El grano de trigo
La imagen del grano de trigo que cae en tierra y muere y, así, da mucho fruto, nos ayuda a comprender el sentido de la muerte de Jesús como principio de vida para los creyentes. La fecundidad de esta muerte tiene una relevancia universal: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).
Nadie puede quedarse al margen de esta atracción suave que causa el Corazón traspasado de Cristo: “La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él. Sin embargo, aceptar su amor no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo «me atrae hacia sí» para unirse a mí, a fin de que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor” (Benedicto XVI).
En la proximidad de la Semana Santa, que actualiza la Pasión y la Glorificación de Cristo, debemos dejarnos atraer por Él. Contemplaremos, en el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, esa dinámica de humillación y exaltación que caracteriza la Pascua: “Se rebajó a sí mismo; por eso Dios lo levantó sobre todo” (cf Flp 2,6-11).
Nos adentraremos en el Triduo Sacro, en la tarde del jueves santo, con la Misa Vespertina de la Cena del Señor. La Eucaristía es siempre una proclamación de la Pascua, un memorial de la entrega del Cuerpo y del derramamiento de la Sangre de Nuestro Redentor: “Cada vez que coméis del pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor” (cf 1 Cor 11,23-26).
El Viernes Santo, en la sobria celebración de la Pasión del Señor, nuestra mirada se detiene en la Cruz, en esa elevación sobre la tierra que paradójicamente prefigura la elevación sobre la muerte de la Resurrección. Cristo es el grano de trigo que muere, experimentando la obediencia y convirtiéndose así “en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (cf Hb 5,7-9).
El silencio del Sábado Santo, no interrumpido por la Soledad de Nuestra Señora, nos invita a meditar sobre la aparente ausencia de Dios; es decir, sobre su solidaridad con los muertos, con los vencidos, con aquellos que han descendido, y descienden, como Él, a los infiernos. Cristo muerto. Cristo, el grano de trigo enterrado en un sepulcro. Cristo paciente. Cristo cadáver. Cristo salvando, desde la más absoluta debilidad, desde la indefensión extrema de la muerte.
Ese silencio, que es el silencio de nuestra vida y de nuestro mundo cuando juzgamos que Dios está muerto, se transforma en el cántico del Aleluya y en la entonación del Pregón Pascual en la Noche Santa de la Pascua. La Luz de Cristo ilumina el mundo entero y la potencia de su gloria se nos comunica en los signos sacramentales del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. El fuego es nuevo y el agua es nueva porque “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él” (cf Rm 6,8-9).
Dejándonos atraer por su Corazón, también nosotros seremos elevados sobre la tierra, participando en la ascensión a su Cruz y en la exaltación a su Gloria. El amor de Cristo nos impulsará a buscar, sin violencia, “los bienes de allá arriba”; los bienes que no perecen, porque, como Él nos dice, “donde esté yo, allí también estará mi servidor” (cf Jn 12,20-33).
Guillermo Juan Morado.
1 comentario
Los comentarios están cerrados para esta publicación.