17.10.14

Cada cual va en pos de su apetito

Lo dice San Agustín, en un tratado sobre el evangelio de San Juan: “Cada cual va en pos de su apetito”. El apetito es un impulso instintivo que lleva a satisfacer deseos o necesidades.

El Papa Francisco, en Evangelii gaudium 14, dice que la Iglesia ha de atraer a quienes no conocen a Jesucristo o lo han rechazado.

¿Qué significa atraer? Atraer es acercar, es hacer que acudan a sí otras cosas, es ocasionar o dar lugar a algo, es ganar la voluntad, el afecto o el gusto de otra persona; es, también, mantener la cohesión.

 ¿Cómo podemos, los cristianos, atraer a otros, bien sean no cristianos o cristianos que han dejado de serlo? No existe, obviamente, una fórmula mágica. Las personas (humanas) somos personas, individuos de la especie humana, dotados de inteligencia y de voluntad.

 ¿Atraer a alguien es forzar su voluntad? San Agustín dice que no: “No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor”.

 La atracción del amor no atenta contra la libertad; más aún, inclina la voluntad acompañándola de placer, de goce, de gusto. ¿Quién puede decir que no busca, en el fondo, la verdad, la justicia y la vida sin fin?

 Si realmente buscamos eso, ¿cómo no va a atraernos Cristo? San Agustín dice que no solo los sentidos tienen su deleite. También tiene su deleite el alma. Es perversa la división, la separación, entre alma y cuerpo; entre res cogitans y res extensa; entre inteligencia y sentidos. La Encarnación, la lógica del Cristianismo, no separa, sino que une, trascendencia e inmanencia, Dios y mundo, alma y cuerpo.

 La síntesis entre lo que aparentemente es opuesto la logra un corazón amante: “Preséntame un corazón amante, y comprenderá lo que digo”, comenta San Agustín.

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15.10.14

El Sínodo y las ovejas

No he podido seguir las actividades de la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicado al tema de la familia, básicamente por dos motivos: ni soy padre sinodal ni soy periodista. A estos dos motivos se une una tercera razón: bastante tengo con intentar hacer lo que tengo que hacer, mi trabajo, como para estar demasiado pendiente del trabajo de otros. Aunque el trabajo de otros, tratándose de temas de la Iglesia, me concierna siempre.

 

Esta relativa distancia no es, en absoluto, indiferencia. Pero, pongamos las cosas en su sitio: No es más, ni menos, que un Sínodo Extraordinario al que seguirá, el año que viene, otro Sínodo Ordinario, al que seguirá – a saber cuándo – un documento papal en forma, previsiblemente, de exhortación apostólica postsinodal. Es decir, que tengo tiempo de sobra para enterarme del final, sin necesidad de recorrer paso a paso los senderos intermedios (ya habrá tiempo, si llega el caso, para ello).

 

Desde la perspectiva formal, un Sínodo no es magisterio de la Iglesia. Los Padres Sinodales pueden decir lo que quieran – hay que suponer que lo que digan estará fundamentado - , pero, digan lo que digan, nada cambia en la enseñanza de la Iglesia por el mero hecho de que lo digan. El Sínodo asesora al Papa y es el Papa quien, acogiendo más o menos las sugerencias que le llegan del Sínodo – en este caso, de los Sínodos - , dirá algo o nada, enseñará o no. Y, en el supuesto de que ejerza su función de enseñar, lo hará, como no puede ser de otro modo, en conformidad con la Escritura leída en la Tradición de la Iglesia.

 

Si a mí me preguntasen, hoy, cuál es la doctrina de la Iglesia sobre la familia, y sobre asuntos conexos, remitiría a la síntesis vinculante que es el Catecismo de la Iglesia Católica, en lo doctrinal. Y en lo normativo, al Código de Derecho Canónico. Y, siempre, a la Escritura leída en la Tradición de la Iglesia. Sin más. Si me preguntasen hoy cuál es la doctrina de la Iglesia contestaría con la misma certeza que ayer, remitiendo a la revelación y a sus fuentes, a los “lugares teológicos”, por emplear la expresión de Melchor Cano; es decir, a los domicilios en los que habitan los argumentos de la Teología.

 

Ninguna preocupación, por consiguiente. No obstante, sí me gustaría recordar una afirmación del Papa Francisco: La nueva evangelización “convoca a todos” (Evangelii gaudium, 14). O sea, nadie está excluido de la “nueva evangelización”, que, al final, no es otra cosa que la transmisión de la fe. Pero el Papa, muy adecuadamente, distingue tres ámbitos en los que esa transmisión de la fe se realiza. Y, a cada ámbito, corresponde un objetivo específico.

 

¿Cuáles son estos ámbitos y cuáles estos objetivos? Son tres, respectivamente:

 

1)      El ámbito de la pastoral ordinaria, que concierne a los fieles que conservan y expresan la fe. La finalidad de la nueva evangelización, con relación a los fieles, es el crecimiento de los creyentes, de tal modo que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.

2)      El ámbito de los bautizados que no viven las exigencias del Bautismo. Con relación a estas personas, ¿qué finalidad se persigue? Pues, esencialmente, se busca su conversión, para que recuperen la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.

3)      El ámbito de los que no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Con relación a estos, la Iglesia busca la atracción; es decir, acercarlos al Señor.

 

Está muy bien este esquema y es muy sabio. Pero, si lo pensamos a fondo, todos los católicos, y todos los seres humanos,  necesitamos crecer, convertirnos y dejarnos atraer cada vez más por el amor de Cristo.

