InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

5.10.19

La hinchazón de la soberbia y la humildad de la fe

En la profecía de Habacuc se contraponen dos actitudes: el injusto tiene el alma hinchada, mientras que el justo vivirá por su fe (cf Ha 2,2-4). Frente a la hinchazón de la soberbia está, como un auténtico principio que dinamiza la propia vida, la humildad de la fe.

La fe, como la esperanza y la caridad, adapta las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf Catecismo 1812). Es Dios mismo quien, infundiendo en nuestra alma la virtud de la fe, nos capacita para una vida nueva que se caracteriza no por la cerrazón en uno mismo, sino por la apertura y la relación con la Santísima Trinidad.

Se entiende entonces que San Pablo, citando el texto de Habacuc: “El justo vivirá de la fe” (Rm 1,17), resalte la primacía de la iniciativa de Dios. No somos nosotros quienes nos hacemos justos a nosotros mismos, es Dios quien nos hace justos, borrando nuestros pecados y renovándonos interiormente con su gracia.

Esta relación nueva que la fe hace nacer en nosotros está llamada a incrementarse, a hacerse más profunda e intensa. Por la fe, hemos comenzado a ser de Dios y, si correspondemos a su gracia, si tratamos de conocerlo más cada día, si intentamos amar y cumplir su voluntad, Dios completará en nosotros lo que Él mismo ha iniciado.

No debe sorprendernos que los Apóstoles pidiesen al Señor: “Auméntanos la fe” (cf Lc 17,5-10). Ya pertenecían a Jesucristo, ya eran sus amigos, ya habían sido llamados por Él, pero esta pertenencia al Señor no se ve jamás culminada en la tierra, sino en el cielo, cuando vivamos por siempre con Dios.

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28.09.19

El grito de Epulón

La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro nos invita a la sobriedad y a la solidaridad.

La moderación en el estilo de vida y el desprendimiento de las cosas ayuda a estar alerta para descubrir las necesidades de los demás; para abrirnos al otro y, de este modo,
también a Dios.

No se dice en el texto evangélico que Epulón cometiese grandes crímenes. Más bien, vivía ocupándose sólo de sí mismo y con indiferencia en relación a la suerte de los otros: “vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes”(Lc 16,19). Una vida cómoda, disoluta, que está en origen de la falta de compasión y de la ceguera ante los males ajenos.

También el profeta Amós advierte a sus contemporáneos del riesgo que comporta este estilo de vida: “bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes, y no os doléis de los desastres de José” (cf Am 6,1-7).

Lázaro no estaba lejos, estaba a la puerta de la casa de Epulón. Esta proximidad, incluso
física, hace más reprobable su indiferencia: “Estaba recostado a la puerta para que el rico no dijese: yo no lo he visto, nadie me lo ha anunciado. Lo veía ir y venir y estaba cubierto de llagas para dar a conocer en su cuerpo la crueldad del rico”, comenta San Juan Crisóstomo.

La ceguera ante las necesidades del prójimo impide que podamos acoger la palabra de
Dios, aunque estuviese acompañada de manifestaciones extraordinarias. Epulón, en vida,no quiso escuchar ni a Moisés ni a los profetas. Tampoco sus cinco hermanos, en la medida en que continúen sumergidos en la ebriedad de las riquezas, harán caso de las advertencias de Dios.

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21.09.19

El dinero es útil, pero no es Dios

“No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Lc 16,13). Se trata, en definitiva, de una consecuencia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Adorarás al Señor tu Dios y le servirás […] no vayáis en pos de otros dioses” (Dt 6,13-14). Nuestra confianza, nuestras esperanzas y nuestros afectos han de estar centrados, por encima de todas las cosas, en Dios.

El servicio de Dios proporciona libertad. Reconocer a Dios como Dios, como Señor y como Dueño de todo lo que existe, “libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (Catecismo 2097).

Las riquezas se convierten en una dificultad cuando el servicio a Dios es suplantado por la servidumbre del dinero, que es un amo implacable. La seducción de las riquezas ahoga la palabra del Evangelio, impide que fructifique en nuestras vidas (cf Mt 13,22) y hace olvidar lo esencial: la soberanía de Dios.

