Creer no es fácil, pero tampoco excesivamente difícil
Creer, en sentido teológico, es confiar en Dios y aceptar como verdadero lo que Él nos ha comunicado. No me parece excesivamente difícil aceptar que Dios existe. Lo que hay, al menos la realidad a la que tenemos acceso, es suficientemente “milagrosa”, sorprendente, como para sospechar que no ha podido surgir por casualidad.
Entre lo que llamamos “milagro” – en principio, algo extraordinario – y el más ordinario de los hechos la diferencia es más sutil de lo que parece. ¿Es milagroso u ordinario que pueda seguir respirando?, ¿es milagroso u ordinario que un avión no se caiga – y no me bastan las teorías de fluidos, sino que me remito a la experiencia de quien sube a un avión - ?, ¿es milagroso u ordinario que alguien ponga delante el bien de otro antes del propio? Todo queda remitido, en cierto modo, al propio juicio, a la idea que nos hagamos del mundo, tan complejo y, a la vez, tan simple.
Si escuchamos nuestra voz interior, si entramos en nosotros mismos, hay indicios suficientes como para formular la misma pregunta y para tomar en serio similares indicios que apuntan a Alguien más allá de nuestro propio yo. Algunas cosas nos parecen buenas o malas o, quizá, permitidas o prohibidas. Tal vez no sepamos muy bien por qué, pero sabemos – con un saber muy cercano a la vivencia – que es así.
Es posible que nadie, o casi nadie, me pueda demostrar que es un absurdo lógico matar a un inocente, pongamos por caso. Es posible idear razones o motivos que lo justifiquen – matar a un inocente -. Pueden ser – según qué inocentes – una carga insoportable, un lastre para el grupo, un freno para el despliegue de la propia personalidad. Pero, pese a todo, algo me dice, una voz que he de tomar muy en serio si quiero ser fiel a mí mismo, que no se puede matar a un ser humano inocente.
Para mí, en suma, el teísmo no es excesivamente difícil. Me parece más razonable aceptar la existencia de Dios que negarla. Por motivos que, a lo que se me alcanza, son puramente racionales.
Mucho más difícil es admitir la Encarnación. Todos los primeros concilios cristológicos - al menos desde el de Nicea hasta el concilio IV de Constantinopla - , por decir algo, versan sobre lo mismo: el realismo de la Encarnación. Una cosa es aceptar que Dios existe y, otra, relacionada con la primera, pero más difícil, es reconocer que Dios nos sale al paso, que llega hasta nosotros. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI se preguntaba en uno de sus libros dedicados a Jesús de Nazaret: “¿Qué nos trae Jesús?”. Y contestaba: “Nos trae a Dios”.