Asistimos a la enésima polémica con ocasión de palabras pronunciadas por el Papa. No se explica que en un mundo tan laico y autónomo los oídos de tanta gente, y de tantos medios, estén siempre ávidos de dar cobertura y de debatir las afirmaciones del “Siervo de los siervos de Dios”, el humilde Obispo de Roma, Sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia Universal. Se entiende que la palabra del Papa tenga repercusión en los católicos o, incluso, en las gentes de buena fe que reconocen que la Iglesia es maestra en humanidad. Se entiende menos la obsesión - ¿enfermiza? – de quienes, renegando del Papa y de la Iglesia, dedican tantas horas de su tiempo a atacarlo o a combatirlo. Máxime si consideramos que el Papa no tiene un ejército a su disposición que sea capaz de imponer, por vía de coacción, la moral pura que se deriva del Evangelio, y hasta de la recta razón del hombre.
El pasado martes, 17 de marzo, de camino a África, le preguntaron al Papa sobre la eficacia de la lucha de la Iglesia contra el SIDA; una eficacia puesta en duda por algunas personas. Y el Papa contestó que “la realidad más eficiente, más presente en el frente de la lucha contra el SIDA es precisamente la Iglesia Católica”. Y puso algunos ejemplos bien concretos: Los esfuerzos de la Comunidad de San Egidio, de los Camilos, o de tantas religiosas que se dedican al servicio de los enfermos.
Señaló Benedicto XVI que el problema del SIDA “no se puede superar sólo con dinero, aunque éste sea necesario”. Asimismo, y en una formulación gramaticalmente condicional (del tipo: “Si X, entonces Y”), añadió: “Si no hay alma, si los africanos no ayudan (comprometiendo la responsabilidad personal), no se puede solucionar este flagelo distribuyendo preservativos; al contrario, aumentan el problema”. Es decir - interpreto yo - no basta con distribuir preservativos - sin entrar en una valoración moral sobre su uso - , sino que hace falta algo más que eso.
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