28.05.16

Expresar la fe: La procesión del Corpus

“Con el corazón se cree”, dice San Pablo en Rom 10,10. El “corazón” significa el fondo de lo que somos. Como órgano del cuerpo, el corazón impulsa la sangre, la vida. Pero ese papel que juega en el cuerpo es un símbolo del centro de nuestro ser. Y creemos desde ese fondo y desde ese centro. No somos solo espíritu, sino espíritu encarnado. Rahner tituló uno de sus principales libros justamente así: Espíritu en el mundo.

Esta mañana he podido participar en una bella expresión de fe, en la Asamblea Diocesana de Catequistas de Tui-Vigo. Sus organizadores han cuidado todos los detalles: una interesante reflexión a cargo del misionero de la misericordia de nuestra Diócesis; una pequeña peregrinación desde el Seminario a la Catedral; una oración ante la portada de la Catedral, interpretando y actualizando para nosotros, hoy, el mensaje esculpido en piedra sobre la Anunciación y el Nacimiento de Cristo, sobre la Adoración de los Magos y la huida a Egipto, y sobre los fundamentos de la fe, reflejados en personajes significativos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y, tras el paso de la Puerta Santa, la celebración de la Santa Misa, presidida por nuestro Obispo.

Muchos catequistas aprovecharon para recibir el sacramento de la Penitencia. Y eso es muy bueno. Como decía el misionero de la misericordia, si el sacramento de la Reconciliación se viese como lo que es en realidad, un abrazo del Padre, no cabría hablar de crisis de la Confesión.

Y es ya Corpus Christi, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Es un día para expresar la fe – que tiene su sede en el corazón pero que no se recluye en el mismo – en la presencia real y sustancial de Cristo en el Santísimo Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. El beato Pablo VI decía, sobre esta presencia: “Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y sustancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro” (Mysterium fidei, 5).

¿Cómo expresar nuestra fe en esta presencia “por antonomasia”? Yo diría que, en primer lugar, con las palabras. Ante todo, con las palabras que hemos recibido de Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6,51). Estas palabras del Señor tienen su eco en muchas otras de la Iglesia: desde el Pange lingua de Santo Tomás de Aquino hasta las alabanzas que solemos repetir – quizá menos de lo que deberíamos - : “Viva Jesús Sacramento” o “Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”.

Podemos expresar nuestra fe en esta presencia con la mirada. Que es una mirada que se convierte en la adoración de un espíritu encarnado – en la “obediencia del ser”, que decía Guardini - . “Mirar” es, en cierto modo, más que “ver”. Mirar, de alguna manera, es contemplar y adorar. Mirar a Cristo en la Eucaristía es contemplar el Sacramento en el que Dios, tan cercano, permanece oculto. La vista, el oído, el olfato… quedan confundidos, pero el oído – por el que viene la fe – no se equivoca. Mirar la Eucaristía es adorar al Dios oculto, al Dios – el único verdadero - que, pese a acercarse a nosotros, – no puede dejar de ser Dios, de ser misterio.

Podemos expresar nuestra fe con los gestos. Arrodillándonos durante la consagración en la Santa Misa. Parece un gesto de esclavitud, pero es el gesto más revolucionario del mundo. El hombre solo es grande si se arrodilla ante Dios, y ante nadie más que Dios. Ningún señuelo, ningún ídolo, podrá jamás reclamar, de modo libre y legítimo, ese homenaje reservado en exclusiva a Dios. Otro gesto, similar, es hacer la genuflexión, si sabemos que el Santísimo Sacramento está reservado en el sagrario. Sería muy triste que perdiésemos el sentido de lo sagrado, que no supiésemos calibrar y reconocer la majestad de Dios, la infinita belleza de su gloria.

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25.05.16

Mascotas

Yo no soy mucho de mascotas. Los animales, para mi gusto, mejor en sus propios hábitats y, a poder ser, lejos de mí. Comprendo que nos unen, a los humanos y a los animales, el común origen de ser creados y de tener, animales y humanos, la facultad  genérica de sentir. Hasta ahí, de acuerdo.

