26.09.08

Carlos Dívar

No me gusta titular un post con el nombre de una persona. Y menos si de esa persona yo no sé nada. Y realmente no sé nada del jurista Carlos Dívar. Algo así como un instinto, un móvil que obedece a alguna razón oculta, me hace estar prevenido contra todo lo que se conoce como “Justicia”. No ciertamente contra la virtud cardinal, sino contra lo que comúnmente se conoce como “poder judicial”. Será desconfianza, quizá. En todo caso, vale más un mal acuerdo que un buen pleito.

Pero no quiero hablar del poder judicial como tal. No. Quiero hablar de algo que es previo a lo que decidan los jueces. Me refiero al respeto a la libertad religiosa; a la consideración que debe merecernos uno de los derechos humanos más importante. A mí me ha indignado, como ciudadano y como cristiano, que se intentase repudiar la candidatura de un magistrado a presidir el Tribunal Supremo por la única “culpa” de ser muy religioso. Incluso un político, líder de unas siglas herederas del más terrible totalitarismo que ha conocido la historia, se ha permitido la “gracia” de decir que, en adelante, en vez de gritar: “Viva la Constitución” habría que decir “Ave María Purísima”.

Se empieza así y se termina apartando de cualquier puesto público a quien manifieste públicamente ser cristiano. Otros lo hicieron antes. Alejaron, retiraron, marginaron a personas valiosas por el grave delito de ser “judíos”, de ser “contrarrevolucionarios” o, también, por ser cristianos. No digamos nada si se trata de un católico que, además, es devoto, pongamos por caso, de la Eucaristía.

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25.09.08

El rechazo de Dios

El fenómeno del rechazo, de la resistencia, de la contradicción, está presente en la vida y en el ministerio de Jesús y, en consecuencia, en la vida y en el ministerio de la Iglesia. La parábola que recoge el evangelista San Mateo (21,28-32) contrapone dos actitudes: la de aquellos que obedecen sólo de palabra y la de aquellos que, a pesar de la oposición inicial, terminan obedeciendo con las obras. El Señor describe con esta parábola una experiencia propia: la resistencia a creer en Él por parte de los fariseos, de los letrados y de los sacerdotes de Jerusalén; es decir, de aquellos que, al menos en teoría, dicen “sí” a Dios, porque afirman conocer la Ley y presumen de cumplirla, pero rechazan a los enviados de Dios, incluso al mismo Hijo de Dios.

Por el contrario, los considerados últimos desde el punto de vista religioso; los pecadores públicos, como los publicanos y las prostitutas, a pesar de su desobediencia inicial a Dios – ya que viven en pecado y al margen de la Ley – , al escuchar a Jesús y al ver sus obras creen y se convierten. Es precisamente la necesidad de la conversión lo que subraya Jesús al afirmar: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. No, obviamente, por ser pecadores públicos, sino porque han dado el paso necesario para entrar en el Reino de Dios: la conversión.

La fe es obediencia. El pecado es rechazo. Y la fuente de este rechazo es la desconfianza hacia Dios. El Catecismo explica en estos términos el primer pecado del hombre: “tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador” (n. 397). Esta muerte de la confianza en Dios subyace también, de un modo o de otro, en las diversas formas de ateísmo y de indiferencia religiosa.

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¿Manifestación? ¿Por qué no?

Manifestarse, en sí mismo, no está mal. Parece un recurso legítimo. Las personas pueden reunirse públicamente y reclamar algo, o expresar su protesta por algo. De ese “algo” que convoca la reunión dependerá que la manifestación merezca aplauso o vilipendio.

Uno puede manifestarse – al menos en democracia – en favor o en contra de muchas cosas. Salvado el legítimo derecho a hacerlo, siempre dentro de un orden, puede haber manifestaciones absurdas o pertinentes. Manifestarse en contra de la lluvia sería un ejemplo de manifestación absurda. Que llueva o no depende en escasa medida de lo que nosotros deseemos y, también en corta medida, de la expresión externa de nuestros deseos. Pertinente puede ser, por ejemplo, reclamar en las calles, o donde se tercie, el fin del terrorismo, una mayor solidaridad con los países empobrecidos o el fin de la violencia doméstica. Claro que del hecho de que una manifestación sea pertinente no se deduce, de modo inmediato, que sea eficaz.

