Trabajar en el trabajo de Dios
El plan de Dios supera las previsiones de los hombres: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos” (cf Is 55, 6-9). Con frecuencia, podemos tener la tentación de querer proyectar nosotros lo que ha de hacer Dios; de decirle cómo, cuándo y a quién debe salvar. Nos olvidamos de su omnipotencia; uno de los atributos divinos que es nombrado en el Credo. Su omnipotencia, nos recuerda el Catecismo (n. 268), es universal, porque Dios, que ha creado todo, rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre; es misteriosa, porque sólo la fe puede descrubrirla cuando “se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9).
La omnipotencia de Dios es la omnipotencia de su misericordia, de su compasión, de su capacidad de perdonar. Su plan de salvación es un designio de misericordia conforme al cual quiere acercarse a nosotros para que podamos conocerle, amarle y participar de su vida y, de ese modo, darnos la posibilidad de ser auténticamente felices, de llevar a plenitud nuestro destino, de lograr una vida acabada y con sentido.
La misericordia de Dios cuestiona, a veces, los estrechos márgenes de la justicia humana. La justicia pide dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece. Pero Dios, que es sumamente justo, nos da mucho más de lo que, con categorías humanas, podríamos merecer. Nos llama a trabajar en su viña, a cooperar en su obra de salvación. Y nos llama cuando Él quiere y como Él quiere, hasta el punto de trastocar el orden que nosotros consideraríamos normal: “muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros” (Mt 19, 30). Es decir, no importa tanto el momento en el que se produzca la llamada, sino, sobre todo, la prontitud de la respuesta.
El solo hecho que de Dios quiera contar con nosotros, de que nos haga colaboradores suyos, es ya un pago muy superior a un supuesto salario que recompensaría nuestro esfuerzo. El campo de Dios, su viña selecta, es la Iglesia. En este campo crece el antiguo olivo de Israel, ya que el pueblo hebreo ha sido el primer llamado, pero en esta vid se insertan también los gentiles, que han sido llamados en un segundo o tercer momento. Cristo es la vid que da la vida a todos los sarmientos, a los más antiguos y a los más recientes. Él nos hace suyos para que demos fruto, porque sin Él no podemos hacer nada.
¿Agradecemos a Dios que nos haya hecho miembros de su Iglesia? ¿Experimentamos la seguridad y la alegría de trabajar en su campo? ¿Nos sentimos de verdad responsables de llevar adelante este trabajo de Dios? ¿Sentimos la urgencia de que muchos otros escuchen su llamada y se incorporen a la labor? No seríamos buenos jornaleros si sólo nos preocupase el denario y si no sintiésemos como propia la tarea que Dios mismo quiso que fuese también nuestra. Cuando hablamos de la Iglesia, de las necesidades de la Iglesia, de la misión de la Iglesia, ¿hablamos desde fuera, con distancia, con indiferencia, o hablamos desde el compromiso activo de cooperar en su edificación, para que todos los hombres puedan unirse a Cristo y permanecer en su amor?
San Pablo, en la carta a los Filipenses, nos ha dejado un precioso testimonio de disponibilidad a trabajar en la obra de Dios. La carta a los Filipenses la escribe desde la prisión, desde la cautividad en Éfeso o en Roma. Sobre su vida pende la amenaza de muerte. Pero no es eso lo que preocupa al Apóstol: le preocupa únicamente su unión con Cristo y el bien de los cristianos. La unión con Cristo no se verá interrumpida por la muerte; más aún, se verá incrementada. Por eso San Pablo dice que para él, desde esta perspectiva, sería una ganancia el morir (cf Flp 1,21). Pero, si piensa en los cristianos a quienes ha evangelizado, si piensa en la necesidad de seguir trabajando por la Iglesia, opta por quedarse en esta vida porque “es más necesario para vosotros” (1,24).
Esta debe ser también nuestra actitud: buscar a Cristo, pues en Él Dios se ha acercado a nosotros; permanecer unidos a Él, y no cansarnos de trabajar en su viña, dando gracias a Dios por habernos convertido en jornaleros, en cooperadores suyos, para que su amor misericordioso se extienda día a día por el mundo.
Guillermo Juan Morado.
9 comentarios
Gracias.
Me ha encantado el artículo y me ha servido de mucho
:-D
En cualquier caso, de vez en cuando tenemos que recoirdar que nuestros planes no tienen por qué coincidir con los de Dios. Y si no coinciden, está claro qué planes son los que tenemos que aceptar, aunque a veces cueste encontrarles el sentido. Pero si se aceptan con humildad, se encuentra la mano de Dios mostrando la bondad de sus planes mucho mejores que los nuestros.
Espero que en los planes de Dios se encuentre el que el pobre muchacho salga airoso. ;-)
Dejar un comentario