La belleza de María
Dios es la Verdad y la Bondad y la Belleza. La belleza de Dios, su Gloria, resplandece en la figura de Jesús de Nazaret, el Verbo encarnado. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la epifanía perfecta de la belleza de Dios. Él es “el más bello de los hombres”, en cuyos labios se derrama la gracia (cf Salmo 44). Pero la gloria de Dios se refleja también, aunque de un modo necesariamente limitado, en todas sus creaturas. Admirando su grandeza y hermosura “se llega, por analogía a contemplar a su Autor” (Sabiduría 13,15).
De entre todas las creaturas sobresale María, la obra maestra de la creación y de la obra redentora y santificadora de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo (cf Catecismo 721). María es la creatura humana que presenta en todo su esplendor el concepto divino del ser humano perfecto. Nada en ella se opone a lo que viene de Dios; nada obstaculiza el proyecto divino: “No hay en Ella ni la menor sombra de doblez” (S. Josemaría, Surco 339). Ella es, desde su concepción, exactamente lo que Dios quiere. A la Virgen Santísima – la Mujer “vestida de sol”, con la luna a sus pies y coronada de doce estrellas (cf Apocalipsis 12,1) - se le pueden aplicar las palabras del Cantar de los Cantares: “Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti” (4,7).
Juan Pablo II, en su Carta a los artistas, distingue el papel del Creador del papel del artífice: “El que crea da el ser mismo, saca alguna cosa de la nada […] y esto, en sentido estricto, es el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El artífice, por el contrario, utiliza algo ya existente, dándole forma y significado. Este modo de actuar es propio del hombre en cuanto imagen de Dios”. Pero de algún modo, ambos, Creador y artífice, imprimen su propio sello en sus obras.
Dios imprimió su sello en María. La Virgen, “en su ser y en su función histórica, es toda ella un producto de la iniciativa salvífica del Padre” (cf Catecismo 292). El Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, la formó como una criatura nueva (cf Lumen gentium 56), para que en Ella, como verdadera Madre del Hijo de Dios, se realizase la unión de la divinidad con la humanidad en la única persona del Salvador y para que, asociada a Jesucristo, cooperase “en forma enteramente impar” a su obra salvadora (cf Lumen gentium 61).
A cada hombre “se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra” (Carta a los artistas 2). Que en ese empeño nos “acompañe la Santísima Virgen, la «tota pulchra» que innumerables artistas han plasmado y que el gran Dante contempla en el fulgor del Paraíso como «belleza, que alegraba los ojos de todos los otros santos»” (Carta a los artistas 16). ¡Qué Ella alegre también nuestros ojos, aquí en la tierra, y, después de la muerte, en el cielo!
Guillermo Juan Morado.
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