El 13 de septiembre del año 335 se dedicaron en Jerusalén dos basílicas constantinianas: la del Gólgota y la de la Resurrección. Al día siguiente fue expuesta a la veneración de los fieles la reliquia de la cruz que, según la tradición, había sido encontrada un 14 de septiembre. En estos acontecimientos encontramos las raíces de la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz, que la Iglesia celebra el 14 de septiembre y, en algunos lugares, el 3 de mayo.
Una de las primeras lecciones de un viejo catecismo – que a muchos nos sirvió de preparación para la primera comunión – comenzaba con la siguiente pregunta: “¿Cuál es la señal del cristiano?”. La respuesta decía: “La señal del cristiano es la Santa Cruz”. Y añadía el catecismo: “¿Por qué la Santa Cruz es la señal del cristiano? – La Santa Cruz es la señal del cristiano porque en ella murió Jesucristo para redimir a los hombres”.
Estas dos preguntas, con sus subsiguientes respuestas, dicen mucho en pocas palabras. Hablan, en primer lugar, no solo de un símbolo, de un adorno o mucho menos de un ídolo. Hablan de una “señal”. La cruz, la Santa Cruz, es la señal del cristiano. Es la marca o nota que da a conocer a los cristianos y que los distingue específicamente. Y hablan, también, del vínculo que une la Santa Cruz con Jesucristo. Sin Jesucristo, sin su muerte redentora, la cruz no sería lo que es. Sin el Crucificado la cruz sería solo lo que había sido: un instrumento de tortura y de muerte.
Es el Crucificado, es Jesucristo, el que da un nuevo sentido a la cruz. ¿Cuál es este sentido nuevo? San Juan nos da la pista adecuada cuando se refiere al “amor hasta el extremo”: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
La clave para comprender el significado de la cruz es el amor de Cristo. Es el amor del Hijo de Dios hecho hombre. Él es, la vez, el Verbo encarnado, la visibilización del amor de Dios, y el nuevo Adán, la Cabeza de toda la humanidad que sobrepasa y abraza a todas las personas humanas.
La cruz es la síntesis de ambas dimensiones: de la verticalidad que une al Hijo con el Padre - y con su designio salvador – y de la horizontalidad por la cual Cristo se hace solidario con todos los hombres y mujeres, para salvarnos.
El “extremo” del amor, su grado más intenso o elevado, no es puramente humano, ni tampoco es solo divino. Es divino y humano. La potencia extrema del amor de Dios desborda nuestros límites pero, a la vez, de un modo misterioso, los alcanza. Dios nos ama “humanamente”, podríamos decir, elevando hasta su altura, hasta la altura de Dios, la fuerza del amor.
De este modo, la cruz se revela como un elemento esencial para comprender a Jesucristo. Su propio nombre, “Jesucristo”, hace inseparable a Jesús de la cruz. Jesús es el Cristo. Todo su paso por la tierra, toda su existencia en este mundo, se orienta a ese fin: asumir, cargar sobre sí, los pecados de todos los hombres. Asumirlos “hasta el extremo”, consciente plenamente de su carga mortífera, de su poder maléfico, de su capacidad de destrucción. Pero todo este peso inmenso es transformado al ser aceptado, al ser tomado en serio, por un amor mucho más fuerte que el pecado y que sus consecuencias, el amor de Dios.
Cristo ha dejado su señal, su marca, en la cruz. Y ese cruel patíbulo se transmuta en el auténtico árbol de la vida, en el “dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza”, como canta la liturgia de la Iglesia.
San Pablo resume, de una forma sorprendente, el contraste y la paradoja de la cruz. Dice, al mismo tiempo, que es “locura” y “sabiduría”. Es decir, la cruz nos desconcierta, nos saca de nuestras casillas y, a la vez, nos proporciona una referencia nueva para interpretar el mundo: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor 1,23). Pero el mismo apóstol añade: “pero para los llamados – judíos o griegos -, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,24).
Si Cristo ha dejado su señal en la cruz, la cruz la ha dejado en los cristianos. Es una señal que se convierte en programa de vida, en signo de identidad que define el caminar de sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).
No es una renuncia que malogre la vida, que la haga fracasar. Es una renuncia que salva, que hace ganar auténticamente. Es una renuncia que mejora el mundo. Que siembra paz en vez de odio, solidaridad en lugar de egoísmo, reconciliación en vez de enfrentamiento.
La cruz nos invita, en la línea de lo que propone el Papa Francisco, a la “revolución de la ternura”: “La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (“Evangelii Gaudium”, 88).
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