3.05.11

El mes de mayo

A los jansenistas no les gustaba especialmente el culto a María. Se sentían, más bien, inclinados a recortarlo. Ya en el siglo XVIII, algunos teólogos combaten esa tendencia jansenista resaltando, como los teólogos del siglo XVII, la importancia de la piedad mariana, señalando, no obstante, que esta piedad ha de contribuir a enmendar la propia vida. Entre todos ellos, sobresale San Alfonso María de Ligorio.

Los teólogos de la Ilustración propician una devoción regida por la razón. Un autor laico, Adan Widenfeld, se mostraba partidario de insertar el culto a María en el contexto bíblico, armonizándolo con el amor sumo a Dios, con la confianza en Cristo y con la misericordia hacia los pobres. El erudito Ludovico Antonio Muratori (fallecido en 1750) aboga por promover el culto a María, evitando una devoción imprudente y desmesurada.

El sínodo de Pistoya (1786) pide que la devoción a María sea reglamentada: haciendo que únicamente se la honre con títulos bíblicos, eliminando sus imágenes de las iglesias y suprimiendo las procesiones. Pero el sínodo no tiene éxito. Los obispos de la Toscana se oponen a él, Roma lo condena y el pueblo se manifiesta absolutamente en contra.

En 1799 se produce en la Toscana una auténtica insurrección popular contra los reformadores – el duque Pietro Leopoldo era uno de ellos - y los jacobinos. Al grito de “Viva María!”, los campesinos arremetieron contra la influencia francesa en Toscana, quemando el árbol de la libertad en Arezzo y exigiendo la reanudación de las formas exteriores de culto.

Tras la restauración, se vivió un incremento de las prácticas devotas. En este contexto surge la iniciativa de consagrar el mes de mayo a María. El jesuita A. Dionisi publicó en 1725 el folleto “Il mese di Maria”. F. Lalomia, en 1758, el “Mese di maggio” y el P. Muzzarelli, en 1785, el mes de mayo más famoso de todos.

Se trata pues de una devoción – el mes de mayo – de un origen eminentemente popular y agrario. Entre sus defectos, al menos en sus inicios, la falta de relación con la liturgia, con la palabra de Dios y con la sana crítica.

Defectos, por otra parte, perfectamente corregibles, aun cuando la inercia haya hecho llegar casi hasta nosotros formas y expresiones de devoción mariana que, a falta de una adecuada renovación, han terminado en muchos casos, desgraciadamente, por ser suprimidas.

No creo que sea superfluo volver a leer la exhortación apostólica de Pablo VI “Marialis cultus” ni, tampoco, tener muy presentes las indicaciones del “Directorio sobre la piedad popular y la liturgia” (2002):

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2.05.11

Testigo de la fe

Publicado en “Faro de Vigo” (Suplemento “Estela", p. 10) el 1 de mayo de 2011.

La figura del papa Juan Pablo II ha quedado profundamente grabada en mi mente y en mi corazón. Y no solo porque se trate de una personalidad excepcional, de un protagonista de la historia reciente y de un hombre de Dios, sino porque su imagen, sus gestos y sus palabras están, de modo muy destacado, conectadas con experiencias importantes de mi propia vida y creo que, en mayor o menor medida, con las experiencias de las personas de mi generación. Cuando fue elegido papa, el 16 de octubre de 1978, yo había apenas ingresado en el Seminario Menor de Tui, con casi 12 años. Y para mí el papa no era un nuevo papa en la larga serie de sucesores de San Pedro, sino que comenzó a ser “el papa”, sin más.

La natural tendencia de los adolescentes a admirar a grandes personajes se concretó en mi caso en Juan Pablo II. En 1982, a mis 16 años, pude verlo por primera vez, en Sameiro (Braga) y, unos meses después, en Santiago de Compostela. Fue un primer contacto con el pontífice e, igualmente, con dos temas claves de su magisterio: la importancia de la familia - “el futuro del hombre sobre la tierra está ligado a la familia”, afirmó en Braga – y el llamamiento dirigido a Europa a recuperar su alma: “Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces”.

