No he podido seguir las actividades de la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicado al tema de la familia, básicamente por dos motivos: ni soy padre sinodal ni soy periodista. A estos dos motivos se une una tercera razón: bastante tengo con intentar hacer lo que tengo que hacer, mi trabajo, como para estar demasiado pendiente del trabajo de otros. Aunque el trabajo de otros, tratándose de temas de la Iglesia, me concierna siempre.
Esta relativa distancia no es, en absoluto, indiferencia. Pero, pongamos las cosas en su sitio: No es más, ni menos, que un Sínodo Extraordinario al que seguirá, el año que viene, otro Sínodo Ordinario, al que seguirá – a saber cuándo – un documento papal en forma, previsiblemente, de exhortación apostólica postsinodal. Es decir, que tengo tiempo de sobra para enterarme del final, sin necesidad de recorrer paso a paso los senderos intermedios (ya habrá tiempo, si llega el caso, para ello).
Desde la perspectiva formal, un Sínodo no es magisterio de la Iglesia. Los Padres Sinodales pueden decir lo que quieran – hay que suponer que lo que digan estará fundamentado - , pero, digan lo que digan, nada cambia en la enseñanza de la Iglesia por el mero hecho de que lo digan. El Sínodo asesora al Papa y es el Papa quien, acogiendo más o menos las sugerencias que le llegan del Sínodo – en este caso, de los Sínodos - , dirá algo o nada, enseñará o no. Y, en el supuesto de que ejerza su función de enseñar, lo hará, como no puede ser de otro modo, en conformidad con la Escritura leída en la Tradición de la Iglesia.
Si a mí me preguntasen, hoy, cuál es la doctrina de la Iglesia sobre la familia, y sobre asuntos conexos, remitiría a la síntesis vinculante que es el Catecismo de la Iglesia Católica, en lo doctrinal. Y en lo normativo, al Código de Derecho Canónico. Y, siempre, a la Escritura leída en la Tradición de la Iglesia. Sin más. Si me preguntasen hoy cuál es la doctrina de la Iglesia contestaría con la misma certeza que ayer, remitiendo a la revelación y a sus fuentes, a los “lugares teológicos”, por emplear la expresión de Melchor Cano; es decir, a los domicilios en los que habitan los argumentos de la Teología.
Ninguna preocupación, por consiguiente. No obstante, sí me gustaría recordar una afirmación del Papa Francisco: La nueva evangelización “convoca a todos” (Evangelii gaudium, 14). O sea, nadie está excluido de la “nueva evangelización”, que, al final, no es otra cosa que la transmisión de la fe. Pero el Papa, muy adecuadamente, distingue tres ámbitos en los que esa transmisión de la fe se realiza. Y, a cada ámbito, corresponde un objetivo específico.
¿Cuáles son estos ámbitos y cuáles estos objetivos? Son tres, respectivamente:
1) El ámbito de la pastoral ordinaria, que concierne a los fieles que conservan y expresan la fe. La finalidad de la nueva evangelización, con relación a los fieles, es el crecimiento de los creyentes, de tal modo que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.
2) El ámbito de los bautizados que no viven las exigencias del Bautismo. Con relación a estas personas, ¿qué finalidad se persigue? Pues, esencialmente, se busca su conversión, para que recuperen la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.
3) El ámbito de los que no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Con relación a estos, la Iglesia busca la atracción; es decir, acercarlos al Señor.
Está muy bien este esquema y es muy sabio. Pero, si lo pensamos a fondo, todos los católicos, y todos los seres humanos, necesitamos crecer, convertirnos y dejarnos atraer cada vez más por el amor de Cristo.
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