7.04.12

Los bienes de allá arriba

Homilía para el Domingo de Pascua (Ciclo B)

San Pablo, en la Carta a los Colosenses (3,1-4), expone las consecuencias que tiene para nuestra vida la Resurrección de Jesús: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba”.

¿Qué significa buscar “los bienes de allá arriba”? Significa, primordialmente, buscar a Dios. No se trata de escapar de la realidad, ni de desentenderse del mundo, sino que se trata de no perder la orientación, el sentido del porqué y del para qué vivimos y actuamos.

A veces pensamos, equivocadamente, que todo lo que tiene que ver con Dios constituye una segunda dimensión, aparentemente superflua, en relación con la existencia cotidiana. Parece que lo esencial radica en otra cosa: en buscar la justicia, en asegurar el bienestar temporal para el mayor número de personas, en procurarnos una vida más digna y más próspera.

Todos estos afanes son legítimos. Pero lo secundario no debe hacernos olvidar lo principal. Y lo principal es solamente Dios: “Se podrían enumerar – comentaba el Papa Benedicto XVI – muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros” (7.XI.2006).

Buscar “los bienes de allá arriba” equivale a vivir la vida nueva que Cristo, por su Pascua, nos ofrece; significa vivir en la fe, en unión con Cristo Resucitado, dilatando nuestra mirada para contemplar todas las cosas desde la perspectiva de Dios; significa vivir en la esperanza, sabiendo cuál es nuestra meta definitiva, sin detenernos en metas parciales; supone vivir en la caridad, aprendiendo a amar a Dios sobre todo y a los demás por amor a Dios.

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Ya no muere más

En la Carta a los Romanos, San Pablo considera el carácter definitivo de la Resurrección: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más” (cf Rom 6,3-11). Su muerte fue un morir al pecado “de una vez para siempre” y su vivir “es un vivir para Dios”.

El anuncio luminoso de la Resurrección del Señor constituye el eje central, no sólo de la solemne Vigilia de Pascua, sino de toda la fe cristiana. Como a las mujeres que acuden al sepulcro para embalsamar a Jesús (cf Mc 16,1-7), también a nosotros nos sorprende la capacidad de Dios de obrar lo nuevo, de hacer que de un sepulcro brote la vida definitiva, el vivir para Dios que no acaba, la superación para siempre del dominio de la muerte.

Las mujeres van al sepulcro “muy temprano”, “al salir el sol”. Como dice el Sal 30, “al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”. La mañana es el tiempo de Dios, el tiempo de la curación y del rescate, cuando las fuerzas de la oscuridad pierden terreno ante el ataque del reino de la luz. El gran obstáculo que se interponía entre ellas y el cuerpo de Jesús, la piedra de la entrada del sepulcro, ha sido removido por Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos.

La luz de la Pascua permite leer de un modo nuevo, e interpretar en su justo significado, la totalidad de las Escrituras. Jesús Vivo es el inicio de la nueva creación, prefigurada en la primera creación de Adán y de Eva. Jesús es el nuevo Isaac, que sigue vivo después del sacrificio de su muerte en la Cruz. Su Pascua es el verdadero paso del Mar Rojo, a través del poder destructor de las aguas. En la Resurrección, Dios recoge a su Hijo, abandonado en la muerte, para darle la vida nueva.

Pero celebrar la Resurrección de Cristo es celebrar el propter nos de la salvación: “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación”. Esta finalidad salvadora está impresa en todos los acontecimientos, en todos los misterios de la vida de Cristo: Su Encarnación en el seno purísimo de la Virgen María, su infancia y su vida oculta, los años de su vida pública anunciando el Reino de Dios, su pasión, su muerte y su gloriosa Resurrección.

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6.04.12

Tu Cruz adoramos

“Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa Resurrección alabamos y glorificamos, por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

En el Viernes Santo, primer día del Triduo Pascual, la Iglesia adora la Cruz del Redentor. Por medio de su sangre, de su Muerte, Jesucristo instituyó el misterio pascual, el tránsito de la muerte a la vida, de este mundo al Padre.

En la celebración de ese día, nos unimos a Cristo en este tránsito, para vivir, asociados a Él, nuestro propio paso del pecado a la gracia. La austeridad caracteriza el Viernes Santo. El celebrante, postrado en el suelo, expresa la humillación del hombre terreno antes de la Pascua liberadora de Cristo. Sin Él, sin el Señor, somos muerte, pecado y debilidad. Unidos a Él nos convertimos en vida, en gracia, en hombres nuevos resucitados.

La lectura de la Pasión según San Juan nos permite adentrarnos en el misterio de la entrega de Jesucristo. El Cristo que sufre es el Señor glorioso, que con su Resurrección derrota para siempre el pecado y la muerte. La majestad del Nazareno – “Yo soy” – hace retroceder y caer a tierra a los soldados que se disponen a apresarle en el huerto de Getsemaní.

