II Domingo de Adviento (B): ¿Cómo preparar la venida del Señor?
Avanzamos por el camino del Adviento, adentrándonos en la vivencia de este tiempo litúrgico de espera ferviente. Esperamos la venida de Jesús en la fiesta de la Navidad, pero también su venida a nuestra vida cotidiana. Dios viene a nosotros, cada día, si abrimos las puertas de nuestro corazón a su llegada, si le hacemos sitio, si le dejamos a Él plantar su tienda en nuestra alma. Aguardamos, igualmente, la venida gloriosa del Señor al fin de los tiempos.
La venida de Cristo, la proximidad de nuestro Dios, es un motivo de alegría y de consuelo. No de una alegría transitoria, meramente externa, superficial, sino de una alegría íntima y profunda.
¿Cómo debemos preparar la venida del Señor? Con una vida buena y santa. Como dice San Pedro: “mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con Él, inmaculados e irreprochables”.
¡Qué Dios nos encuentre en paz con Él! La mejor manera de prepararnos para su venida es acercándonos al sacramento de la Penitencia, para que el Señor perdone nuestros pecados y nos conceda su paz. Con frecuencia, con excesiva frecuencia, se oye decir que el sacramento de la Penitencia es un sacramento muerto, caducado, superado en la vida actual de la Iglesia. Esta opinión no responde a la voluntad de Cristo ni tampoco a los anhelos más profundos de nuestro corazón. El Señor Resucitado dice a sus apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos” (Jn 20,22-23).
Cristo vincula el perdón de Dios a la mediación, subordinada e instrumental, pero necesaria de modo ordinario, de la Iglesia. Dios podría haber querido salvarnos a cada uno aisladamente, pero quiso hacerlo formando un Pueblo. Dios podría enviar a un ángel para que nos anunciase el Evangelio, pero quiso, en su bondad y sabiduría que recibiésemos la Palabra de la Salvación por mediación de la Iglesia, en cuya predicación resuena hoy en el mundo la voz viva del Evangelio. Dios podría facilitarnos, por medios sólo por Él conocidos, la comunión sacramental con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, pero Cristo, en la víspera de su pasión, encomendó a sus apóstoles: “Haced esto en memoria mía”.
Cada uno de nosotros experimentamos la necesidad del perdón; deseamos, en lo profundo de nuestro ser, que la clemencia de Dios se incline compasivamente sobre nuestras miserias y nos diga, por mediación del sacerdote, que actúa en nombre y en representación de Cristo: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
En la primera lectura de la Misa de este II Domingo de Adviento hemos escuchado un bello texto de Isaías: “Que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen”. Los valles representan todos los vacíos de nuestro comportamiento ante Dios. En concreto, nuestros pecados de omisión. Podemos pecar de pensamiento, palabra, obra y también de omisión. De estos últimos pecados, en muchas ocasiones, no nos sentimos culpables. No basta con decir: “Yo no he hecho nada”. No. Hace falta tomar conciencia de lo que, pudiendo y debiendo haber hecho, dejé sin hacer. No rezar nunca o rezar muy poco es un pecado de omisión. No ser caritativos con los más necesitados es un pecado de omisión. No cumplir con los propios deberes – en el trabajo, en la familia, en la sociedad – es un pecado de omisión. Levantar los valles es pasar de la omisión a la acción, de la pereza a la diligencia, de la indolencia al compromiso.
Si los valles de nuestras omisiones deben levantarse, los montes y las colinas deben abajarse. Este descenso de lo aparentemente elevado podemos interpretarlo como referido a nuestro orgullo, a nuestra soberbia, a nuestra prepotencia. Jesús nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
El Salvador que esperamos puede cambiar nuestras vidas; puede hacerlo con la fuerza de su Amor, con el poder del Espíritu Santo. ¡No pongamos obstáculos a esta potencia transformadora! María, la Inmaculada, es el modelo del Adviento, la humilde sierva del Señor que dispersa a los soberbios de corazón y enaltece a los humildes. Debemos aprender de Ella a dejar, en nuestras vidas, espacio a Dios.
Guillermo Juan Morado.
5 comentarios
Dejar un comentario