En 1989 participé en la IV Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Santiago de Compostela, en la que Juan Pablo II nos proponía con gran fuerza a los jóvenes la figura de Jesucristo como Camino, Verdad y Vida. Indudablemente, esta ha sido otra de las opciones fundamentales de su pontificado: la cercanía a los jóvenes y la predicación del Evangelio como respuesta a la pregunta por el sentido de la propia vida.

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30.04.11

A los ocho días, se les apareció Jesús

Homilía para el II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

El Señor Resucitado se aparece a los suyos al anochecer del “día primero de la semana” y, de nuevo, “a los ocho días” (cf Jn 20,19-31). El día primero de la semana, el primer día después del sábado, pasó a llamarse “domingo”, “día del Señor”, porque en ese día tuvo lugar la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. San Agustín comenta que “el Señor imprimió también su sello a su día, que es el tercero después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el octavo después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el primer día de la semana”.

El Señor, con su resurrección, inaugura la nueva creación y la nueva alianza y abre asimismo el día que no tendrá ocaso; es decir, la vida eterna. El domingo, primer día de la semana, recuerda el primer día de la creación, cuando Dios dijo: “Exista la luz” (Gén 1,3). Pero el domingo, como día octavo, ya que sigue al sábado, simboliza “el día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino” (Juan Pablo II, Dies Domini 26).

Jesucristo vivo se hace presente en medio de los discípulos, que estaban ocultos y encerrados, dominados por el miedo. Sólo la presencia del Señor puede infundirles la paz y la alegría, eliminando el temor y la incertidumbre. Jesús, mostrando sus manos y el costado, se da a conocer mediante los signos de su amor y su victoria: las señales de la cruz, de su amor hasta el extremo. Con este gesto es como si dijese: “Soy yo, no tengáis miedo” (Jn 6,20).

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28.04.11

Libros de mis amigos

Hay tres libros que deseo recomendar por dos razones: Porque los libros merecen la pena y porque los autores son amigos míos. Tan válida me parece una razón como otra, siempre que ambas vayan unidas.

El primero de ellos se titula “El gol de la santidad. El fútbol como imagen de la vida cristiana” (Cobel Ediciones, Alicante 2011, 109 páginas). A mí no me gusta el fútbol y creo que los últimos – y quizá los únicos – partidos que vi completos fueron dos de la selección española en el mundial de Sudáfrica. Más por patriotismo que por otra cosa.

Pues bien, este libro, escrito por el joven sacerdote José Alberto Montes Rajoy, ayuda a que “en el campo que es el mundo, juguemos cada uno en esa parcela del terreno, en esa posición que nos ha sido asignada, y logremos desarrollar el gran partido de nuestra vida y alcanzar al finalizar el partido, la corona de la victoria: el premio que es el cielo, el premio que es Dios”.

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23.04.11

Este es el día en que actuó el Señor

Homilía para el Domingo de Pascua (Ciclo A)

El Salmo 118 es, en la liturgia cristiana, el salmo pascual por excelencia: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”.

La piedra desechada por los arquitectos es Cristo, que sufre la Pasión. Él, desechado por los suyos, se convierte, no obstante, en piedra angular por su resurrección de entre los muertos. Sobre esta piedra, que constituye el fundamento de todo el edificio, se levanta la Iglesia. Por su misterio pascual, Cristo “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida”. “Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia”, enseña el Concilio Vaticano II en la constitución “Sacrosanctum Concilium”, 5.

El solemne anuncio de la resurrección, el “kerigma”, consiste precisamente en la proclamación de que a Jesucristo “lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección”, dice San Pedro (cf Hch 10,34.37-43).

Escuchar este anuncio no puede dejarnos indiferentes. Estamos llamados a convertirnos y a creer. La predicación del misterio pascual nos invita a la conversión y a la fe, contemplando al “verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo”. Convertirse equivale a pasar de las tinieblas a la luz, del sometimiento al poder de Satanás a la entrega en las manos de Dios, del estado de ira al estado de gracia.

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