Cuando yo era niño – hace ya de eso muchos años – teníamos en mi casa una perrita, muy pequeña y lista. Muy bonita y cariñosa. De vez en cuando, la perrita tenía cachorrillos, que distribuíamos entre los familiares y vecinos con gran responsabilidad, asegurándonos, en la medida de lo posible, de que serían bien tratados. Recuerdo una vez que uno de los cachorritos, dejándose llevar por la curiosidad de explorarlo todo, metió su cabecita en una rendija de un muro y no era capaz de sacarla. Tuvimos que llamar a alguien para que, con ayuda de no sé qué instrumento, ampliase el agujero para recuperar, sano y salvo, al perrito. Consiguieron excarcelarlo de su atadura, pero alguna lesión le hizo mella y murió, por desgracia, a los pocos días.

Luego llegó Lisa, una perrita que mi hermano menor encontró por ahí perdida y rescató. Como mi hermano menor era muy fan de Michael Jackson le puso de nombre “Lisa” que era, en aquel entonces, el nombre de la esposa del famoso cantante. Lisa, nuestra perra, fue una superviviente. Vivió más de lo que la mayoría de sus congéneres viven. Y se sobrepuso, ayudada por el cariño de los míos, a varios accidentes y atropellos, alguno de ellos verdaderamente grave.

Y ahora ronda por mi casa, por el entorno de mi casa, no dentro sino fuera de ella - aunque, si le dejan entrar, entra – Miziqui. A mí los gatos no me hacen mucha ilusión y Miziqui, él no tiene la culpa de ello, es un gato. Creo que también lo encontró por ahí uno de mis hermanos, yo creo que también fue el menor de ellos. Los hermanos menores, como no tienen hermanitos a los que mimar, miman a los animales. Puede ser que sea eso.

Hoy me han enviado un enlace a un artículo que me ha parecido muy sensato. Habla del exceso de cariño a los animales domésticos que, paradójicamente, se puede convertir incluso en una forma de maltrato hacia ellos: “humanizar a los animales hace que pierdan su identidad, que se sientan frustrados, ansiosos e inseguros”.

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24.05.16

“Todo podría ir a peor”

A veces, medio en broma, les digo a mis alumnos que un estupendo lema episcopal rezaría: “Todo podría ir a peor”. Ellos, mis alumnos, se ríen. Pero yo no estoy tan seguro de que esa risa esté muy justificada, más allá de la gracia que pueda hacerles la ocurrencia.

W. Benjamin usó una metáfora para describir – y criticar – uno de los dogmas de la modernidad: la idea de que, inexorablemente, todo irá a mejor. Se refería Benjamin, como se sabe, a un cuadro de Paul Klee titulado Angelus Novus. El ángel quiere detenerse en el pasado, para hacerse cargo de sus aspectos catastróficos y ruinosos, pero una tormenta de enorme potencia le impide plegar las alas y lo arrastra “irresistiblemente hacia el futuro”. A esa tempestad, a esa tormenta, le llamamos “progreso”.

Parece que una tormenta similar se apodera en ocasiones de nosotros, como creyentes y como ciudadanos. Parece que ese viento impetuoso nos impide leer la realidad tal cual es, para dejarnos mecer, o llevar, por lo que ostenta el marchamo del futuro, como si el futuro, sin más, nos garantizase algo mejor o algo auténticamente nuevo.

Lo “nuevo”, en sentido pleno, solo viene de Dios. Lo “nuevo” no es una tormenta ni un ciclón: “en el huracán no estaba el Señor” (1 Re 19,11). Dios más bien es amigo de la “brisa suave”, más del susurro que del ruido desproporcionado.

¿Todo va a ir a mejor, necesariamente, sea como sea? No. Las bienaventuranzas suponen una interrogación crítica frente a la ciega fe en el progreso. Corrigen las expectativas terrenas para elevarlas hacia el cielo. Todo podría ir a mejor, o a peor, pero – pase lo que pase - la esperanza que no falla solo radica en Dios (Rom 5,5). La virtud de la esperanza no es el Angelus Novus de Paul Klee. La esperanza, que se apoya solo en Dios, no pasa por encima del pasado ni del presente. Es una esperanza que confía en la definitiva justicia y en la definitiva misericordia, que vienen a ser lo mismo.

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20.05.16

Acostúmbrate a decir que no

Hay un punto en Camino, el libro quizá más emblemático de San Josemaría, que dice: “Acostúmbrate a decir que no”. Es una máxima muy breve y sencilla, pero muy sabia. Tomo nota de esa recomendación. Es obvio que deberíamos decir muchas veces, tantas como para acostumbrarnos, para adoptar una manera habitual de comportarnos, “no”. Simplemente “no”.