En la adoración del Dios Único se unifica la vida humana, evitando así una dispersión infinita (cf Catecismo 2113). Las riquezas en sí mismas no son malas, pero no deben constituir un obstáculo a la hora de confesar la bondad de Dios, que es nuestra verdadera riqueza. Frente a lo principal, que es Dios, las demás realidades – también el dinero – ocupan un lugar secundario y relativo. Cuando esta relativización de la riqueza es olvidada, se corre el peligro de fiarse en exceso de los bienes terrenos olvidando que solamente Dios es nuestra fortaleza.

El respeto de Dios va unido al respeto del prójimo. El profeta Amós condena, con duras palabras, la corrupción y el abuso de los más indefensos: “Disminuís la medida, aumentáis el precio, usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias (…) Jura el Señor por la Gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones” (cf Am 8,4-7).

Los bienes de este mundo han de estar ordenados a Dios y a la caridad fraterna. No es ilegítimo poseer riquezas, pero sí lo es convertirlas en un fin último. El dinero es sólo un instrumento del que nos servimos los hombres para poder vivir con mayor dignidad, para atender a nuestras necesidades y a las necesidades de quienes están a nuestro cargo. El cristiano ha de ser señor de su dinero, no su siervo.

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18.09.19

Novena a San Judas Tadeo

La Liturgia de las Horas nos proporciona una breve noticia sobre San Simón y San Judas, apóstoles, cuya fiesta se celebra el 28 de octubre: “El nombre de Simón figura en undécimo lugar en la lista de los apóstoles. Lo único que sabemos de él es que nació en Caná y que se le daba el apodo de ´Zelotes`. Judas, por sobrenombre Tadeo, es aquel apóstol que en la última cena preguntó al Señor por qué se manifestaba a sus discípulos y no al mundo (Jn 14,22). La liturgia romana, a diferencia de la de los orientales, conmemora el mismo día, juntamente, a estos dos apóstoles”.

El apóstol san Judas, llamado “Tadeo” o también “Judas de Santiago” - para distinguirlo de Judas Iscariote, el que entregó a Jesús - , goza de gran devoción popular. Son muchos los fieles que lo invocan en situaciones de especial dificultad.

En realidad, “para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37) y Jesús nos invita a presentar ante el Padre nuestras peticiones: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Cuando rezamos debemos someter, con confianza y humildad, nuestra súplica a la voluntad de Dios, sabiendo que de Él solo recibiremos cosas buenas. El Espíritu Santo acude en ayuda de nuestra debilidad, pues, como recuerda San Pablo, “nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rom 8,26).

La finalidad de esta Novena es ayudar a rezar, recurriendo a la intercesión del apóstol san Judas Tadeo. La Iglesia estima enormemente la piedad popular. El papa Francisco dice que esta forma de piedad “no está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que el credere Deum” (Evangelii Gaudium, 124).

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14.09.19

Señor, ¡ten piedad!

Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

En la Sagrada Escritura, la misericordia es a la vez ternura y fidelidad. La ternura refleja el apego instintivo de un ser a otro; por ejemplo, el de una madre o de un padre hacia su hijo. La fidelidad alude a una bondad consciente y voluntaria, no meramente instintiva, que equivale, en cierto modo, al cumplimento de un deber interior.

En Dios vemos reflejadas de modo eminente ambas acepciones de la misericordia. Dios se siente vinculado por lazos muy firmes a cada uno de nosotros. Nuestra suerte, nuestro destino, no le resulta indiferente. Esta ternura se traduce en compasión y en perdón. Dios es capaz incluso de “arrepentirse” de su cólera, que es una muestra de su afección apasionada por el hombre.

Dios cede a la súplica de Moisés y “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo” (cf Ex 32,7-14). San Pablo experimenta en primera persona esta compasión divina: “Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano” (cf 1 Tm 1,12-17).

Pero la misericordia de Dios es, igualmente, fidelidad. Dios se manifiesta tal como es; obra en coherencia con su ser más íntimo, que no es otro que el amor. Podríamos decir que Dios no puede no amar. Y ese amor fiel se traduce en paciencia y en espera, en una permanente disposición que busca la conversión de los pecadores.

La oveja o la dracma perdida, así como el hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, son imágenes del pecador que vuelve a Dios y que, con ese retorno, es capaz de conmover su corazón.

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