Monte de Salvación
El monte, la montaña, es el punto en el que se tocan el cielo y la tierra. Yahveh es el “Dios de las montañas” y el Dios de los valles. Frente a la inestabilidad de los hombres, se alza la permanencia de las montañas. No obstante, Dios es mayor que los montes: “Antes de que nacieran las montañas tú eres Dios eternamente”, dice el Salmo 90. Los montes, como todo lo creado, han de bendecir al Señor (cf Salmo 148,9).
Toda altura de este mundo ha de ser humillada; sólo Dios será exaltado (cf Isaías 2,12-15). Sin embargo, hay montes privilegiados. El Horeb, en el Sinaí, es la “montaña de Dios”; la montaña donde Moisés fue llamado, donde Dios hizo el don de su Ley, donde Elías sube para oír a Dios.
Sión se perfila, en la geografía de la salvación, como la colina que Dios ha escogido como refugio seguro e inquebrantable. A esta montaña ha de subir el fiel con la esperanza de morar allí para siempre con el Señor.
Pero la verdadera montaña santa, el “Monte de salvación”, no es un lugar: es la persona de Jesucristo. La Subida del Monte Carmelo equivale a la ascensión del alma hacia Dios. Como la subida de Jesús al Calvario, no se trata del mero ascenso a un lugar elevado, sino de la vía de la Cruz, el itinerario que hay de recorrer para subir al cielo.
Para acceder a Cristo, “Monte de salvación”, el camino es María: “Donde está María, allí está Cristo” (Juan Pablo II). Ella concibió al único Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, sin perder la gloria de su virginidad. Por Ella el Padre nos dio al Autor de la vida. Ella, al unir sus oraciones a las de los discípulos, en la espera del Espíritu Santo, se convirtió en modelo de la Iglesia suplicante.
Para todos nosotros, peregrinos de la salvación, María brilla “como signo de consuelo y de firme esperanza”. En el fondo de nuestros corazones anhelamos el “monte de Dios”; deseamos ser salvados. Y el Salvador y la Salvación se identifican: Sólo Jesús es el Salvador de todos los hombres y la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo.
Celebrar la memoria de Nuestra Señora del Carmen nos compromete a buscar a Dios; antes y por encima de cualquier otra cosa. Nos empuja a buscar a Cristo, Hijo único de Dios y Salvador del mundo. Nos obliga a aferrarnos a “la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica” (Lumen gentium 8).
Guillermo Juan Morado.
1 comentario
En el Carmelo el triunfo del Señor y de su profeta Elías sobre los baales y sus representantes es total, fulminante, pero la protectora de los baales, la reina Jezabel, persigue sin descanso a Elías. Y para salvar su vida, el profeta tiene que huir. En su huida Elías se siente solo, aislado... casi frustrado. Su celo ardiente por el Dios de Israel no es compartido por sus paisanos y cansado del duro bregar, pide al Señor el final de sus días.
En medio de la dura angustia, un acontecimiento singular va a transformar su existencia: la voz de un ángel que le interpela y la comida milagrosa hacen que la huida, abocada a la desesperación y a la muerte, se transforme en peregrinación hacia el Horeb, en inicio de vida para él y para el pueblo.
Así se retorna al origen del pueblo, al origen de su fe.
Su caminar, por espacio de cuarenta días con sus noches correspondientes, coincide con los días de permanencia de Moisés sobre el monte Sinaí. Por eso su caminar se convierte en un peregrinar que conduce a la manifestación de Dios sobre la montaña. Sobre esta montaña, Elías va a encontrar la respuesta divina a su angustia, a su desazón. Huracán, terremoto y fuego son elementos clásicos de teofanía, pero el Señor no es hallado en medio de estas espectaculares y bravías fuerzas de la naturaleza. El fogoso Elías sólo va a encontrarse con Dios en la suave brisa, en el dulce, y casi inaudible, susurro. Y ante la presencia divina el profeta se tapa el rostro, temeroso de morir por haber visto a la divinidad.
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