Y he pensado en esa frase al leer la noticia de que algunos sacerdotes navarros han sido objeto de extorsión por una banda de delincuentes. O pagaban a la banda o los acusaban de acoso sexual. Todo un montaje encaminado a un único objetivo: obtener dinero, caiga quien caiga.

Yo no he sido objeto de una extorsión tan descarada, de momento. Pero sí conozco ese proceder. Y he tenido que ir a la policía y al juzgado, incluso a un juicio. No porque nadie me acusase de nada, sino por testificar lo que yo había visto. Y lo que había visto era, ciertamente, una especie de “extorsión”, una “presión que se ejerce sobre alguien mediante amenazas para obligarlo a actuar de determinada manera y obtener así dinero u otro beneficio”.

Hay muchas formas de pedir dinero o ayuda. Algunas no son admisibles. Pedir coaccionando a quien se le pide, o insultándolo, o amenazándolo, o extorsionándolo, no es de recibo. Lo más sensato, en las parroquias, es no dar dinero a nadie. Al menos, a nadie que no sea conocido.

Una parroquia no es un cajero automático. Ni una parroquia tiene recursos ilimitados. Es más, el escaso dinero que entra, normalmente, en una parroquia es el resultado del esfuerzo y de la generosidad de personas que, por lo general, viviendo con muy poco, se desprenden de algo de lo suyo para ayudar a los demás.

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19.05.16

Pablo Iglesias, en Misa

Me parece muy bien que la Embajada de Ecuador y el Arzobispado de Madrid hayan pensado, y organizado, un funeral por las víctimas del terremoto acaecido en ese país. Cuando se considera que, humanamente, ya no se puede hacer nada, la fe nos dice que podemos hacer mucho. Podemos, siempre, rezar por los difuntos y, desde luego, acompañar la pena de sus familiares.

Un funeral, una oración católica en favor de los difuntos, en este caso de los dañados por una catástrofe natural, no es un atentado contra el orden público. Yo percibo que el deseo de ofrecer un funeral por unos difuntos es una expresión que brota de la libertad religiosa de los ciudadanos. En este caso, de los de Ecuador. Que, por lo que se ve, es una nación con mayoría de católicos. Nada raro, pues, que su Embajada en España pida que se rece por ellos.

¿Que la Embajada ha invitado a asistir al funeral a las más altas magistraturas del Estado? ¿Qué hay de malo en ello? ¿Qué mal hacen, pongamos por caso, los Reyes de España en asistir a esa Misa? Yo creo que ninguno. Ni los Reyes, ni los representantes de los partidos políticos. Se ha dicho en la prensa que han estado presentes Albert Rivera y Pablo Iglesias, entre otros. Dos políticos, los mencionados, que no son, a confesión propia, cristianos. Pero, sin son políticos, deben respetar a los ciudadanos que les votan.

Los políticos no tienen mucho que decir en el tema religioso, no deben ejercer de pontífices. La Iglesia no es el Estado, ni el Estado es la Iglesia. Aunque la relativa autonomía del Estado con relación a la Iglesia no equivale, sin más, a pensar que el Estado sea Dios o una especie de sustituto de la razón humana. De cualquier modo, no creo que sea, en teoría, absolutamente imposible defender un Estado confesionalmente católico.

No es necesario defenderlo, quizá, pero no es imposible hacerlo. Los Estados deben sentirse limitados por leyes que van más allá de su alcance. Por ejemplo, por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Un Estado no totalitario no creo que pueda erigirse en norma suprema sobre todas las cosas.

¿Puede ir Pablo Iglesias a Misa? Claro que sí, sin entrar en sus convicciones personales. Que no creo que sean más confesantes que, por ejemplo, las de Albert Rivera. Un político debe apreciar lo que, justamente, emana del pueblo. La religión es, guste o no, una manifestación del sentir de muchos. Negarle, solo a la religión, el derecho de ciudadanía sería cercenar la expresión pública de algo muy humano, casi de lo que más singulariza a los humanos.

Ningún político ha de ser aficionado, por decreto, al deporte. Ni a la lectura. Lo que le debe preocupar es que los ciudadanos, a los que pretende representar, sean aficionados al deporte o a la lectura.

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