17.01.15

El “puñetazo” del Papa

“No se puede reaccionar violentamente” ante las ofensas (otra cosa, y no entro ahora en ello, sería la legítima defensa). “No se puede reaccionar violentamente”. Y eso es lo que, literalmente, ha dicho el Papa en sus declaraciones sobre la libertad de expresión. Ninguna condescendencia del Papa, por consiguiente, con la violencia. Y, mucho menos, con la violencia ejercida en nombre de Dios: “No se puede ofender, o hacer la guerra, o asesinar en nombre de la propia religión o en nombre de Dios", ha dicho también.

 

Pese a esta reiterada condena de la violencia, y de las reacciones violentas, muchos, ayer y hoy, han reaccionado proporcionando al Papa, en el mejor de los casos, un “tironcito de orejas”.

 

¿Por qué? Básicamente por dos razones, a lo que se me alcanza. Algunos, simplemente, cuestionan la forma y la oportunidad de la misma. Esta objeción es atendible, pero ni siquiera esta objeción es completamente justa, ya que el Papa, al mencionar el famoso “puñetazo”, comenzó diciendo, como hemos ya señalado: “No se puede reaccionar violentamente”.

 

¿Qué ha dicho el Papa? Que es normal que quien es ofendido de forma grave - por ejemplo, cuando se le menta a alguien a su propia madre para injuriarla – sienta la reacción, el impulso, de propinar un puñetazo al que agravia de ese modo. Es normal sentir ese impulso, pero no es normal, ni ético, dejarse llevar por el mismo: “Es verdad que no se puede reaccionar violentamente”.

 

Pero otros, muchos otros, se han basado en ese ejemplo del Papa, que no justifica la violencia ni en ese caso, para disentir de algo que el Papa sí ha defendido y que, a muchos de sus críticos, no les ha gustado nada; a saber, que el derecho a la libertad de expresión no puede olvidarse del derecho a la libertad religiosa: “Creo que los dos son derechos humanos fundamentales, tanto la libertad religiosa, como la libertad de expresión".

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16.01.15

Fe y razón, y no fe o razón

Un articulista de un periódico (http://www.atlantico.net/) se ha tomado la molestia de leer un texto mío titulado “Islam, razón y religión”. Se lo agradezco mucho, ya que el mayor homenaje que se le puede tributar al que escribe algo es hacer el esfuerzo de leer ese algo. Si, por añadidura, se redacta un escrito para disentir de lo leído, contraponiendo unas razones a otras, se va más allá de la mera cortesía  para entrar en el terreno de una alta consideración. Por tanto, muchas gracias.

 

Yo me imagino – quiero suponerlo – que mi interlocutor no me considera un ser privado de razón, absolutamente incapacitado para discurrir o para aportar argumentos que sostengan mis propias convicciones. Y quiero suponerlo porque, sin esa base, el diálogo resultaría imposible. Yo creo que la razón une. Y creo también que si algo me convence a mí puede, en principio, convencer a otros.

 

En el fondo, me parece que mi interlocutor me concede más de lo que aparentemente me concede: Claro que contra los excesos, dice, “es necesario luchar a través de la razón”. Y añade, y en ello también estoy de acuerdo, que es necesario apostar por la cultura, por la enseñanza, por la razón, por el conocimiento y por “la lucha contra las mafias organizadas, contra los intereses de las multinacionales, a quienes el individuo les trae sin cuidado y no es más que un instrumento de explotación”.

 

Quizá, en el fondo, lo que me distancie de mi interlocutor – pese a esas coincidencias – sea solo una letra, la “o”, una conjunción disyuntiva, en lugar de la “y”, una conjunción copulativa. Es decir, él opta por la alternativa (o una cosa o la otra), y yo por la unión (una cosa y la otra).

 

La fe no es, en modo alguno, una alternativa a la razón. La fe es, de hecho, un ejercicio de la razón como cualquier otro. Ni más ni menos. El hombre que cree, por el hecho de creer, no violenta de ningún modo su naturaleza racional. Claro que no podrá creer cualquier cosa; habrá que ver si cuenta con buenas razones para creer esto o lo otro, pero creer, de por sí;  tener fe, de por sí, no contradice la racionalidad humana.

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14.01.15

“Si yo supiese escribir”

Una de las personas que más ha influido en mi vida, y una de las personas a las que más he querido, solía repetirlo a veces: “¡Si yo supiese escribir!”. Lo decía con la convicción de un profeta, con la seguridad de quien, si todo dependiese de la escritura, el mundo, ya, casi por arte de magia, sería otro. Un mundo nuevo. Un mundo justo, solidario, un mundo que no es, ni de lejos, nuestro mundo.

 

Esta persona tan especial para mí era una tía-bisabuela, una hermana de mi bisabuela. A mi bisabuela no la conocí. Ni a mi abuela materna, tampoco. A ella sí. Y sí sabía escribir. Lo hacía con una caligrafía muy estudiada, adornando las “efes” con las que empezaba su nombre y su primer apellido, y adornando, en justa medida, también la “ese” de su segundo apellido.

 

“FFS”. Esas eran las iniciales. Ella no escribía artículos, pero tenía el don de la narración, de contar cuentos, de encandilar con la palabra. Cuando yo era muy pequeño, ella pasó casi un mes en Lisboa. Y cuando, años más tarde, yo visité Lisboa buscaba los escenarios que había evocado su relato. Y lo que veía en ese momento adquiría un valor añadido, avivando el recuerdo, como fantástico, que yo tenía de Lisboa gracias a las narraciones de mi tía.

 

Aunque los gallegos no somos colombianos, el realismo mágico de García Márquez podría haber surgido en un pueblo de Galicia. Una escritora brasileña, Nélida Piñón, en una de sus novelas, ha sabido combinar esa especie de mezcla entre realidad y fantasía, entre Galicia y América. Aunque no se tratase de Colombia, sino de Brasil. Pero podría ser - ¿por qué no? – también Colombia.

