15.08.10

La Asunción de Nuestra Señora. El premio de la gloria

Los primeros cristianos tenían conciencia viva de ser ciudadanos del cielo, donde nos aguarda Cristo. Esperaban la vida eterna. También nosotros, y todos los hombres, esperamos una vida que valga la pena: “una vida que es plenamente vida y por eso no está sometida a la muerte” (Benedicto XVI).

¿En qué consiste la gloria? ¿En qué consiste la vida eterna? En conocer y amar a Dios: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida es conocimiento y relación. “Conocer” es algo más que tener noticia de un acontecimiento. Conocer es, como enseña Benedicto XVI, “llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro”: “Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar”.

Vivir de verdad es ser amigo de Jesús. La amistad con Él se expresa en la forma de vivir: con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. “Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna”, explicaba el Papa Benedicto.

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6.08.10

Oración y Transfiguración

Homilía para la Fiesta de la Transfiguración del Señor (Ciclo C)

Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar (cf Lc 9,28-36). En ese contexto de oración, “Cristo les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad”. Comentando el misterio de la Transfiguración, San Juan Damasceno dice que “la oración es una revelación de la gloria divina”. La majestad de Dios se transparenta en el cuerpo del Verbo encarnado, que se convierte así en sacramento del encuentro misterioso entre el Dios vivo y verdadero y el hombre que busca a Dios.

Cada uno de nosotros está llamado a experimentar este encuentro, subiendo a lo alto del monte de la humildad, donde el hombre es ensalzado por Dios. La comunión con Cristo, la mediación de su Cuerpo, no es un obstáculo para la relación viva con Dios, sino el cauce que Él mismo ha elegido para acercarse a nosotros. En el cuerpo de Jesús, Dios “que era invisible en su naturaleza se hace visible”. En su cuerpo eucarístico, el Señor nos eleva a la comunión con Él. Haciéndonos su Cuerpo, convirtiéndonos en su Iglesia, no sólo nos reúne en torno a Él, sino que nos unifica en Él.

Sólo la oración es capaz de suscitar la mirada de la fe, de despertar el recuerdo de Dios y la memoria del corazón, a fin de poder superar el escándalo que provocan en la mirada del mundo los caminos elegidos por Dios para salvarnos: el camino del ocultamiento en la Encarnación, el camino del dolor en la Cruz, la peregrinación de la Iglesia por la historia y el desafío de la muerte como acceso a la vida.

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5.08.10

La vigilancia

Domingo XIX del Tiempo Ordinario. Ciclo C

“Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia”, escribía San Gregorio. Se presenta con estas palabras uno de los rasgos de la vida cristiana: la vigilancia.

Vigilancia, ante todo, en los modos de pensar, para evitar que nos invadan las mentalidades de este mundo (cf Catecismo 2727). Estar abiertos a la luz verdadera significa estar dispuestos a acoger a Jesucristo como Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo verdadero no se reduce a lo que la razón y la ciencia pueden verificar por sí mismas; ni a lo útil o a lo productivo, ni al activismo, ni tampoco al sensualismo o al confort. Los ojos de la fe descubren una hondura de lo real que abarca la dimensión de misterio, una esfera que desborda nuestra conciencia, que hace espacio a lo aparentemente “inútil”, que no retrocede ante la inaferrable gloria de Dios.

La vigilancia se esfuerza por mantener la coherencia entre la fe y la vida; rechazando todo lo que, en la teoría o en la práctica, se opone al testimonio cristiano. Este esfuerzo exige luchar contra las tentaciones, evitando tomar el camino que conduce al pecado y a la muerte. Vigilar es guardar el corazón, para que se mantenga en la opción perseverante en favor de Dios.

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30.07.10

La codicia

Homilía para el Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (Ciclo C).

En el lenguaje de la tauromaquia se habla de la “codicia” de un toro para referirse a la vehemencia con la que el animal persigue el engaño que se le presenta. Un toro codicioso contribuye a la brillantez del espectáculo. Si aplicamos la palabra “codicia” a los seres humanos, podemos mantener similares registros. El hombre codicioso persigue con vehemencia un engaño. Pero, a diferencia del arte de lidiar toros, el resultado de la codicia humana no es la brillantez, sino el fracaso.

En la versión griega de la Escritura se emplea la palabra “pleonexia” para designar la sed de poseer cada vez más, sin ocuparse de los otros o, incluso, a costa de los otros. Consiste, la codicia, en una perversión del deseo, en una avidez violenta y frenética que persigue, sobre todo, el dinero, la riqueza, los bienes materiales. Es el origen de todo pecado (cf St 1,14). Adán y Eva quisieron ser más, ser “como dioses” (cf Gn 3,5), inaugurando así una historia de abusos y pecados que llevará a decir a San Pablo: “La raíz de todos los males es el amor del dinero” (1 Tim 6,10).

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28.06.10

Había estado (II), escrito por Norberto

Melitón había acreditado en muchas ocasiones su valor, su valentía, además de sus dotes de mando, habían sido premiadas con el grado de decurión, el más joven de toda la V Legión (Macedónica), requiriendo un permiso del centurión, y la recomendación por escrito del legatus, pero a Melitón nada parecía fuera de su alcance, lo que se proponía lo conseguía. Podía contarse con él, su cohorte le admiraba, su turma le adoraba, pues daba la cara por sus hombres, y, no solo en la retaguardia sino en la batalla: más de la mitad de sus hombres, mayores, en edad que él, le debían la vida, pues, heridos, había cargado con ellos, bajando del caballo, hasta lugar seguro, antes de proseguir el combate, todos, desde el prefecto hasta el último recluta, sabían de qué materia estaba hecho Melitón, su lema era Gloria victore, honor victe.

Estaba acampada su cohors equitata en las afueras de Damasco, cuando su centurión le llamó para encomendarle una misión, él pensaba que, de nuevo le propondrían un puesto en la escolta del imperator, ya lo había rechazado dos veces, pues no quería volver a Roma y se enfurecía si alguien le pedía explicaciones, sin embargo esta vez era distinto.

-Ave centurio!

-Ave decurio!, acompáñame, el legatus quiere verte.

Apenas repuesto de la sorpresa, siempre disciplinado calló y no indagó para qué, la primera autoridad de la V Legio, le requeriría, ya había hecho servicios especiales otras veces, pero nunca con órdenes directas de la primera autoridad. El legatus fue a recibirles al porche que daba cobijo a la puerta de entrada de la residencia, no era un palatius sino una domus dignatarii, acogedora, y acogedor parecía Cayo Fabio Mario, que compartía nombre con el gran reformador militar, de quien era descendiente, y digno, por cierto.

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