No desanimarse
A la hora de valorar las realidades de la fe las estadísticas fallan o pueden fallar. En el mundo de la fe lo que está en juego es, en definitiva, Dios y el hombre. Dios que habla y el hombre que escucha. Dios que ama y el hombre que responde, sostenido por Dios, al amor más grande.
¿Quién puede medir con exactitud esta sintonía? ¿Quién puede calibrar hasta qué punto el corazón humano se deja tocar y transformar por el corazón de Dios?
La verdad última le corresponde al Juicio. Mientras tanto, mientras no llega la hora de la verdad, nos movemos en el plano de las aproximaciones, de las meras hipótesis.
En el intervalo de la historia crecen juntos el trigo y la cizaña, la verdad y la apariencia, lo provisional y lo definitivo. Tendemos, quizá, a querer evaluarlo todo en conformidad con una lógica de la eficiencia, atenta a la ecuación que relaciona los esfuerzos invertidos con los resultados presuntamente logrados.
En parte es razonable este intento de medición. Pero sólo en parte; es decir, si no se exagera, ni no se reduce a la condición de único criterio. La eficiencia no ha sido, prima facie, un rasgo distintivo de la actividad de Jesús. El cristianismo tiene mucho de locura, de cruz, de aparente fracaso.
No habría que desanimarse cuando se hacen balances. ¿Es más auténtica una vocación, una acción pastoral, una vida si va acompañada del inmediato éxito mundano? ¿Es más inauténtica si, por el contrario, le toca paladear la amargura de la infecundidad?