El mes de mayo
A los jansenistas no les gustaba especialmente el culto a María. Se sentían, más bien, inclinados a recortarlo. Ya en el siglo XVIII, algunos teólogos combaten esa tendencia jansenista resaltando, como los teólogos del siglo XVII, la importancia de la piedad mariana, señalando, no obstante, que esta piedad ha de contribuir a enmendar la propia vida. Entre todos ellos, sobresale San Alfonso María de Ligorio.
Los teólogos de la Ilustración propician una devoción regida por la razón. Un autor laico, Adan Widenfeld, se mostraba partidario de insertar el culto a María en el contexto bíblico, armonizándolo con el amor sumo a Dios, con la confianza en Cristo y con la misericordia hacia los pobres. El erudito Ludovico Antonio Muratori (fallecido en 1750) aboga por promover el culto a María, evitando una devoción imprudente y desmesurada.
El sínodo de Pistoya (1786) pide que la devoción a María sea reglamentada: haciendo que únicamente se la honre con títulos bíblicos, eliminando sus imágenes de las iglesias y suprimiendo las procesiones. Pero el sínodo no tiene éxito. Los obispos de la Toscana se oponen a él, Roma lo condena y el pueblo se manifiesta absolutamente en contra.
En 1799 se produce en la Toscana una auténtica insurrección popular contra los reformadores – el duque Pietro Leopoldo era uno de ellos - y los jacobinos. Al grito de “Viva María!”, los campesinos arremetieron contra la influencia francesa en Toscana, quemando el árbol de la libertad en Arezzo y exigiendo la reanudación de las formas exteriores de culto.
Tras la restauración, se vivió un incremento de las prácticas devotas. En este contexto surge la iniciativa de consagrar el mes de mayo a María. El jesuita A. Dionisi publicó en 1725 el folleto “Il mese di Maria”. F. Lalomia, en 1758, el “Mese di maggio” y el P. Muzzarelli, en 1785, el mes de mayo más famoso de todos.
Se trata pues de una devoción – el mes de mayo – de un origen eminentemente popular y agrario. Entre sus defectos, al menos en sus inicios, la falta de relación con la liturgia, con la palabra de Dios y con la sana crítica.
Defectos, por otra parte, perfectamente corregibles, aun cuando la inercia haya hecho llegar casi hasta nosotros formas y expresiones de devoción mariana que, a falta de una adecuada renovación, han terminado en muchos casos, desgraciadamente, por ser suprimidas.
No creo que sea superfluo volver a leer la exhortación apostólica de Pablo VI “Marialis cultus” ni, tampoco, tener muy presentes las indicaciones del “Directorio sobre la piedad popular y la liturgia” (2002):