La fe que llega... al bolsillo
Un cierto pudor nos impide, a veces, referirnos públicamente a todo lo que tenga que ver con el dinero. El dinero está muy bien visto, es un bien apetecido y apetecible, pero, en sociedad, no resulta de buena educación hablar sobre él. Mucho menos en la Iglesia. La palabra “Iglesia” se asocia, en el mapa semántico de la mente de muchos católicos, con otras palabras: “pobreza”, “gratuidad”, “limosna”, etc. Con menor frecuencia se vincula ese término a los conceptos de “corresponsabilidad”, “sostenimiento”, “contribución”.
Una herencia de siglos ha identificado el sostenimiento económico de la Iglesia con las “limosnitas”; es decir, con un dinerito que se da en las colectas hechas con fines religiosos. La pertenencia a la Iglesia no ha resultado, en general, gravosa para los fieles. Si acaso, pagar el estipendio de una Misa (para ayudar a que el sacerdote que la celebra llegue a fin de mes); ocasionalmente, entregar lo estipulado como arancel por la celebración de un funeral o de una boda y, los domingos, librarse de la calderilla, de las monedas de escaso valor, cuando pasan el cestito.
Si todo lo que vale se pudiese medir con criterios económicos, habría que deducir que la fe, y la pertenencia a la Iglesia, “vale” para la mayoría muy poco. Menos que la compra diaria del periódico. Menos que los gastos mensuales de peluquería. Mucho menos, sin duda, que el teléfono – el fijo y el móvil - , que la electricidad, que el butano, que las clases de inglés o que los gastos de ocio (bares, restaurantes, tabaco, cine, etc.). Al final, la Iglesia está ahí, abre sus puertas y atiende, cuando queremos y si queremos, nuestras demandas.
Esta mentalidad difusa – que no es la de todos los católicos, pues lo hay muy generosos - , es una mentalidad que no se ajusta a la realidad. La Iglesia da gratis lo que ha recibido gratis – la predicación de la Palabra, la administración de los sacramentos, la atención pastoral - . Pero a la Iglesia no todo le sale gratis. Sin ir más lejos, las personas que trabajan con dedicación exclusiva a su servicio – los sacerdotes, principal aunque no exclusivamente – comen, se visten, cargan de gasolina los depósitos de sus coches y se ven obligados como todo mortal a hacer frente a sus gastos cotidianos. A fin de mes, a las parroquias y a los obispados les cobran la luz y el teléfono, el agua y los servicios de limpieza e incluso los sellos de correos. Y San Pablo, con base en las palabras de Jesús, decía aquello de que el obrero merece su salario.
Hoy, después de hablar sobre la “Iglesia Diocesana”, me he llevado dos sorpresas. La primera, protagonizada por un hombre joven que quería saber a qué hora podía dirigirse a la secretaría de la Parroquia para “pagar el diezmo” – es la expresión que él usó - . No era español. La segunda, una señora algo mayor que había llegado a la conclusión de que debía contribuir al sostenimiento de la Iglesia con un euro al día. Al darle las gracias, ella me contestó, muy convencida: “Lo hago por Dios. De Él recibo infinitamente más”.
Sí. Al final, esto, como otras cosas, es cuestión de fe. De una fe que abarca a toda la persona. También, y no en último lugar, de una fe que llega al bolsillo. Lo que no “cuesta” no se aprecia.
Guillermo Juan Morado.
12 comentarios
Ah, no estoy de acuerdo en que lo que no cuesta no se aprecia. De hecho, creo que para algunos ese diezmo habría de ser recibido, no dado. La comunicación de bienes habría de ser práctica normal entre nosotros, predicada al menos a todos los católicos.
Estoy de acuerdo en que hay que haber comunicación de bienes, a pesar de la crisis algo de dinero hay , la pega es que está en nuestros bolsillos
En estos tiempos, tan modernos, tenemos ONG's que se encargan de eso, pero no veo qué problema hay en entregar tu donativo al párroco y que él lo distribuya entre las necesidades de la parroquia y los pobres, o, si no tienes la misma apreciación de las necesidades de la parroquia, dividirlo tú entre la Parroquia y Cáritas, por ejemplo.
Lo que no es tan difícil de calcular es cuánto aportar.
Cuando vas a hacer la declaración de la renta, haz una lista de gastos, por orden de importancia: primero los imprescindibles, luego los necesarios, después los superfluos. Y decide en cuál de los tres tipos incluyes "ayudar a la Iglesia en sus necesidades".
Si lo pones en los superfluos, piensa en cómo cambiaría tu vida si cerrasen tu parroquia (en Italia ya hay ex-iglesias). Si lo pones entre los necesarios, piensa qué parte de lo superfluo cabría eliminar. Si lo pones entre los imprescindibles, piensa a qué puedes renunciar de lo que consideras necesario.
Luego piensa en la cantidad y compárala con la más elevada del escalón inferior (si te ha parecido necesario, con lo que más te cuesta de lo superfluo). Y no te escudes en que tu parroquia es rica o tu obispo tiene la mitra sobredorada. Lo que tú vas a dar es para toda la Iglesia. Lo que hagan los administradores es su responsabilidad. Ya en los primeros tiempos los cristianos griegos se quejaban del reparto porque los que repartían eran judíos y las viudas de los primeros recibían menos que las de los segundos.
Luego divide la cantidad entre doce, y entrégala el primer domingo de cada mes (cuesta menos recién cobrado). Y no te preocupes por la crisis, que Cristo prometió a sus discípulos devolverles el ciento por uno (con persecución).
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