Soberbia y humildad
La humildad es una virtud, un hábito bueno, que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, a ser conscientes de nuestras limitaciones y debilidades. Toda criatura está llamada a la humildad; al reconocimiento de Dios como Creador, a la sumisión ante Él. Y este rendimiento nos enaltece. Nada nos ennoblece más que proclamar que sólo Dios es Dios.
La historia de los hombres parece, en tantas ocasiones, ser un canto a la soberbia, al envanecimiento insensato, a la presunción absurda. Ya nuestros primeros padres, Adán y Eva, cedieron a la tentación de desconfiar de Dios, de pensar, por un momento, que Dios compite con nosotros, que resta espacio a nuestra libertad.
María, en el Magnificat, no teme engrandecer al Señor, no tiene miedo a decir en voz alta que Dios es grande: “María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros […] Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios” (Benedicto XVI).
Jesús que, en cuanto Dios, es el “Aquel mayor del cual nada puede ser pensado”, es, a la vez, Aquel “que no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”. En Jesús, la grandeza de Dios se deja humillar por amor. Jesús es Dios despojado, crucificado, hecho hermano de una humanidad pecadora y repudiada: “Dios descendió y elevó al hombre; el Verbo se hizo carne para que la carne pudiera reivindicar para sí el trono del Verbo a la diestra de Dios; se había convertido en una herida, y sin embargo manaba de él ungüento; parecía innoble y sin embargo era Dios”, escribe San Ambrosio de Milán.
María es la Madre de Jesús, de Aquel que, siendo anulado en su Pasión, lo llenaba todo. Ella, conformándose plenamente a la humildad de de su Hijo, dejó que Dios fuese grande en su vida y, al hacerse enteramente de Dios, se hizo partícipe de su cercanía. Por su Asunción a los cielos “está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como “madre” - así lo dijo el Señor -, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad” (Benedicto XVI).
Guillermo Juan Morado.
6 comentarios
Es consolador pensar que podemos decir lo mismo de los seres queridos, por la comunión de los santos ¿no es verdad? Sin embargo la Virgen está en cuerpo y alma junto a Dios y nuestros seres queridos que están en el cielo ¿en qué forma están conectados con María y con nosotros? Es un dogma muy difícil de entender.
¿Nuestros difuntos son almas sin cuerpo hasta el final de los tiempos mientras que María ya vive la glorificación del suyo?
Supongo que aunque no consigamos entender nada nos podemos quedar con "Nos ha sido dada como “madre” - así lo dijo el Señor -, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad” (Benedicto XVI).
Eso es lo único que importa en realidad.
En cuanto al comentario de Tineo, lo que dice es absolutamente cierto.
Seguramente ninguno nos libramos de algún grado de soberbia pero la peor es la que lleva siempre encima el velo de la falsa humildad.
(asun: el dogma que lleva tu nombre es tan tan tan difícil de entender que ni me lo planteo, no le doy vueltas, sólo pienso que mi ser más querido está con Dios y goza de Él para la eternidad, de eso estoy muy segura)
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