29.07.21

Lo más esencial de nuestra sacrosanta religión

Leyendo las Relaciones que los jesuitas misioneros en Canadá enviaban a sus superiores en Europa, encuentro un profundo pasaje que narra la experiencia del padre Brébeuf, san Juan de Brébeuf (1593-1649), uno de los pioneros de la evangelización de los Hurones. Compara, el futuro mártir, la magnificencia y el esplendor del culto católico en Francia, cuyas suntuosas catedrales inspiran recogimiento y devoción, con la pobreza extrema de las tierras de misión: “en estas regiones tendréis que omitir muchas veces la santa misa, y cuando se ofrezca ocasión de poderla celebrar, os servirá de capilla algún rincón de vuestra cabaña, y el humo, la nieve o la lluvia os impedirá que la adornéis, aun cuando tuviereis a mano los adornos necesarios para ello”.

Pero la carencia de majestad visible no impide que, en la humildad, pueda contemplarse únicamente “lo más esencial de nuestra sacrosanta religión, el Santísimo Sacramento del altar, y la fe nos abre los ojos para mirar sus prodigios sin que ningún símbolo de su majestad nos deslumbre y preste su concurso, al igual que los Magos, que venidos de Oriente ofrecieron sus dones y prestaron vasallaje al divino Infante reclinado en las pajas del pesebre” (A. Heinen, Entre los Pieles Rojas del Canadá, 51).

Difícilmente se puede expresar mejor lo que, inspirándose en Hugo de San Víctor, P. Sequeri denomina la dialéctica del miraculum, la imagen, y del sacramentum. En el sacramentum, lo visible, lo estético, está presente, pero reducido a lo mínimo para significar la trascendencia de lo sublime, reconocida en la adoración y en la fe. Son estas disposiciones profundas del alma las que permiten mirar los prodigios “sin que ningún símbolo de su majestad nos deslumbre y preste su concurso”.

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27.07.21

Lecturas. "As Costas do Alén", de Fernando Juan Morado

Decía recientemente Michel Onfray que, en las bases de nuestra cultura, se encuentran – aunque no exclusivamente - el genio del cristianismo y el genio del judaísmo. El genio del cristianismo consiste, según el filósofo francés, en hacer posible una civilización de la alegoría, del símbolo, de la metáfora. El genio judío, piensa Onfray, se expresa en la hermenéutica, en la razón explicativa. En la explicación de las parábolas se unen, en cierto modo, la imagen y la razón.

Símbolo. Imagen. Razón ampliada. No debemos disociar los componentes de esta tríada. El símbolo no aliena el significante del significado, sino que los vincula, los relaciona, como vincula y relaciona lo visible y lo invisible. La imaginación nos recuerda que, sin imagen, no hay pensamiento, ya que la imagen media entre lo sensible y lo inteligible. La razón ampliada, no reducida al racionalismo, al cálculo, al algoritmo, supone una protesta frente a la separación entre el espíritu y la carne.

El nexo entre símbolo, imaginación y razón constituye no solamente una posibilidad sino, incluso, un deber moral. A veces, es preciso imaginar lo inimaginable para conocer lo real y actuar concretamente. Nicolas Stevees, un agudo pensador de nacionalidad francesa y norteamericana, reivindica la necesidad de construir una “utopía de lo posible”. Por su parte, P. Sequeri, desde Italia, apuesta por una razón que sea una “ratio hominis digna”, que deje lugar al afecto, a la confianza y al saber.

No todo se reduce al utilitarismo, que no puede relegar al ostracismo la sensibilidad y la nostalgia de justicia y de sentido. La apuesta por una “razón digna del hombre” va de la mano con una percepción estética – sensible- del mundo.

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20.07.21

El velo del cáliz

He leído, en un decreto firmado por un obispo de un lugar del mundo (con Prot. No. 062-OM-2021), que se ha de evitar, entre otras muchas cosas, el uso del “velo del cáliz” en la celebración de la Santa Misa. No sé si el decreto será auténtico o no, aunque figura en la página web de la diócesis. Podría ser obra de piratas informáticos empeñados en desprestigiar la función episcopal. Que todo es posible.

¿Qué le habrá hecho el velo del cáliz al mencionado obispo? Hay “objetos” – llamémosle así – que gozan de gran predicamento en la liturgia católica. Normalmente, con razón. ¿Quién se atreve a meterse con un Evangeliario? Hasta lo portan, a veces, con el paño humeral reservado a las procesiones eucarísticas. ¿O con el cirio pascual? Incensado, de modo impropio, día sí y día también, durante los cincuenta días de Pascua.  Incluso, una edición de la Biblia figura en algunas iglesias sobre un pedestal, con iluminación destacada, como si se tratase de una especie de sagrario de papel.

Nadie se atreve, nadie osa cuestionar la sensatez – o la eventual estulticia – de ciertos gestos y de ciertos signos. Algunos – gestos y signos – se quedan cortos; otros se pasan de frenada, como se dice en lenguaje coloquial.

Pero con el velo del cáliz no rige este pudor, esta reserva. No, contra el velo del cáliz vale todo. Hasta incluirlo en una lista de horrores que han de ser evitados en una diócesis del mundo, por decreto de un obispo que quizá, esa misma noche, haya dormido mejor pensando en su aportación definitiva al bien de los fieles.