 

A lo que vamos: “¡Si yo supiese escribir!”. Una vez le pregunté a un escritor portugués, no en Lisboa, sino en Braga, cuál pensaba él que eran los mejores teólogos-escritores; los teólogos que escribían mejor. Y él, José Tolentino Mendoça, me contestó con tres nombres: Newman, Guardini y Ratzinger.

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13.01.15

El Papa en Sri Lanka: Respeto, cooperación y diálogo

He leído con atención el breve discurso pronunciado por el Papa Francisco en el “Encuentro interreligioso y ecuménico” que ha tenido lugar en Colombo, la capital de Sri Lanka.

 

Creo que todo el discurso gira en torno a tres conceptos fundamentales: “respeto”, “cooperación” y “diálogo”.

 

1º) Respetar al otro significa ser considerado con él, ser deferente. Y el Papa lo es. No olvida que es el Papa: “Es una gracia especial para mí visitar esta comunidad católica, confirmarla en la fe, orar con ella y compartir sus alegrías y sufrimientos”.

 

Pero ser el pastor universal de la Iglesia no le impide ser delicado con los demás ciudadanos de un país, Sri Lanka, que cuenta con un porcentaje relativamente pequeño de cristianos: “Es igualmente una gracia poder estar con todos ustedes, hombres y mujeres de estas grandes tradiciones religiosas, que comparten con nosotros un deseo de sabiduría, verdad y santidad”.

 

Según parece son cuatro las religiones más destacadas, por número de fieles, de ese país: el Budismo, el Hinduismo, el Islam y el Cristianismo.

 

El respeto parte de la realidad. Y la realidad es lo que es; lo que ocurre de hecho, nos guste más o menos. La realidad, la situación de hecho, nos orienta a discernir, a distinguir entre lo bueno y lo malo. Y no todo lo que sucede, lo que de hecho - nos guste o no, se da - es malo.

 

La existencia de otras religiones es un hecho. Y ese hecho tiene su parte positiva – y, obviamente, también, su parte menos positiva –. El Papa, siguiendo el magisterio del Concilio Vaticano II, recuerda que la Iglesia “no rechaza nada de lo que en estas religiones [no católicas] hay de santo y de verdadero”.

 

Es muy normal que diga esto. Dios es el Santo y Dios es la Verdad. Y si alguna huella de esa santidad y de esa verdad se encuentra en cualquier lugar, en eso - en lo que tiene de huella - no puede ser rechazado.

 

2º) Cooperar es obrar conjuntamente con otro u otros para un mismo fin. ¿Pueden los católicos – de Sri Lanka, o de donde sean  - cooperar con otras personas buscando un mismo fin? Claro que sí. No solo pueden hacerlo, sino que deben hacerlo. Podemos cooperar con los demás tratando de lograr una mayor prosperidad para todos los ciudadanos de nuestro país.

 

3º) Es posible, asimismo, dialogar. Y dialogar es conversar en busca de avenencia. No se trata, solo ni primeramente, de convencer al otro, sino de tratar de conocerlo, de comprenderlo y de respetarlo. Y es imposible el diálogo con disfraces: Somos como somos, pensamos lo que pensamos y creemos lo que creemos. Pero esta indispensable honestidad no es un obstáculo insalvable para el diálogo: “si somos honestos en la presentación de nuestras convicciones, seremos capaces de ver con más claridad lo que tenemos en común. Se abrirán nuevos caminos para el mutuo aprecio, la cooperación y, ciertamente, la amistad”.

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Mendigos y parroquias

Una parroquia no es el mundo. Una parroquia católica es, simplemente, como dice el Código de Derecho Canónico, “una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”.

Una parroquia no es ni más ni menos que eso. Viene a ser como una concreción próxima de lo que es la Iglesia. La Iglesia es el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu Santo. Todo eso, pero “en concreto”, es la parroquia, siguiendo la lógica de la Encarnación.

Y la Iglesia, la parroquia, tiene muchas misiones. La primera, anunciar a Jesucristo. En suma, decir que Él, en Persona, es el Salvador y la Salvación de Dios. O sea, que no es lo mismo conocer a Jesucristo que no conocerlo. Que no da igual, y esto solo se puede saber si se entra en la senda de su seguimiento, que Él es el Camino y la Verdad y la Vida. Los no creyentes, los no cristianos, no podrán, aún, entenderlo.

Una parroquia ha de celebrar el misterio de Cristo. Dios entra en nuestras vidas contando con lo que somos: seres de carne y hueso, limitados por el espacio y el tiempo. Y, en esa proximidad, nos alcanza. Porque un Dios muy separado del hombre jamás podría llegar a ser el Emmanuel, el “Dios-con nosotros”.

También, una parroquia, ha de ser guía para la vida comunitaria. Y, en esa vida, nadie es más que nadie y nadie es menos que nadie.

Y esta hermandad, esta fraternidad, implica ayuda: El otro – el hermano – no es el totalmente otro, es otro yo. Pero el otro, el hermano, es, primeramente, el hermano en la fe. Y es, también, el hermano que sufre una necesidad determinada.

La caridad, el amor de Dios, aunque tiene orden, no tiene límite. Abarca a todos, pero –pienso – siguiendo un orden. La caridad no puede burlar la justicia. Ni la justicia puede burlar la caridad.

Y, dentro de un orden, si se quiere hacer el bien, hay que hacerlo “bien”. No vale cualquier cosa. Y hacer el bien es “sanar”, de raíz, la situación del afectado por el mal, por el que carece de bien; en grado sumo, el excluido y descartado.

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