Lo más esencial de nuestra sacrosanta religión
Leyendo las Relaciones que los jesuitas misioneros en Canadá enviaban a sus superiores en Europa, encuentro un profundo pasaje que narra la experiencia del padre Brébeuf, san Juan de Brébeuf (1593-1649), uno de los pioneros de la evangelización de los Hurones. Compara, el futuro mártir, la magnificencia y el esplendor del culto católico en Francia, cuyas suntuosas catedrales inspiran recogimiento y devoción, con la pobreza extrema de las tierras de misión: “en estas regiones tendréis que omitir muchas veces la santa misa, y cuando se ofrezca ocasión de poderla celebrar, os servirá de capilla algún rincón de vuestra cabaña, y el humo, la nieve o la lluvia os impedirá que la adornéis, aun cuando tuviereis a mano los adornos necesarios para ello”.
Pero la carencia de majestad visible no impide que, en la humildad, pueda contemplarse únicamente “lo más esencial de nuestra sacrosanta religión, el Santísimo Sacramento del altar, y la fe nos abre los ojos para mirar sus prodigios sin que ningún símbolo de su majestad nos deslumbre y preste su concurso, al igual que los Magos, que venidos de Oriente ofrecieron sus dones y prestaron vasallaje al divino Infante reclinado en las pajas del pesebre” (A. Heinen, Entre los Pieles Rojas del Canadá, 51).
Difícilmente se puede expresar mejor lo que, inspirándose en Hugo de San Víctor, P. Sequeri denomina la dialéctica del miraculum, la imagen, y del sacramentum. En el sacramentum, lo visible, lo estético, está presente, pero reducido a lo mínimo para significar la trascendencia de lo sublime, reconocida en la adoración y en la fe. Son estas disposiciones profundas del alma las que permiten mirar los prodigios “sin que ningún símbolo de su majestad nos deslumbre y preste su concurso”.