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16.07.21

Traditionis Custodes

No voy a hacer un comentario del Motu Proprio “Traditionis Custodes” del papa Francisco, sino que me limitaré a citar algunas frases que considero relevantes, no del Motu Proprio, sino de la Carta del Santo Padre a los Obispos del mundo que presenta el mencionado Motu Proprio:

“Me duelen por igual los abusos de una parte y de otra en la celebración de la liturgia. Al igual que Benedicto XVI, yo también deploro que “en muchos lugares no se celebraba de una manera fiel a las prescripciones del nuevo Misal, sino que éste llegó a entenderse como una autorización e incluso como una obligación a la creatividad,". Pero también me entristece el uso instrumental del Missale Romanum de 1962, que se caracteriza cada vez más por un rechazo creciente no sólo de la reforma litúrgica, sino del Concilio Vaticano II, con la afirmación infundada e insostenible de que ha traicionado la Tradición y la “verdadera Iglesia". Si es cierto que el camino de la Iglesia debe entenderse en el dinamismo de la Tradición, “que tiene su origen en los Apóstoles y progresa en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo” (DV 8), el Concilio Vaticano II constituye la etapa más reciente de este dinamismo, en la que el episcopado católico se puso a la escucha para discernir el camino que el Espíritu indicaba a la Iglesia. Dudar del Concilio es dudar de las propias intenciones de los Padres, que ejercieron solemnemente su potestad colegial cum Petro et sub Petro en el Concilio Ecuménico, y, en definitiva, dudar del propio Espíritu Santo que guía a la Iglesia.

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2.06.21

Lecturas. Una biblioteca en el oasis, de J.M. de Prada

Lecturas: “Una biblioteca en el oasis”, de Juan Manuel de Prada

A Pablo Cervera Barranco, redactor jefe de la edición española de Magnificat, se le ocurrió la idea de pedirle a Juan Manuel de Prada que realizase una serie de recensiones para esa revista que llevarían el título de “Literatura para la fe”. Esa petición ha tomado forma en el libro que reseñamos: Juan Manuel de Prada, Una biblioteca en el oasis. Literatura para la fe (Magnificat SAS, 2021, ISBN: 978-84-18607-03-5, 414 páginas).

Juan Manuel de Prada (Baracaldo 1970) es un escritor de sobra conocido en el mundo de la lengua española. En el “liminar” de este libro, de Prada nos dice que Magnificat le ofreció la ocasión de “poder mostrar a sus lectores mis inquietudes literarias, mis pesquisas intelectuales, mi particular visión del mundo” (p. 22). La recopilación de textos, versando cada uno de ellos sobre una obra literaria, se ha ido elaborando en atención al triple factor mencionado: inquietudes, pesquisas, visión del mundo. Pero no se trata de factores anónimos, sino caracterizados por el adjetivo posesivo “mi”/ “mis”. De Prada escribe, y no podría ser de otro modo, desde su personal punto de vista.

En 60 capítulos breves se comentan otras tantas obras literarias. De autores bien diversos; algunos clásicos como Cervantes, Calderón de la Barca o Tirso de Molina, aunque la mayoría de ellos contemporáneos, de los siglos XIX, XX y XXI. Enumero a estos autores, indicando entre paréntesis el número de obras de cada uno que son recensionadas: E. Álvarez (1), H. Belloc (2), R.H. Benson (4), G. Bernanos (1), W.P. Blatty (1), L. Bloy (3), P. Calderón de la Barca (2), L. Castellani (4), M. de Cervantes (1), G.K. Chesterton (8), P. d’Ors (1), Ch. Dickens (1), S. Endo (2), J.A. Giménez-Arnau (1), G. Greene (1), F. Hadjadj (1), E. Hello (2), V. Horia (1), P. Lagerkvist (1), C.S. Lewis (3), F. Mauriac (1), T. de Molina (1), J.H. Newman (3), F. O’Connor (1), G. Papini (1), F.W. Rolfe (1), J. Roth (1), H. Sienkiewicz (1), B. Smith (1), G. Thibon (2), V. Volkoff (1), G. von le Fort (1), E. Waught (1), M. West (1), Ch. Williams (1), cardenal Wiseman (1).

Como escribe de Prada en el “liminar”: “descubrí que los títulos que cada mes glosaba en Magnificat tenían algo de radiografía espiritual: allí se congregaban, inevitablemente, mis autores predilectos (y, cuanto más predilectos, con mayor reincidencia), pero también autores vivos que osan desafiar el empeño de nuestra época por matar el espíritu; allí se reunían las obras más populares y consagradas (alguna vez, incluso, para recibir un varapalo) junto a las obras más oscuras y descatalogadas, las obras sublimes sin interrupción junto a las obras decididamente menores que sin embargo nos conquistan por el asunto que tratan, o por la perspectiva que adoptan para tratarlo, o porque de vez en cuando intercalan páginas memorables en las que destellan una idea que nos convence, una frase que nos conmueve, una observación que nos interpela” (p. 18).

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