La increencia y el rechazo de la fe
Siempre me ha preocupado el tema de la increencia. En el vocabulario clásico, más que de “increencia” se hablaba de “incredulidad”; es decir, de repugnancia o de dificultad para creer, de falta de fe y de creencia religiosa. Y es un tema que me preocupa porque lo siento como muy cercano a mí. Personas muy allegadas no creen. Es más, yo mismo puedo pensarme como no creyente. Recuerdo un libro de un jesuita - que fue en su día profesor mío - que, a propósito de la increencia, titulaba uno de los capítulos de su obra con una frase provocadora: “Celebrar Misa como un ateo”.
La increencia no está sólo en el otro. Puede estar, solapada o discretamente, en uno mismo, como un reclamo para estar alerta, como un recordatorio permanente de la inmerecida gracia de la fe. Una gracia fuerte y sólida, porque proviene de Dios, pero, paradójicamente, aquejada de la debilidad de todo lo humano, en la medida en que somos nosotros, hombres al fin y al cabo, los que estamos llamados a creer, a fiarnos de Dios, a optar por Él como fundamento estable de la propia vida.
En mi experiencia personal, y en mi experiencia ministerial, me encuentro cada día con el asedio de la increencia. Se manifiesta de muchos modos este ataque sutil. Y un denominador común caracteriza al frente enemigo: la siembra de la desconfianza, la apelación a una supuesta falta de “evidencia” humana que pruebe la conveniencia de adherirse incondicionalmente a Dios y a su Palabra.
Creer no es fácil. Aunque tampoco es fácil no hacerlo. Muchas preguntas pueden sobrevolar nuestra mente: ¿La fe cristiana es sobrenatural, es algo que viene de Dios, o es un prodigioso y bello y noble “invento” humano? ¿Es verdadero todo lo que debo creer, basándome en la autoridad divina, sin que yo pueda calibrar la “intrínseca verdad de las cosas”, por utilizar una expresión del Concilio Vaticano I? ¿Me dice la Iglesia la verdad? ¿Tiene autoridad para hacerlo? ¿O simplemente la Iglesia es una singularidad histórica que, de modo enigmático, propone para creer una serie de afirmaciones con vistas a su mera supervivencia institucional?
“In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum”. Dios no defrauda. Dios, si es Dios, no puede defraudar. Y si Dios no es Dios, no puedo pensar ni siquiera en que la palabra “confianza” o la palabra “fraude” tengan sentido. Frente a Dios, no caben más que dos opciones: el ateísmo o la fe. Las dos arriesgadas, las dos difíciles, pero mucho más razonable es fiarnos de la posibilidad de la confianza y del amor que de su posibilidad contraria. El que se niega a creer es, en el fondo, un ateo; alguien que rechaza a Dios y su revelación; es decir, el ateo es la otra cara de la moneda del creyente; es lo que todo creyente habría podido ser o puede llegar a ser o es, quizá, en el fondo de su corazón, si no llega a creer del todo, si no quiere llegar a hacerlo.
La indiferencia religiosa que nos inunda, como una plaga, es una manifestación social y cultural – además de personal – de la incredulidad/increencia. Es el paso previo al ateísmo declarado y, se mire como se mire, una forma de ateísmo práctico.
Frente a la increencia, como realidad o como tentación, no cabe otro antídoto que contemplar a Jesús, que leer su Evangelio, que confiarse a los brazos maternales de María, la mujer creyente, aquella que aplastó la cabeza de la desconfianza, de la incredulidad, del desafío a Dios.
Guillermo Juan Morado.
4 comentarios
Yo soy el primero que sufro aridezes y tengo la tentación muchas veces de tirar todo por la ventana pero no puedo evitar pensar ¿y después qué?. Por ello mi recomendación es vivir una Fe desenfadada no preocupada de nimiedades que nos alejan del núcleo y ¿por qué no? con cierto cinismo.
Yo por ejemplo la mayoría de católicos que he conocido me han caído mal y bastantes me han parecido unos fariseos, en esos momentos uno siente ganas de espetarles que lo que piensan son chorradas y ponerse a blasfemar y tal (supongo que cuando Jesús nos advertía acerca de escandalizar debía ser por algo así), pero finalmente me digo si esto ha aguantado 2000 años por mucho que me vaya dando portazos no se va a hundir y finalmente con qué cara me presento a Dios arguyendole excusas infantiles.
AHora no me puedo ni plantear no ir a misa un solo día de diario. Me alegra encontrarme en los brazos de Dios y confío de tal manera en Él que no concibo mi vida de otra forma: me apena el tiempo perdido y me ilusiono pensando en estar por siempre con Él. Sólo de
imaginarlo, me estremezco de alegría. Que el Señor me lo conceda a mi y a todos
A mi también me ocurrió, el pasar un tiempo de sequedad y seguir frecuentando la eucaristía casi casi por no darle un disgusto a mi madre. Y creo que nunca se lo agredeceré lo suficiente porque creo que eso me mantuvo junto al Señor a pesar de que a mí no me lo pareciera.
Josafat, la tentación de ver pésimos y fariseos a los demás que se denominan católicos es muy grande. A mí me ha pasado también. Pero creo que en esos momentos es bueno pararse, mirar dentro de uno mismo y preguntarse ¿Y yo? ¿Soy motivo de escándalo y de alejamiento de Cristo? A lo mejor nos llevábamos sorpresas. En cualquier caso confiemos en la comunión de los santos y oremos los unos por los otros, para que no caigamos en la tentación, o para que una vez caidos nos abramos a la misericordia de Dios y nos dejemos levantar. Así que contad con mis oraciones.
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