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11.10.14

La invitación de Dios

En su plan de salvación, Dios invita a los hombres a entrar en su Reino, simbolizado por un banquete de bodas. San Gregorio Magno ve en este banquete una imagen del misterio de la Encarnación: “Dios Padre celebró las bodas a su propio Hijo cuando unió a Este con la humanidad en el vientre de la Virgen”. Todos nosotros estamos llamados a participar en esta comida de fiesta; es decir, a unirnos a Jesucristo formando parte de su Iglesia por la fe y el Bautismo.

La solicitud amorosa de Dios no siempre es correspondida. Muchos convidados “no quisieron ir” (Mt 22,3). Posiblemente no se pararon a valorar ni quién los invitaba ni a qué. En esta actitud de rechazo podemos ver reflejado el pecado, que consiste en la negativa a escuchar la palabra de Dios, en “la cerrazón frente a Dios que llama a la comunión con Él” (Benedicto XVI, Verbum Domini, 26).

Otros convidados “no hicieron caso” (Mt 22,5). A la invitación que les llega de parte de Dios responden con la indiferencia. Corremos el riesgo de proceder así si permitimos que el agnosticismo práctico, que se traduce en vivir como si Dios no existiese, invada nuestra alma y la haga insensible en relación con las cosas de Dios.

Sumergidos en nuestros trabajos, apegados a nuestros intereses materiales e inmediatos, podemos dejar pasar de largo lo más importante. Simone Weil decía que “el apego es fabricante de ilusiones; quien quiera ver lo real, debe estar desapegado”. Si estas palabras valen para el conocimiento de la realidad en general, valen mucho más cuando se trata de escuchar el eco de la voz de Dios.

San Gregorio indica que “algunos llamados a la gracia, no sólo la desprecian, sino que también la persiguen: por esto añade: ‘Y los otros echaron mano de los siervos’ ”. Es verdad; el anuncio del Evangelio se encuentra muchas veces no solo con el rechazo o la indiferencia, sino también con el conflicto y con la persecución.

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9.10.14

Ébola

Yo no tengo ningún conocimiento en el campo de la medicina, de la microbiología o de las enfermedades infecciosas. Por consiguiente, lo que voy a escribir no pasa de una opinión, de un juicio personal que trato de hacerme según la información de la que dispongo – que está obtenida de los medios de comunicación -.

 

Cuando supe de la primera repatriación de un misionero infectado del virus pensé: “Mejor así”. Me explico: Mejor recibir a un paciente infectado, sabiendo que está infectado, que enfrentarse, sin saberlo, a una enfermedad desconocida entre nosotros.

 

Y creo que esta impresión mía es correcta. El mundo está interconectado. España, por otra parte, está muy cerca de África. Lo que pueda afectar a los ciudadanos de Liberia o de Sierra Leona puede afectarnos a nosotros, ya que las personas viajan de un lugar a otro.

 

No hubo, que se sepa, problemas con esa primera repatriación. El paciente murió pronto pero, que sepamos, nadie se contagió. Parecía mínimamente creíble que, pese a todo, pese a ciertas prisas, las cosas habían ido razonablemente bien. Y, sin duda, esa experiencia directa de atender a un enfermo de ébola supondría un bagaje importante para los médicos y sanitarios de España de cara a atender posibles – y probables – nuevos casos.

 

Con la segunda repatriación cabría, en principio, ser un poco más optimistas. No se partía de cero. Se contaba ya con una primera experiencia real. Sin embargo, sea por lo que sea, en esta segunda vez algunas cosas han fallado.

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¿Estamos todos locos? Un perro es un perro

La privación del juicio o del uso de la razón parece ser, en muchas personas, el estado general. Vivimos en una situación permanente de exaltación, de desacierto, de extremismo absurdo.

 

Yo creo que el desafío de la nueva evangelización no es solamente volver a proponer el Evangelio, que sí lo es, sino también apostar de modo radical por la racionalidad y por el sentido común.

 

No está en juego únicamente la fe. Está en juego la razón humana, la facultad de discurrir y de entender la realidad. La crisis que padecemos no es, básicamente, una crisis de fe. Es una crisis de racionalidad, de humanidad. Aunque ambos elementos, razón y fe, estén intrínsecamente relacionados.

 

“La gracia supone la naturaleza y la perfecciona”. Yo casi tengo que recurrir a argumentos de fe para seguir creyendo este axioma. Los argumentos de fe son muy claros: Dios nos ha creado a su imagen y semejanza; es decir, dotados de razón y de voluntad.

 

Pero la realidad, lo que vemos cada día, supera cualquier axioma. Estamos perdiendo mucho: en sensibilidad, en capacidad de resolver los problemas mediante el diálogo, en respeto mutuo. Caminamos hacia la selva, hasta el territorio en el que triunfa el más fuerte, el que puede matar o devorar al otro.

 

Mal nos va si el último, y definitivo, límite es el derecho penal: “No hagas esto, porque si lo haces, y te descubren, irás a la cárcel”. Este límite no es suficiente para una convivencia civilizada. Nunca un mínimo puede ser un máximo. Y sin máximos, de obligado acatamiento, la vida se vuelve muy complicada y muy difícil.

 

Hay máximos que no admiten mínimos. Por ejemplo, el respeto absoluto de la vida de un ser humano inocente. En esta cuestión no caben grados: o se respeta la vida de un ser humano inocente, siempre y en cualquier ocasión, o no se respeta. No veo un grado intermedio que sea satisfactorio.

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