Atraca un barco donde van a matar gatos callejeros
Una ONG llamada “Gatos No” ha alquilado un barco para recorrer distintos puertos de la geografía mundial. Su objetivo es eliminar todos los gatos callejeros. La portavoz de “Zorras por el derecho a eliminar la fauna gatuna” ha manifestado la pertinencia de esta iniciativa: “No me gustan los gatos; deben morir”. En el Congreso se plantea ya crear una comisión especial en la que se discuta la conveniencia de darle el matarile a esos félidos indeseables. Parece que bastaría con un leve reajuste en el Código Penal.
La sociedad civil se ha mostrado indignada con esta propuesta. La Asociación de Amigos de los Animales ha puesto el grito en el cielo y exige una comparecencia urgente del Presidente del Gobierno. La Casa Real ha mostrado su contrariedad haciendo públicas unas fotos de las infantitas con los gatos de la Zarzuela: “Mismí y Glugú son dulces, suaves, de un bello color pardo. Sería cruel hacerles daño”, han balbuceado las niñas, según aseguran fuentes bien informadas. El Sindicato de los Actores y Actrices por la paz se han mostrado dispuestos a empezar una huelga: “Dejaremos los teatros vacíos, las salas de cine desiertas y los videoclubs cerrados a cal y canto, mientras no se ponga freno a esa barbarie inconcebible”.

De entre las tareas que tenemos los sacerdotes pocas son más arduas, más difíciles, que la homilía. Cada domingo, como parte de la liturgia y como alimento de la vida cristiana, hay que predicar. Y hay que intentar hacerlo bien. Este ministerio nos obliga a una revisión constante, a un continuo ejercicio de “ensayo y error”, a un sostenido esfuerzo por acertar y por avanzar. Quizá más que nunca el que predica está sometido a la crítica, pocas veces indulgente, de los oyentes. Apenas se oye elogiar una buena homilía. Es más frecuente lo contrario, la queja, más o menos fundada o infundada.
Siempre me ha preocupado el tema de la increencia. En el vocabulario clásico, más que de “increencia” se hablaba de “incredulidad”; es decir, de repugnancia o de dificultad para creer, de falta de fe y de creencia religiosa. Y es un tema que me preocupa porque lo siento como muy cercano a mí. Personas muy allegadas no creen. Es más, yo mismo puedo pensarme como no creyente. Recuerdo un libro de un jesuita - que fue en su día profesor mío - que, a propósito de la increencia, titulaba uno de los capítulos de su obra con una frase provocadora: “Celebrar Misa como un ateo”.
“En octubre diré quién soy y lo que quiero”, había anunciado la Virgen María a los videntes de Fátima. Y este anuncio se cumple en la aparición del día 13 de octubre de 1917: “Soy Nuestra Señora del Rosario”; quiero “que continúen siempre rezando el Rosario todos los días”. Las revelaciones privadas, entre las cuales debemos contar las apariciones de Fátima, nos ayudan a vivir más plenamente la revelación definitiva de Cristo en una época de la historia (cf Catecismo 67). ¿En qué medida puede ayudarnos a vivir la fe en nuestro tiempo saber que María se llama a sí misma “Nuestra Señora del Rosario” y saber que Ella nos pide que recemos el Rosario todos los días?
Jesús nos invita a entrar al banquete del Reino; a ese banquete de bodas que describe el proyecto divino de la salvación. Dios quiere que los hombres participen de su vida reuniéndolos, en la Iglesia, en torno a su Hijo Jesucristo. Cristo es el “corazón mismo de esta reunión de los hombres como ‘familia de Dios’ ” (Catecismo, 542). Él es el Reino de Dios en persona. Entrar en el Reino es vivir con Cristo y en Cristo.












