Leyendo algún tipo de prensa, o escuchando algunos medios – que incitan descarada y, peligrosamente, al odio - , podríamos pensar que la ciudadanía española está a punto de empezar a quemar iglesias, matar a los sacerdotes y renegar de todo lo que, aunque sea de lejos, suene a cristiano.
La vida diaria nos dice, pienso, que no es así. Yo suelo vestir como sacerdote y, en los últimos meses, únicamente una vez he sido “increpado” en la vía pública. Un pobre hombre se dirigió a mí para decirme: “Pastor, lo de ustedes se ha acabado”. A punto estuve, por el brillo de su mirada, de trazar sobre él la señal de la cruz.
Pero eso no es lo ordinario. La gente se suele mostrar conmigo o indiferente o, muchas otras veces, deferente. En pocas ocasiones, agresiva. Creo que la gente sabe que la Iglesia no es hoy un “poder”. Que, por el contrario, está al servicio de los más débiles y necesitados.
Recuerdo, con ocasión de la última campaña de la Renta, haber hablado con alguien muy cercano a mí, no creyente. Le dije: “Mira, si no va en contra de tu conciencia, pon la X en la declaración a favor de la Iglesia”. Me contestó con completa mansedumbre: “Vale, no te preocupes. Lo pensaré”.
En otra circunstancia fui a recoger a un sacerdote al aeropuerto. Venía en un vuelo regular. Parece que, al poco de despegar el avión, se habían detectado ciertas turbulencias. El sacerdote escuchó decir a la tripulación: “No pasará nada, viene un cura con nosotros”.
Yo no digo que no haya problemas. Es evidente que los hay. Es muy triste, por ejemplo, que una persona afronte todo un proceso judicial para que descuelguen un Crucifijo de los muros de una escuela. La imagen de Cristo no puede ofender; y, si ofende, ofende sólo al Demonio. Pero, los prejuicios pueden causar esas reticencias tan incomprensibles.
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