11.04.09

Ya no muere más

En la Carta a los Romanos, San Pablo considera el carácter definitivo de la Resurrección: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más” (cf Rm 6,3-11). Su muerte fue un morir al pecado “de una vez para siempre” y su vivir “es un vivir para Dios”.

El anuncio luminoso de la Resurrección del Señor constituye el eje central, no sólo de la solemne Vigilia de Pascua, sino de toda la fe cristiana. Como a las mujeres que acuden al sepulcro para embalsamar a Jesús, también a nosotros nos sorprende la capacidad de Dios de obrar lo nuevo, de hacer que de un sepulcro brote la vida definitiva, el vivir para Dios que no acaba, la superación para siempre del dominio de la muerte.

La luz de la Pascua permite leer de un modo nuevo, e interpretar en su justo significado, la totalidad de las Escrituras. Jesús Vivo es el inicio de la nueva creación, prefigurada en la primera creación de Adán y de Eva. Jesús es el nuevo Isaac, que sigue vivo después del sacrificio de su muerte en la Cruz. Su Pascua es el verdadero paso del Mar Rojo, a través del poder destructor de las aguas. En la Resurrección, Dios recoge a su Hijo, abandonado en la muerte, para darle la vida nueva.

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10.04.09

Un ordenado y planificado ataque contra la Iglesia

Roma es una ciudad singular. Entre otras razones, porque allí tienen sus sedes tres Jefes de Estado: el presidente de la República italiana, el Gran Maestre de la Soberana Orden de Malta y, no en tercer lugar en cuanto a importancia, el Papa. En Roma confluye el mundo, en una especie de ONU anterior a la ONU. Desde el mundo a Roma - y desde Roma al mundo - , llegan los ecos, normalmente fidedignos, de casi todo lo que acontece en el planeta.

Que el Embajador de España cerca de la Santa Sede haya dicho que “hay en estos momentos un ordenado y planificado ataque contra la Iglesia desde distintos sectores del pensamiento” es una afirmación digna de ser tomada en cuenta. Y lo es porque, sin excesivo esfuerzo, puede verificarse la verdad del aserto. Y, además, porque razonablemente podemos pensar que quien hace esa afirmación es un hombre que puede estar, que debe estar, bien informado.

El Embajador se refiere a un ataque “ordenado y reflexionado y perfectamente coordinado”, a una “tergiversación y manipulación constante que se hace de la figura del Papa actual”, a que se interpreta lo que él – el Papa – dice “de forma torticera”. Resulta obvio que es así. Sin esta mala fe, sin esta voluntad de enmarañar las cosas, no resulta comprensible, por ejemplo, la enésima polémica – sin duda, no la última – desencadenada sobre unas matizadas palabras del Papa acerca de la lucha contra el SIDA en África.

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9.04.09

Aprendió, sufriendo, a obedecer

La celebración del Viernes Santo, primer día del Triduo Sacro, está enteramente centrada en la muerte de Cristo en la Cruz. “¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto!”.

La Carta a los Hebreos nos ayuda a profundizar en el sentido de esta muerte: Cristo, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que obedecen en autor de salvación eterna” (cf Hb 5,7-9).

El sufrimiento, la obediencia, la salvación. Tres palabras esenciales para comprender el carácter sacrificial de la muerte del Señor. Cristo es el Sumo Sacerdote, el mediador entre Dios y el pueblo, que ofrece a Dios el sacrificio perfecto de sí mismo, el homenaje filial de su obediencia.

En la Pasión según San Juan, Pilato presenta a Jesús a la muchedumbre con esta expresión: “Aquí tenéis al hombre”. Ese hombre desfigurado, torturado, es el hombre ideal, el hombre perfecto, el segundo Adán. El sufrimiento de Jesús es, en cierto sentido, la consecuencia de su obediencia. En un mundo marcado por el pecado, por el rechazo de Dios, por la rebelión frente a Él, la obediencia de Cristo aparece como una provocación insoportable, merecedora de la muerte. El Señor carga sobre sí, en forma de sufrimiento, todos nuestros pecados, los hace suyos para transformarlos con el poder de su docilidad al Padre.

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8.04.09

Un misterio de transformación

“Cada vez que coméis del pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor” (1 Cor 11,26). Con estas palabras, San Pablo, en la primera Carta a los Corintios, se hace, a la vez, testigo y transmisor de una “tradición, que procede del Señor”. Al celebrar la Misa vespertina de la Cena del Señor, que abre el Triduo Pascual, nos insertamos, como nuevos eslabones, en esta cadena de la Tradición apostólica que se remite, en última instancia, a las palabras y a las acciones de Jesucristo. No somos nosotros los “inventores” de la Eucaristía, como no somos, tampoco, los autores de la revelación divina. Lo que creemos, lo que transmitimos, es lo recibido del Señor y de aquellos a quienes el Señor se lo confió – los Apóstoles - . La Tradición de la fe atestigua la perenne novedad de la revelación; su “excedencia” con respecto a cualquier plan o diseño meramente humano.

En la Eucaristía, el Señor anticipa en signos, sacramentalmente, su propia entrega; una entrega que se verificará en su muerte de Cruz. Asistimos a un profundo misterio de “transformación”: El pan se transforma en el Cuerpo entregado y el vino en la Sangre derramada de nuestro Redentor. Este cambio profundo significa la transformación que Cristo hace de su propia muerte – la muerte del Inocente; el acontecimiento más cruel que cabe imaginar – en la máxima prueba, en el exponente más acabado, del amor de Dios. Solamente la generosidad del Corazón de Cristo es capaz de obrar esta conversión: de la injusticia en justificación, del odio en caridad, de la muerte en vida, de la desobediencia en obediencia, de la ruptura en alianza.

Celebrar la Misa de la Cena del Señor supone la inserción vivencial en esta lógica de la transformación: “Llegados a este punto la transformación no puede detenerse; antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados”, decía el Papa Benedicto XVI a los jóvenes reunidos en Colonia (21.VIII.2005).

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4.04.09

Tito Brandsma, de Fernando Millán Romeral

El Prior General de la Orden del Carmen, Fernando Millán Romeral, es el autor de un breve e interesante libro titulado Tito Brandsma, editado por la Fundación Emmanuel Mounier, en la colección “Sinergia” (F. Millán Romeral, Tito Brandsma, Colección Sinergia nº 33, Fundación Emmanuel Mounier, Salamanca 2008, 136 páginas, 6 euros).

Se trata de una biografía de este beato carmelita, nacido en la religión holandesa de Frisia, el 23 de febrero de 1882, y martirizado, aplicándole una inyección letal, en el campo de exterminio de Dachau el 26 de julio de 1942. El Papa Juan Pablo II lo beatificó en 1985.

La encargada de administrarle la “solución final” – una inyección de un compuesto de ácido fénico -, una joven enfermera holandesa fanatizada por el nazismo, narraría, años después, con el pseudónimo de Tizia, los últimos días y las últimas horas del P. Brandsma. El mismo domingo en que el P. Tito era asesinado en Dachau, “se leía en todas las iglesias de Holanda una carta de los obispos en la que, con no poca dureza, se criticaban las últimas normas del gobierno de ocupación” (pág. 129). Como represalia a esa protesta, muchos religiosos de origen judío – entre ellos, Edith Stein – fueron detenidos y conducidos a los campos de exterminio.

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