Navidad: La humildad de Dios
La solemnidad de la Natividad del Señor nos permite contemplar la humildad de nuestro Dios. El esperado de Israel, el esperado de las naciones, el esperado de toda la humanidad no irrumpe en nuestra historia con la pompa y el boato de un emperador. Aparece, se manifiesta, en la conmovedora simplicidad de un Niño recién nacido.
Nace en un establo, porque no había sitio en la posada. Podemos imaginar que la posada estaría ocupada por aquellos que, en Belén, resolvían sus negocios. Las compras y las ventas, las gestiones administrativas, el quehacer cotidiano que no deja espacio a lo nuevo, a la sorprendente entrada de Dios en lo prosaico de nuestras vidas.
La aceptación y el rechazo caracterizan el Nacimiento de Jesús. Y esta polaridad acompaña, a lo largo de los siglos, el anuncio del Evangelio. No siempre Jesús es excluido por maldad, sino, tantas veces, por inconsciencia. Lo inmediato nos absorbe; lo segundo pasa a ser primero en nuestra escala de valores; nuestras pequeñas cosas nos ocupan de tal modo que nos volvemos insensibles hacia las grandes cosas.

La expectación es la espera de un acontecimiento que interesa o importa. El Adviento nos sumerge en la expectación, en la tensión dinámica de la espera “de un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos”: la venida de Cristo (cf Catecismo 522). En la liturgia de este tiempo la Iglesia actualiza la espera del Mesías, compartiendo así la espera de Israel y, de algún modo, la espera confusa de todo hombre; el anhelo de salvación, de redención, de justicia, de felicidad. Al disponernos a celebrar la venida del Salvador en la humildad de nuestra carne, los fieles renovamos el ardiente deseo de su segunda venida en la majestad de su gloria.
Tercer Domingo de Adviento ( B )
“Apenas he aparecido yo, habéis mudado el gesto”, dice la Estulticia al comienzo del “Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam. Sin duda, hoy, con sólo pronunciar la palabra “castidad”, se muda el gesto y el semblante puede reflejar, casi automáticamente, burla, enfado, acritud o esa postura indulgente de quien perdona la vida al necio. El que sale de lo comúnmente aceptado, el que no comulga con la opinión dominante, es visto como un tonto. Se practica, con excesiva frecuencia, una especie de inquisición que no conduce a las hogueras, después del auto de fe, pero sí orilla al discrepante a la cuneta de la irracionalidad, a la acera de los pobres orates que han perdido el juicio y hasta la noción de la época en la que viven.












