9.07.11

El éxito y el fracaso

Homilía para el Domingo XVI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Uno de los afanes que persigue el mundo es el éxito, la buena aceptación de nosotros mismos y de aquello que presentamos u ofrecemos a los demás. Un profesional exitoso es aquel que se ve reconocido por la gente y que puede traducir este reconocimiento en fama, en dinero, en estima pública. Sin embargo, el fracaso, el resultado adverso, se proyecta como una amenaza que asedia cualquier empresa humana.

También en la Iglesia podemos dejarnos seducir por este binomio de éxito y fracaso. En una primera impresión, la Iglesia triunfa, alcanza sus objetivos, si su predicación – que es un eco vivo de la palabra de Cristo – es bien recibida y llega a cambiar la vida de los oyentes. En cambio, la Iglesia fracasa si la predicación aparentemente no da fruto. Una parroquia exitosa sería aquella que, cada domingo, se llena a rebosar y en la que los feligreses aumentan en número y en calidad.

La lectura de la parábola del sembrador nos obliga a ser más cautos (cf Mt 13,1-23). Jesús habla en parábolas para ocultar “los secretos del Reino de los Cielos”. Con este lenguaje, Jesús vela y revela a la vez lo que quiere comunicar. Revela si el oyente está dispuesto a ver, a oír, a entender. Si no se da esta apertura, las palabras se vuelven ininteligibles. Se da, entonces, una especie de diálogo entre Jesús y los hombres en el que la intelección por parte de los destinatarios no es automática, sino que depende, en cierto modo, de las actitudes de estos.

Esta dinámica propia de las parábolas, que desvelan y ocultan a la vez, es similar a la alternancia entre el éxito y el fracaso. La palabra de Dios es en sí misma eficaz: “no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo” (cf Is 55,10-11). Pero la palabra divina no actúa como una apisonadora que iguala todos los terrenos y somete por la fuerza todas las voluntades, sino como una palabra que procede de la libertad de Dios y solicita, para ser acogida, la libertad del hombre.

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5.07.11

Vivir “contra”

Hay personas que parecen apostar por vivir en una actitud de continua oposición a casi todo, en un permanente “a la contra”. Si pensamos que no todo es compatible y que “A” no puede ser al mismo tiempo “no A”, es normal que, al optar por una cosa, seamos, en principio, contrarios a la realidad opuesta. Por ejemplo, si creo que se debe decir la verdad he de ser contrario a la mentira, pero eso no significa que el enfrentamiento con la mentira haya de convertirse en la finalidad de mi vida desplazando a lo principal: la apuesta por la verdad.

Un cristiano no está, primeramente, “contra” nada y menos contra nadie. Está, primeramente, “a favor de”: a favor de Dios, de la Iglesia, de la humanidad, de la creación, del mundo como obra de Dios. Naturalmente, esta elección “a favor de” implica, como consecuencia, la oposición a todo lo que amenaza los planes de Dios, que no son otros que la salvación de los hombres. Y así el cristiano está, consecuentemente, en contra de la negación de Dios, del desprecio de la Iglesia, de las conductas que amenazan a la humanidad, de la destrucción de lo creado, etc.

Trazar estas prioridades no es una tarea secundaria. El “sí” es ante todo un “sí”, aunque lleve consigo también un “no”; pero lo más importante es el “sí”. Si uno se encuentra un poco perdido en medio de un laberinto o de un territorio inexplorado agradecería, sobre todo, que le señalasen cuál es la ruta adecuada. Vale, es también una orientación que nos digan: “ese no es el camino”; pero la verdadera guía la encontramos cuando alguien nos dice: “es por aquí por donde debes ir”.

La mirada de Cristo hacia los hombres es una mirada de misericordia, de compasión, de amor: “Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, ‘como ovejas que no tienen pastor’ ”, leemos en el evangelio según san Mateo. Jesús no se limita a señalar los caminos que no conducen a ninguna parte, sino que, sobre todo, indica el camino auténtico: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

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2.07.11

La revelación del Corazón

Homilía para el XIV Domingo del tiempo ordinario (ciclo A)

Jesús ha venido a nosotros como un rey “justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica” (cf Za 9,910). En su humildad, Jesucristo es el Revelador y la Revelación del Padre; el Hijo que conoce al Padre y que nos lo da a conocer (cf Mt 11,25-30). El concilio Vaticano II enseña que Cristo es, a la vez, “mediador y plenitud de toda la Revelación” (Dei Verbum 3); es decir, Dios se manifiesta y se comunica a sí mismo a los hombres por medio de Jesucristo y en la misma persona de Jesucristo, el Verbo encarnado.