Si una causa merece ser defendida, a voz en grito y en susurros, en las calles y en las casas, en público y en privado, es el derecho inalienable de todo ser humano inocente a la vida. Yo, de manifestarme, me manifestaría a favor de la vida. Incluso en el supuesto de que esa manifestación fuese ineficaz, porque hay ciertos estados de somnolencia, de pereza, de inactividad que ni siquiera los gritos consiguen conjurar. Los ataques a la vida son continuados, consentidos, habituales. Hasta tal punto cotidianos que apenas llaman la atención.

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21.09.08

¿Eficacia pastoral?

Muchas veces me pregunto por este tema: ¿Se puede medir la “eficacia” pastoral? La “eficacia” es la capacidad de lograr el efecto que se desea o se espera. Si hablamos de “pastoral”, el efecto que se busca es uno solo: la santidad de los cristianos y, por extensión, de todos los hombres. La “pastoral” es, en expresión más clásica, la “cura de almas”; el cuidado, la instrucción de aquellos que forman parte de ese pequeño rebaño que es la Iglesia de Dios.

La palabra “cura” para designar al sacerdote alude a esta dimensión. El sacerdote es el que cuida; el que asiste, el que guarda, el que conserva. La imagen del pastor es muy adecuada. El pastor guarda, apacienta y guía al rebaño. San Pablo es un caso singular en el que la acción pastoral se une a la acción misionera; la atención a las comunidades por él fundadas es inseparable de la predicación del Evangelio.

Hoy un cura y, en realidad, todo cristiano, ha de combinar ambas facetas: Misionar y cuidar. Anunciar y apacentar. Las dos tareas son complicadas. Puede surgir la duda de si el anuncio interesa al destinatario del mismo – aunque, por fe, sabemos que sí debe interesar, ya que todo hombre ha sido creado para entrar en comunión de vida con Dios - . También puede brotar un interrogante sobre la cura pastoral. ¿Qué busca la gente al acudir a una parroquia? ¿Satisfacer un deseo personal, colmar una búsqueda de espiritualidad, cumplir con una costumbre? ¿O acaso encontrarse con Cristo Vivo, Señor de su Iglesia, para extraer las fuerzas necesarias para continuar, sin desfallecer, la peregrinación por este mundo?

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20.09.08

Trabajar en el trabajo de Dios

El plan de Dios supera las previsiones de los hombres: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos” (cf Is 55, 6-9). Con frecuencia, podemos tener la tentación de querer proyectar nosotros lo que ha de hacer Dios; de decirle cómo, cuándo y a quién debe salvar. Nos olvidamos de su omnipotencia; uno de los atributos divinos que es nombrado en el Credo. Su omnipotencia, nos recuerda el Catecismo (n. 268), es universal, porque Dios, que ha creado todo, rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre; es misteriosa, porque sólo la fe puede descrubrirla cuando “se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9).

La omnipotencia de Dios es la omnipotencia de su misericordia, de su compasión, de su capacidad de perdonar. Su plan de salvación es un designio de misericordia conforme al cual quiere acercarse a nosotros para que podamos conocerle, amarle y participar de su vida y, de ese modo, darnos la posibilidad de ser auténticamente felices, de llevar a plenitud nuestro destino, de lograr una vida acabada y con sentido.

La misericordia de Dios cuestiona, a veces, los estrechos márgenes de la justicia humana. La justicia pide dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Pero Dios, que es sumamente justo, nos da mucho más de lo que, con categorías humanas, podríamos merecer. Nos llama a trabajar en su viña, a cooperar en su obra de salvación. Y nos llama cuando Él quiere y como Él quiere, hasta el punto de trastocar el orden que nosotros consideraríamos normal: “muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros” (Mt 19, 30). Es decir, no importa tanto el momento en el que se produzca la llamada, sino, sobre todo, la prontitud de la respuesta.

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