Las tentaciones
El primer domingo de Cuaresma nos presenta el misterioso acontecimiento de las tentaciones de Jesús: “Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás”, anota san Marcos (cf 1,12-15). Jesús, el nuevo Adán, permanece fiel a pesar de la tentación y, con su obediencia al Padre, vence al diablo. En esta escena se manifiesta en toda su radicalidad, en todo su dramatismo, la lucha que caracteriza a la vida humana; el combate entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (cf Gaudium et spes, 13). Jesús, que asume todas las dimensiones de lo humano, no rehúye librar en primera persona esta lucha. Él es, como dice la Carta a los Hebreos, un sumo sacerdote que puede compadecerse de nuestras debilidades porque “de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado” (Hb 4,15).
Como Adán - como Jesús - , también nosotros experimentamos la tentación. Podemos sentirnos empujados a elegir el camino que conduce al pecado y, en última instancia, a la muerte. La tentación se presenta revestida de belleza, adornada con el atractivo de la seducción, provista con las artes de la astucia y de la suave persuasión. En el fondo, la tentación es siempre la misma: no seguir a Dios, optando exclusivamente por nosotros mismos, dejándonos encadenar sutilmente por las redes del desprecio de Dios.
El hecho de que Jesús se dejase tentar por el Maligno encierra para nosotros una enseñanza. Podemos aprender de la experiencia de la tentación. San Agustín, comentando el Salmo 60, escribe: “nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones”.

Llega la Cuaresma, un tiempo de penitencia que nos ayuda a prepararnos para la Pascua de Resurrección. La obligación de hacer penitencia proviene de un mandato del Señor, que pide no sólo obras exteriores, sino la conversión del corazón: “Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 17-18).
Lo ha solicitado él: “Os pido que recéis por mí, para que pueda cumplir fielmente el alto cometido que la Providencia divina me ha encomendado como sucesor del Apóstol Pedro”. Pero, aunque no lo hubiese pedido expresamente, seguiría siendo una obligación nuestra. Hay que rezar por el Papa, siempre, y más que nunca en un momento en que su autoridad – autoridad recibida de Cristo- está siendo contestada; no sólo por los que formalmente están fuera de la Iglesia, sino incluso por los que, aparentemente, están dentro.