Si queremos saber cómo es Dios debemos escuchar lo que Dios nos dice a través de su Hijo; más aún, debemos contemplar a su Hijo, a Jesucristo. Él es la Verdad, la Verdad completa, que se ha aproximado a cada uno de nosotros para que, por la gracia, cada uno de nosotros participe del diálogo que, en la intimidad divina, sostienen, en el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo. En la celebración de la Iglesia ese diálogo, que es alabanza y acción de gracias, se hace presente y actual. Junto a Cristo, toda la Iglesia, especialmente en la Santa Misa, se dirige al Padre para darle gracias “porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla”.

¿Quiénes son “los sencillos”? Son aquellos que no ponen su confianza en sí mismos, o en sus saberes, sino en Dios. Los sencillos son los creyentes, aquellos que con docilidad a la gracia escuchan y se someten libremente a la revelación. Sin la humildad la fe resulta imposible. María, que “realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe” (Catecismo 148), se presenta, acogiendo el anuncio del ángel, como “la esclava del Señor”, dispuesta a que en ella se cumpla lo que la palabra del ángel manifiesta (cf Lc 1,38).

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30.06.11

¿Qué es la teología?

El papa nos sorprende cada día. Sus palabras, sus homilías y discursos, son admirables. Sabe compaginar de un modo particularmente logrado la forma y el fondo, la profundidad y la sencillez, la claridad y la belleza.

La homilía pronunciada en la Santa Misa de la solemnidad de San Pedro y de San Pablo, en la que alude a su sexagésimo aniversario de ordenación presbiteral, es un texto que, pienso yo, se leerá en el futuro con una veneración parecida a la que sentimos por los grandes escritos de los autores cristianos.

Pero también hoy, en su discurso con ocasión de la concesión del “Premio Ratzinger”, ha estado brillante. Ha reflexionado sobre la naturaleza de la teología y sobre la relación entre la fe y la razón. Se trata de un texto que debemos situar en continuidad con los discursos de Ratisbona, del Colegio de los Bernardinos de París y de la Universidad de Roma (aunque en este último lugar no llegó a pronunciarlo).

Tras un primer párrafo de reconocimiento a los tres teólogos premiados -Olegario González de Cardedal, M. Simonetti y M. Heim-, en el que incide en la importancia de hacer que la palabra de la fe no quede restringida al pasado, sino que sea para nosotros una palabra contemporánea, el papa entra en el nudo de su discurso: ¿Qué es verdaderamente la teología?

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27.06.11

Una bella imagen de la Iglesia

No soy yo muy devoto de procesiones. Las respeto, las aprecio, pero… no es ese ir ordenadamente, de un lugar a otro, muchas personas con un fin religioso lo que de un modo más espontáneo me puede salir del alma. Ya sé que es cosa mía, pero la devoción tiene también un componente subjetivo, que depende de la propia experiencia, formación, ambiente cultural, etc.

Sin embargo, sí me gusta la procesión del Corpus Christi. Me gusta tanto que me esfuerzo en no dejar de participar ningún año. Caminar en pos de Cristo, presente de modo verdadero y sustancial en el Santísimo Sacramento, refleja muy bien en qué consiste la vocación cristiana. La fe, la pura fe es, creo, más que otra cosa, lo que convoca a quienes van en la procesión. Cristo presente y oculto, Cristo cercano y lejano, con toda la majestad de Dios y con la humilde apariencia de un trocito de pan.

En la ciudad donde vivo la procesión del Corpus es modesta y piadosa. En otros lugares es triunfal y solemnísima, como corresponde al paso del Rey con mayúsculas por las calles habitadas por los hombres. Nada puedo objetar a ese esplendor grandioso. Ciertamente, Cristo se lo merece todo y el tributo que le dediquemos no lo hace a Él más noble, pero sí nos ennoblece a nosotros.

Pero no es este el caso. En donde vivo, la procesión del Corpus es la de los cristianos de la Misa diaria. Y no creo exagerar nada. No éramos pocos, no, éramos bastantes, sin poder hablar de una muchedumbre inmensa. Pero he visto, y no solo este año, mucho recogimiento y mucho amor a Cristo. He visto a personas de todas las edades guardando silencio, respondiendo a las oraciones de alabanza y aclamando al Señor con cánticos.

Al término del recorrido, que apenas perturbó la vida de la ciudad, y que fue observado por quienes no participaban en él sin muestras externas de desprecio, pude vivir en la concatedral un momento de gran emoción: La custodia con el Santísimo fue colocada sobre el altar y el obispo, los sacerdotes y los demás fieles, laicos y religiosos, concentraron su mirada en la Sagrada Hostia. Él, Cristo, era el centro. Su Corazón sigue latiendo de modo vivo. Él sigue infundiendo en nuestro espíritu la fuerza y la alegría.

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