El miedo, la confianza, el valor
Por tres veces repite el Señor en el Evangelio la misma exhortación: “No tengáis miedo” (cf Mt 10,26-33): No tengáis miedo a los hombres; no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; en definitiva, no tengáis miedo… Estas palabras de Jesús se encuadran en el contexto de las instrucciones que da a los suyos para llevar a cabo la propagación del Evangelio.
El miedo es la perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario; es el recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea. Uno de los efectos del miedo es la parálisis, la detención de cualquier actividad. Un cristiano atenazado por el miedo no puede ser un cristiano apostólico. Sería un cristiano incapaz de anunciar a Jesucristo, de hablar de Él, de dar testimonio con la palabra y con las obras.
Muchas razones pueden causar en nosotros el miedo. Puede ser el temor a no ser comprendidos por la mentalidad dominante; la sospecha de que nuestro anuncio puede causar rechazo; la inseguridad que provoca la falta de firmeza de nuestra adhesión al Evangelio. Puede ser, quizá, el recelo de imaginar que el cristianismo ha cumplido ya su función histórica y no tiene apenas nada que ofrecer en nuestros días. El miedo provoca timidez, cobardía, desaliento, vergüenza a la hora de definirse claramente como cristianos.
Las palabras de Jesús deben ayudarnos a exorcizar el miedo: “Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo”. El Señor, con sus palabras, quiere infundirnos coraje, valentía, decisión.
La raíz de esa valentía es la confianza. No la confianza ingenua de pensar que no nos encontraremos dificultades, contradicciones o fracasos; dificultades que no le han sido ahorradas al Señor y que, ciertamente, no nos serán ahorradas a nosotros. El motivo de la confianza es más profundo: nace de la convicción de que Dios es fiel, de que Dios no falla; de que su gracia es más fuerte que nuestra debilidad.
La fidelidad de Dios, manifestada en la Resurrección de Jesucristo, infunde en nosotros, por la acción del Espíritu Santo, lo que el Nuevo Testamento llama la parresía; la seguridad indefectible para anunciar con toda libertad la palabra de Dios. El Espíritu Santo es el Amor de Dios, es la Persona-Amor, es el Amor del Padre y del Hijo que se nos comunica como Don. Uno de los dones del Espíritu Santo es la fortaleza, la fuerza y el vigor que nos permiten superar el miedo. El amor perfecto destierra el temor (1 Jn 4,18).
Avancemos, pues, en el amor; en la identificación con Cristo; en la confianza en Él. Así podremos repetir, con el Salmista, en los momentos de prueba: “mi oración se dirige a ti, Dios mío, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude. Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia; por tu gran compasión vuélvete hacia mí” (Sal 68).
Guillermo Juan Morado.
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