Eluana
Eluana Englaro tenía 38 años y estaba en coma vegetativo desde 1992. Vivía – en coma, pero vivía – en un centro atendido por unas religiosas. A instancias de su padre, y por orden de un Tribunal, la trasladaron a “La Quiete”, una residencia de ancianos de Udine, para “liberarla” del coma y de la vida. La dejaron morir de hambre y de sed, retirándole la sonda nasogástrica mediante la cual recibía el alimento y la hidratación. El caso de Eluana recuerda al de la norteamericana Terry Schiavo. También a esta otra mujer, valiéndose de órdenes judiciales, la destinaron a un fin similar.
Nadie debería invocar, a propósito de Eluana, el “talismán” de la “muerte digna”. No es una “muerte digna” condenar a alguien a morir de hambre y de sed. Si somos justos con el significado de las palabras, deberíamos más bien hablar de homicidio o incluso de asesinato. Porque “asesinar” es matar a alguien con premeditación y alevosía. La muerte de Eluana no ha carecido de ninguno de esos dos ingredientes. Su fin ha sido pensado reflexivamente, calculado, proyectado y se siguieron todas las cautelas posibles para minimizar los riesgos para los autores de este hecho.
Eluana estaba en coma, pero no era víctima de ninguna clase de “encarnizamiento terapéutico”. No estaba sometida a un tratamiento médico oneroso, peligroso, extraordinario o desproporcionado, sino que era objeto, simplemente, de los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma: la alimentación, la hidratación, la higiene. Y estos cuidados mínimos no pueden ser legítimamente interrumpidos.
Italia se ha conmocionado. Y con razón. Casos como el de Eluana abren descaradamente la puerta a la eliminación directa, disfrazada de falsa piedad, de las personas disminuidas, enfermas o moribundas.
Guillermo Juan Morado.
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