¿Quién era San Blas y cuál es el motivo de su popularidad?

Si todos los santos son modelos e intercesores, pues en ellos se ha cumplido el misterio pascual, algunos de los santos han conquistado, por decirlo así, el fervor del pueblo de un modo especialmente destacado. San Blas es uno de estos santos, ya que su culto tuvo una gran extensión, tanto en Occidente como en Oriente. En Oriente la fiesta de San Blas se celebraba el 11 de febrero y, en Occidente, tenía señaladas dos fiestas; el 3 de febrero, aún vigente, y el 15 del mismo mes. Sólo en Roma tuvo San Blas cincuenta y cuatro iglesias y oratorios bajo su protección, y muchísimos monasterios e iglesias del mundo dicen poseer reliquias de este mártir.
¿Quién era San Blas y cuál es el motivo de su popularidad? De las cuatro actas griegas de San Blas pueden extraerse algunos datos: Era médico, obispo de Sebaste, en Armenia (actualmente Sivas, en Turquía), que vivió en tiempos de los emperadores Diocleciano y Licino (307-323). Decretada la persecución, Blas buscó asilo en una cueva, donde fue descubierto por unos cazadores y denunciado al gobernador Agrícola de Capadocia. Fue torturado con peines de hierro y, finalmente, decapitado.
Las actas apócrifas le atribuyen, y éste es el motivo de su popularidad, numerosos milagros. Se le invoca como abogado contra la difteria y contra todos los males y accidentes de garganta. En algunos lugares persiste la costumbre de bendecir a las personas el día 3 de febrero con dos velas diciendo esta oración: “Por la intercesión y los méritos de San Blas, obispo y mártir, Dios te libre de los dolores de garganta y de cualquier otro mal”.
En la oración colecta de la Misa se pide a Dios que nos conceda, por los méritos de San Blas, “la paz en esta vida y el premio de la vida eterna”. Todos nosotros ansiamos la paz del corazón. Y esa paz anhelada la encontramos en Jesucristo, nuestro Señor: “Él es nuestra paz” (2,14), dice San Pablo en la Carta a los Efesios, pues Él derriba la enemistad, el muro de la separación entre los hombres y los pueblos. Y es también Jesucristo quien declara “bienaventurados a los que construyen la paz” (Mateo 5, 9).
Existen, al menos, dos amenazas para la paz del corazón: La ira y el odio. La ira es un deseo de venganza por el agravio o el daño recibido. Podemos, legítimamente, pedir una reparación para el mantenimiento de la justicia, pero no debemos permitir que el deseo de venganza anide en nuestro interior. El odio voluntario, la antipatía o la aversión hacia alguien cuyo mal se desea, destruye también la paz del alma. El Señor, frente a la venganza y a la ira, prescribe el amor, la caridad: “Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (Mateo 5,44-45).

La Conferencia Episcopal Española ha puesto en marcha un año de oración por la vida; exactamente, el año actual: 2009. Para ayudar a la celebración de este año ha preparado una serie de materiales que ayuden a orar por esta causa a las diversas parroquias, y a otras entidades eclesiales, de las diócesis españolas.
Zapatero se ha revelado, una vez más, como un positivista. No como alguien atento a la realidad de los hechos; sobre los que tiende a no pronunciarse: “¿Es el feto una persona humana o no lo es?” Tal pregunta no obtiene respuesta. El positivismo de Zapatero es un positivismo jurídico, que no se para a pensar sobre la deseable vinculación entre moral y derecho. Lo que importa no es la realidad, sino lo que el derecho positivo; es decir, las leyes vigentes, admiten. Sólo desde esta lógica se comprende que la toma de posición sobre el carácter humano del feto se desplace en favor de una vaga alusión a una sentencia del Tribunal Constitucional.
Además de las cuestiones litúrgicas, en las que se ha producido un mayor acercamiento al reconocer la posibilidad de celebrar la Santa Misa según la llamada “forma extraordinaria”, algunos otros temas dividen a los seguidores de Mons. Lefebvre de las autoridades doctrinales de la Iglesia Católica. Dos de ellos revisten gran importancia teórica y no carecen, obviamente, de repercusiones pastorales. Me refiero a la doctrina de la “Dignitatis humanae” sobre la libertad religiosa, que los lefebvrianos juzgan antropocéntrica, humanista y en discontinuidad con el magisterio católico de siempre, así como a la cuestión del ecumenismo, cuyos principios se exponen en el decreto “Unitatis redintegratio” del Concilio Vaticano II; doctrina sospechosa, para ellos, de desdibujar la identidad de la Iglesia.












