La envidia, la vanidad y sus hijas
Parece que el Cardenal Martini, arzobispo emérito de Milán, señaló, en unos ejercicios espirituales predicados por él, que la envidia es el vicio clerical por excelencia y que otros pecados presentes en los miembros de la Iglesia son la vanidad y la calumnia. Vamos a dejar la calumnia, y a reflexionar un poco sobre la envidia y la vanidad. Nos ayuda, como siempre, el Diccionario, que define la envidia como “tristeza o pesar del bien ajeno” y la vanidad como “arrogancia, presunción, envanecimiento”.
Santo Tomás de Aquino, en la Suma de Teología – un texto del que siempre se aprende mucho – , dedica a la envidia la cuestión 36 de la Secunda secundae. Y, al respecto, formula cuatro preguntas: ¿Qué es la envidia?, ¿es pecado?, ¿es pecado mortal?, y si es pecado capital y sobre sus hijas. A la vanidad, o, para ser más exactos, a la “vanagloria”, dedica el Aquinate la cuestión 132 de la misma parte de la Suma. Y plantea, al respecto, cinco problemas; entre ellos se pregunta también cuáles son las hijas de la vanagloria.
¿Cuáles son las hijas de la envidia? Citando a San Gregorio, Santo Tomás señala cinco hijas: el odio, la murmuración, la detracción, la alegría en la adversidad del prójimo y la aflicción por su prosperidad. Cada una de estas “hijas” corresponde al proceso de la envidia: “Al principio, en efecto, hay un esfuerzo por disminuir la gloria ajena, bien sea ocultamente, y esto da lugar a la murmuración, bien sea a las claras, y esto produce la difamación. Luego quien tiene el proyecto de disminuir la gloria ajena, o puede lograrlo, y entonces se da la alegría en la adversidad, o no puede, y en ese caso se produce la aflicción en la prosperidad. El final se remata con el odio, pues así como el bien deleitable causa el amor, la tristeza causa el odio”.
Por su parte, la envidia misma es hija de la vanagloria. Y ésta es una madre fecunda, pues alumbra “la desobediencia, la jactancia, la hipocresía, la disputa, la pertinacia, la discordia y el afán de novedades”.
Todas ellas apuntan a la manifestación de la propia excelencia; fin al cual el hombre puede tender de dos modos: “primero, directamente, ya por palabras, y así tenemos la jactancia, ya por hechos, y entonces, si son verdaderos y dignos de alguna admiración, tenemos el afán de novedades, que los hombres suelen especialmente admirar, y si son ficticios, la hipocresía. Segundo, cuando uno trata de manifestar su excelencia indirectamente, dando a entender que no es inferior a otro. Y esto de cuatro formas: primera, en cuanto al entendimiento, y así tenemos la pertinacia, la cual hace al hombre aferrarse en exceso a su opinión sin dar crédito a otra mejor; segunda, en cuanto a la voluntad, y así tenemos la discordia, cuando no se quiere ceder ante la voluntad de los demás; tercera, en cuanto a las palabras, y así aparece la contienda, cuando se disputa con otro a gritos; cuarta, en cuanto a los hechos, y así se da la desobediencia, al no querer cumplir el mandato del superior”.
En definitiva, los pecados forman una familia, con grados más o menos estrechos de parentesco. Al señalar, como ha hecho el cardenal Martini, un vicio predominante, en realidad se alude a toda una constelación de ellos. Aunque, como es obvio, acechan a todo ser humano, y no sólo a los clérigos.
Guillermo Juan Morado.
9 comentarios
(Me pregunto: ¿estaré escribiendo esto porque tengo envidia de Martini? Mejor dejo de pensar)
El caso es que "quien esté libre de pecado que tire la primera piedra".
De la hoguera de las vanidades ya se ocupó en su momento un prolífico escritor, y no iba precisamente referido a clérigos.
Y la envidia es tan común en este país que hasta tiene refrán: si la envidia fuera tiña habría muchos tiñosos.
Saludos
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