La concepción virginal de Jesús
Hace pocos días – el 25 de marzo, nueve meses antes de la Navidad -celebrábamos la solemnidad de la Anunciación del Señor. En la antigüedad cristiana se creía que el Verbo se encarnó en el equinoccio de primavera, el mismo día en que fue creado Adán.
Adán fue creado de la nada y Jesucristo, el último Adán, fue “engendrado, no creado” y “concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen”. La gratuidad de la creación se refleja en la gratuidad de la Encarnación. En ambos acontecimientos resplandece la maravillosa soberanía de Dios.
En la generación de Jesús no intervino ningún varón, sino el poder trascendente del Espíritu Santo, Señor y Dador de vida. No se trata de que Dios “supliese” el papel que le correspondería a un varón. La intervención del Espíritu Santo es divina. Dios actúa como Dios, no como hombre.
Un teólogo reformado, Karl Barth, supo expresarlo de un modo muy acertado: “El hombre Jesucristo no tiene padre. Su concepción no se deriva de la ley común. Su existencia comienza con la libre decisión de Dios mismo, procede de la libertad que caracteriza a la unidad del Padre y del Hijo unidos por el amor, es decir, por el Espíritu Santo… Es éste el campo inmenso de la libertad de Dios, y de esta libertad es de donde procede la existencia del hombre Jesús”.
Los textos bíblicos son bien elocuentes. San Mateo presenta a María que ha concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18-25). Parte de esta concepción virginal para señalar la presencia en la Escritura (Is 7,14) de un pálido reflejo de la misma: la señal dada por Dios a Acaz; es decir, el anuncio del nacimiento del Emmanuel de una virgen. Mateo es muy cuidadoso y, al narrar la huida a Egipto – recordando así la historia de Moisés - , escribe: “Toma al niño y a su madre”.