Ante Pilato, que lo interroga, Jesús contesta con soberana serenidad: “Mi reino no es de este mundo”. Cuando todo está ya cumplido, desde el trono de la Cruz, el Señor “entregó su Espíritu”, el principal don de la Pascua.

Sus piernas no fueron quebradas, porque no pueden ser quebrados los huesos del Cordero Pascual. De su costado traspasado por la lanza salió sangre y agua, símbolo de la Iglesia, edificada por los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía.

La Cruz que adoramos es la Cruz victoriosa del Crucificado. La Cruz ante la que nuestras rodillas se doblan, reconociendo, con esa genuflexión, la gratuidad y la grandeza del amor del Redentor. La Cruz que se convierte en señal distintiva de un estilo de vida que se identifica con el de Jesucristo.

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5.04.12

La cuarta palabra

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? No podemos escuchar, sin estremecernos, esta palabra de labios de Jesús. ¿Cómo puede Dios abandonar a Dios? ¿Cómo puede el Padre desamparar a su Hijo?

Jesús sufre el tormento de la Cruz. Sufre, sobre todo, el escarnio de su Pueblo. Jesús es una Víctima, la Víctima, de la “cultura de la muerte”; del uso perverso de la libertad, de un individualismo extremo que nos confiere un “poder absoluto sobre los demás y en contra de los demás”. La muerte de Jesús fue decidida por las autoridades del momento; se procedió contra Él siguiendo las formalidades de la aparente justicia. Los sumos sacerdotes lo acusaron de blasfemo. Roma, de traidor. Jesús estaba de más, molestaba; su mera presencia incomodaba el egoísmo de los fuertes.

Esta cuarta palabra resuena en la historia cada vez que, con el amparo de leyes injustas y con la cobertura favorable de una opinión pública contaminada, se aplasta a los débiles. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué ese número inmenso de niños a quienes se impide nacer? ¿Por qué tantos pobres a quienes se les hace difícil vivir? ¿Por qué tantos hombres y mujeres víctimas de una violencia inhumana? ¿Por qué tantos ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o de una presunta piedad? Dios no parece intervenir para imponer la justicia.

El grito de Jesús es el grito del justo que sufre en el mundo ante un Dios que calla y que no interviene para salvarlo. Pero ese grito y ese silencio es la expresión plástica del amor de un Dios que quiere compartir, en la experiencia del abandono, la soledad de nuestras noches, la oscuridad de nuestras desesperanzas, la angustia de nuestros desamparos. El amor de Dios se manifiesta en su compasión, en su derrota, en su debilidad, en su muerte.

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Jueves Santo

La entrega de Jesús


La Semana Santa tiene su centro en el Triduo Pascual. Tres días: el Viernes Santo, el Sábado Santo y el Domingo de Pascua, en los que la Iglesia conmemora y actualiza el paso o tránsito de Jesucristo “de este mundo al Padre” (cf Jn 13,1-15) a través de su Muerte y Resurrección. La introducción o el pórtico de este Triduo es la celebración de la Misa vespertina de la Cena del Señor.

Jesús, en la última Cena con sus Apóstoles, dio su sentido definitivo a la pascua judía – de la que nos habla el libro del Éxodo (12,1-8.11-14) - . La conmemoración de la salida apresurada y liberadora de Egipto, se convierte en prefiguración de otra salida y de otro éxodo: el paso de Jesús a su Padre por su Muerte y su Resurrección.

La Eucaristía es la celebración de este éxodo, de esta Pascua Nueva, “del `éxodo hacia Dios´ de la resurrección del Hijo encarnado, en el que la muerte ha sido engullida por la victoria” (Bruno Forte).

Recordando y haciendo presente la Pascua del Señor, la Iglesia anticipa su pascua final en la gloria del Reino (cf Catecismo 1340). “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”, nos dice San Pablo (1 Cor 11,23-26). Sí, la Eucaristía se celebra en la “provisionalidad” de la fe y en la expectación esperanzada de que la Pascua de Cristo será también nuestra pascua, nuestro paso definitivo al Padre, nuestra entrada en el Reino, en la verdadera tierra de promisión.

Mientras aguardamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo, cumplimos su mandato: “Haced esto en memoria mía”. Hacemos memoria de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada. Una memoria que actualiza, en el signo sacramental de la Eucaristía, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz.

“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, anota San Juan. La Pascua de Cristo nos sitúa en el extremo del amor de Dios: de un Dios que sale de sí mismo hasta el abajamiento supremo de la Cruz; de un Dios que se convierte en esclavo, lavando los pies de sus discípulos; de un Dios que expresa de forma máxima la ofrenda libre de sí mismo en una cena en la que su Cuerpo, que va a ser entregado, es el alimento y su Sangre, que va a ser derramada, es la bebida.

El Papa Benedicto XVI escribe que “la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús”, pues nos implica en la dinámica de su entrega (cf Deus caritas est, 13). El amor de Dios se nos da como alimento en la Eucaristía, y nos capacita para amar como Cristo ama, con un amor que da la vida.

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