, frente a las terapias y a las medidas adoptadas por todo el mundo, “terapias naturales”, cuya eficacia y rigor no le consta a nadie, más que a quien las promueve.

La vida es así. Hasta la historia de la ciencia lo es, aunque este episodio concreto no tenga nada que ver con la ciencia. No se puede, no obstante, idolatrar la ciencia, cayendo en el cientificismo, en la reducción de todo el saber humano al saber matemática y experimentalmente respaldado.

Todo reduccionismo es parcial, es rebajar el alcance del saber. Pero tampoco se puede despreciar el saber científico, que es muy limitado y muy preciso. Si me hablan de “virus”, yo me confío a lo poco que, en cada momento, me diga la ciencia.

No va a ser la panacea. Es más, los científicos pueden decirnos hoy una cosa y mañana otra. No pretenden dar una explicación global, sino una respuesta muy contextualizada y respaldada por razones que se puedan contrastar, en teoría, universalmente aquí y ahora.

Valorar la ciencia, que es uno de los modos de ejercitar la razón humana, no equivale a convertirse en positivista o en cientificista. El mundo es mucho más que peso y medida, más que física y matemáticas, más que todo eso. Pero el mundo no es sin todo eso.

Queda un camino abierto, y necesario, para la filosofía, para la metafísica y para la teología. No se trata de acortar nada, sino de agrandar, de ver las cosas con mayor distancia y profundidad.

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30.05.20

New York, New York

Solamente estuve una vez en los EEUU; en concreto en la ciudad de Nueva York, especialmente, aunque no exclusivamente, en Manhattan. Quien no haya ido y desee hacerlo, que vaya. Merece mucho la pena. No hace falta que detalle aquí los motivos que hacen de Nueva York una ciudad completamente singular, una de las grandes capitales del mundo.

EEUU ha sido golpeado por el coronavirus. Muchos muertos, demasiados, sobre todo en Nueva York. Pero tampoco debemos perder el sentido de la proporción: EEUU tiene más de 300 millones de habitantes. Es uno de los países más poblados del mundo y uno de los más urbanizados.

El Congreso y el presidente, Donald Trump, aprobaron muy pronto un paquete de medidas para hacer frente a las necesidades de los afectados por el coronavirus

Por si fuese poco lo de la pandemia, se ha extendido por EEUU una ola de indignación y de protesta por la muerte de George Floyd. Si lo que ha sucedido se parece a lo que hemos visto en los medios, no tiene pase. Es un homicidio, un abuso, algo intolerable.

Parece que todo ese inmenso país se ha conmovido. Esta misma tarde me han enviado unas imágenes de unos “Amish” con pancartas. No es para menos. Las fuerzas del orden tienen, en una democracia, el monopolio de la violencia, pero no para ejercerla de cualquier modo, sino en conformidad con la ley.

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Pentecostés

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”, les dice el Señor a los discípulos. Y añade: “Recibid el Espíritu Santo” (cf Jn 20,21-22). El Señor vivo, crucificado y resucitado, se hace presente en medio de los suyos para comunicarles el Espíritu Santo, que los capacita para la misión; una misión que continúa la misión de Cristo y que tiene su origen último en el Padre.

Como enseña el Catecismo: “El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu” (n. 731).

De este modo, la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud y se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación, hablando de “las maravillas de Dios” (cf Hch 2,1-11). Para realizar su misión, el Espíritu Santo construye la Iglesia y la dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6).

Es decir, la Iglesia no es una construcción humana, sino divina. No somos nosotros quienes hacemos la Iglesia; es Dios quien la edifica. Si nos dejamos moldear por la gracia, seremos colaboradores de Dios; miembros del Cuerpo místico de Cristo y piedras vivas del Templo del Espíritu Santo que es la Iglesia. Solo Dios puede abrir a los hombres el acceso a Él; solo Dios puede insertarnos en su comunión de amor, en la intimidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia es sacramento, signo e instrumento, del que Dios se sirve para realizar este proyecto de hacer de cada uno de nosotros familiares y amigos suyos.

En una alocución, el papa Benedicto XVI explicaba la finalidad del envío del Espíritu Santo. Con la Pascua de Cristo, el Espíritu de Dios “se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del amor divino”.

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29.05.20

Con prudencia, las cosas vuelven a su ser

Hemos vivido, y seguimos viviendo, circunstancias infrecuentes. ¿Inéditas? Quizá. ¿Infrecuentes? Seguro.

Ha habido un confinamiento largo que, aunque no ha prohibido celebrar la Santa Misa, que sí se ha celebrado, ha hecho muchas veces – no siempre - inviable que esta celebración tuviese lugar, de modo habitual, con las puertas abiertas y con la asistencia de fieles (ha sido este punto, la posibilidad de asistir, lo que ha quedado menos claro. Los tribunales dirán algo sobre ello, espero).

Esta fase extrema se ha superado. Ya las iglesias están abiertas – teóricamente, siempre han podido estarlo – y ya se celebra la Santa Misa - siempre se ha celebrado – con más fieles, no obligatoriamente ya con un pequeño grupo de ellos.

¿Y qué ha pasado con los fieles? Pues ha pasado lo que razonablemente cabía esperar. Los más concienciados se han ofrecido a hacer posible la celebración de la Misa con más fieles. No han protestado ni exigido, no, se han ofrecido, que no es exactamente lo mismo.

Y hemos empezado, poco a poco, combinando la fe y la responsabilidad. Y yo me pregunto si es posible que creer y ser responsables sean cosas distintas. No lo son. Ni derecho ni de hecho lo son.

Los fieles de nuestras parroquias, al menos de la mía, que no será ni la mejor ni la peor del mundo, están dando unas muestras de sensatez, de madurez, de confianza, de fe; en definitiva, ya eran lo que hoy se ve, pero que hoy se ve, lo que eran, con mayor evidencia.

No hay histerismos, no hay prisas. Sí hay el ofrecimiento de venir a la Misa y de posibilitar, ayudando a desinfectar el templo, que otros vengan a la Santa Misa. Y todo se andará, paulatinamente.

¿Un creyente va dejar de serlo porque, durante una pandemia, se haya cerrado su templo de referencia? No lo creo. Dejará de ser creyente si casi no lo era antes. Lo excepcional puede reforzar la increencia o la creencia. Puede servir para ratificarse en la propia opción o para sentirse interpelado por Dios.

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